
Si dedicarse a ser escritor es ya una apuesta arriesgada, sobre todo en un medio como el latinoamericano, ¿qué diremos de quien pretende, además, escribir ciencia-ficción? ¿No que los escritores latinoamericanos sólo pueden –o deben— escribir en clave de realismo mágico a lo García Márquez, o novelas sobre nuestros dictadores o sobre nuestro sempiterno subdesarrollo? Realismo
, clamamos desde los años sesenta. A pesar de que el realismo más reciente ha devenido en una serie de novelas basadas en relaciones intrafamiliares, seguimos manejando la noción de que existe un tipo de literatura seria
y un tipo de literatura escapista
. Es decir, lo que se espera de la literatura latinoamericana es, más que creatividad u originalidad, el cumplir un rol estereotipado desde realidades ajenas a la nuestra. De modo que al chico nuevo del barrio, el escritor latinoamericano de ciencia-ficción
, todo el mundo va a buscarle la bronca sin tomarse la molestia siquiera de leerlo. Tanto los aspirantes al título del nuevo Mario Vargas Llosa
como los escritores comprometidos y contestatarios que pululan de bar en bar, promoviendo antes a sus personas que a sus obras.
Pese a esta situación, el fantástico peruano —en sus vertientes de terror, fantasía y ciencia-ficción— está dejando de ser una rara avis en nuestro panorama literario. Así, estos primeros años del siglo XXI marcan un punto de inflexión en nuestra narrativa, incorporando a dicho panorama géneros otrora denostados o invisibilizados. Situación que no permitió apreciar como era debido la obra de grandes escritores como Clemente Palma, José B. Adolph, Harry Belevan o Enrique Prochazka, entre otros.
La breve pero intensa novela de Ernesto Carlin —no hay un solo punto muerto en todo el texto, la acción fluye a raudales— rompe con gran parte de los paradigmas literarios peruanos, incluso con los propios paradigmas del género al que se adscribe OVNIS EN LOS ANDES, la ciencia-ficción. Los lectores que estén a la espera de un mero epígono de la ciencia-ficción anglosajona, se darán con la sorpresa de leer un texto que se burla —y homenajea— esa mitología que ya forma parte del folclor nacional, a saber, la presencia de objetos voladores no identificados en nuestro espacio aéreo, tanto en el pasado como en el presente. Erich von Däniken y Sixto Paz Wells, sacerdotes involuntarios de este culto, mandarían a quemar este libro, de poder hacerlo.
El gran aporte de Ernesto Carlin es enfocar esta rica mitología —a estas alturas, sería pedante llamarla charlatanería o maguferia— desde nuestra óptica nacional criolla, cuya marca de fábrica oscila entre lo sensual y lo displicente.
Así, el derribo de una autentica nave extraterrestre en las inmediaciones de una base militar enclavada en los andes, permite el acceso a una tecnología avanzadísima que será utilizada por nuestra fuerza aérea para construir modelos de ovnis nacionales. Pero, como no podía ser de otra manera, los artefactos resultantes serán construidos a la criolla
, de modo que más bien parecerán decadentes carcochas voladoras —con el genial detalle de ser bautizadas con nombres tipo Sarita Colonia
— antes que sofisticadas e invencibles naves aéreas. Además, Carlín nos regala a los personajes más antiheróicos que pueda imaginarse, un auténtico desfile de pícaros, oportunistas y nerds vengativos que parecen resumir lo más representativo de nuestra idiosincrasia nacional.
Desmitificadora como pocas, la novela contiene varios guiños y homenajes a obras y autores clásicos —de Borges a Bradbury, pasando por Ribeyro y Bolaño—, además de solazarse, con algo de cinismo, en señalar las vicisitudes que conlleva el ejercicio de la profesión periodística en tiempos posmodernos. Una auténtica invasión de ideas.
