
No me gustan los tochos. Lo he repetido por activa y por pasiva siempre que he podido. Durante estos últimos años me he embarcado en la lectura de poquísimos de ellos. Sobran dedos en una mano para contarlos. Al menos tochos evidentes
, esos grandes volúmenes que sobrepasan las seiscientas, setecientas páginas ¡¡¡ochocientas páginas!!! de márgenes magros y letra apretujada. En esa lista entrarían LA OLVIDADO REY GUDU, que no terminé, LA REBELIÓN DE ATLAS, que era más bien relectura, y LA ESTACIÓN DE LA CALLE PERDIDO. Ni uno más. Luego están los tochos camuflados, novelas en varios volúmenes que engañan un poco por la división en varios libros, de esos, la serie de Tschai, el planeta de la aventura, también relectura, La Trilogia De Thistledown, y la trilogía de Xenogénesis, todos ellos, en realidad, una única historia. Luego están los falsos tochos que a base de engordar la letra y ampliar márgenes consiguen que el volumen físico sea imponente, mientras que el contenido no es más que una novela algo más extensa de lo habitual.
¿Y porqué ese odio hacia los tochos? Fundamentalmente porque son repetitivos, dispersos, irregulares y una vez acabados se siente una cierta sensación de tomadura de pelo y, sobre todo, cansancio. Físico. Todo esto, evidentemente, a causa de una extensión que se justifica en poquísimas ocasiones, por no decir que en ninguna. Tantas resmas de papel obligan a los autores a meter relleno aquí y allá de forma absurda e injustificada, pasajes enteros podrían quitarse sin que la novela perdiera el menor interés. Yo le vengo a calcular el 25% de la extensión total. Naturalmente, tanta letra seguida implica que no todo lo que se relata tiene el mismo grado de influencia, si es que la tiene, en el resultado final, de modo que se podría quitar de en medio otro 25% manteniendo aún una historia coherente. Con el tocho a la mitad, el autor podría haberse concentrado en sintetizar pasajes largos o espesos y pulir esos otros inevitablemente flojos y aburridos: es casi imposible que la inspiración y concentración necesaria para conseguir resultados brillantes se prolongue en el tiempo con la misma intensidad. Con todo ello, llegaría a nuestras manos un libro de mayor interés y menos peso. LOS HORRORES DEL ESCALPELO pesa, aproximadamente 1.300 gramos (en una báscula electrónica de cocina sin calibrar) Leer eso en el metro, de pie, e intentando mantener el equilibrio es una verdadera hazaña.
¿Por qué entonces me he leído LOS HORRORES DEL ESCALPELO? Pues simplemente porque lo ha escrito Daniel Mares, y eso es una garantía, independientemente de que el libro, como tocho que es, arrastra todos los defectos de sus hermanos de obesidad.
Daniel Mares es un narrador algo más que competente, y lo vuelve a demostrar en esta novela. No tengo ni idea de porqué se ha decidido por una extensión tan desaforada, la inclusión de tanta paja y que necesidad había de presentar personajes vacíos y subtramas sin influencia real en el desarrollo de los acontecimientos. Le ha dado la real gana, claro que si, y es más que probable que tenga una razón cabal para cada una de las palabras vertidas en la novela, pero de simplemente buena, podría haber dado el salto a excepcional de haberse quedado reducida a la mitad.
LOS HORRORES DEL ESCALPELO es una nueva revisión de los crímenes de Jack el Destripador en clave steampunk. Decirlo así es una torpeza porque me estoy cargando de un plumazo (teclazo) la cuidada progresión de acontecimientos que acaban abriéndola a ese universo, pero no hay forma más fácil de ilustrarlo y justificar además el comentario de esta novela encuadrándola como ciencia-ficción. De hecho Daniel Mares lo proclama como tal, pero en las notas finales. Un detalle notable de la novela es que el protagonista es nada menos que un todavía joven Leonardo Torres Quevedo. Quien no sepa quien es, ya está buscando en Internet la biografía de este formidable ingeniero e inventor español. Una de esas mentes privilegiadas que pese al erial tecnológico que era (y de hecho siempre ha sido) España a finales del XIX y principios del XX, consiguió un amplio reconocimiento internacional y, sorprendentemente, nacional, aunque sus esfuerzos no encontraran un terreno abonado en el que otros lograran ampliar sus trabajos.
Bien, el caso es que Torres llega a Londres en su viaje por Europa, viaje que realmente realizó con intención de completar sus conocimientos, y tiene algunos encuentros con ciertos personajes que le descubren varios mecanismos que excitan su curiosidad. Debe volver, no obstante, a España, pero al cabo de los años, uno de aquellos individuos le escribe para comunicarle que le puede proporcionar uno de los autómatas: nada menos que El Turco, el Ajedrecista de Kempelen, un extraordinario mecanismo del siglo XVIII, construido por el inventor húngaro Wolfgang von Kempelen capaz de jugar al ajedrez con gran maestría. Torres acude a Londres muerto de curiosidad y lo que le espera allí es bien conocido: Jack el Destripador están en pleno festival sangriento haciendo de las suyas por Whitechapel, sembrando las calles de prostitutas abiertas en canal. Al respecto, Daniel Mares advierte que si bien se ha basado en los hechos conocidos, se ha permitido múltiples licencias para ajustar fechas y personajes a la dinámica de la novela.
Torres se ve envuelto entonces en la propia investigación de los asesinatos, en la que se le implica muy a su pesar, en una turbulenta querella en el seno de una rancia familia de la nobleza inglesa, en una extraña conspiración alrededor de los restos mutilados del Ajedrecista de Kempelen y otros fabulosos aparatos que poco a poco irán apareciendo y tomando gran protagonismo, también se involucra de forma no demasiado voluntaria en los manejos de varios sujetos de corte patibulario, y es testigo circunstancial de las sangrientas querellas entre las violentas bandas londinenses por hacerse con el control de la ciudad.
Una buena cantidad de cuestiones, narradas todas ellas con gran maestría, pero que no obstante entorpecen el avance de la narración y distraen de lo que, en un principio, es el tema principal de la novela: él misterio de los crímenes de Jack. Notables son las digresiones acerca de las batallas en la Guerra Civil de los Estados Unidos, sobre las expediciones selváticas durante la colonización británica de Birmania, sobre las trifulcas callejeras entre bandas de irlandeses y bandas de judíos en las callejuelas de Londres, tormentosa la historia de la familia Abbecromby, y patética la vida de los fenómenos de feria, hasta divertida la peripecia de los escritores que dan pie a los testimonios que conforman la novela. No lo niego. Pero también es cierto que son relleno. Excelente, pero irrelevante.
Finalmente, el desenlace queda soso, como traído por los pelos, incrustado apresuradamente entre tanto portento sucesivo. La naturaleza de Jack y sus motivaciones se convierten en vulgares, se espera algo extraordinario, y aún siéndolo, no termina de cuajar como tal. Demasiados focos, y demasiado brillantes, llegan a cegar, convirtiendo algo que debería ser impactante en un cohete más entre tanto fuego artificial (y si, más o menos al final también hay fuegos artificiales).
Por eso no me gustan los tochos, una extensión desaforada no es necesariamente una virtud. A veces es justo lo contrario. En el caso de LOS HORRORES DEL ESCALPELO se puede hablar de un notable libro de relatos, digno de leerse como tal, pero si se quiere hablar de una novela, solo se puede decir que es dispersa, floja y que acaba por hacerse lenta y pesada, muy pesada.
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Publicado originalmente el 4 de septiembre de 2011 en www.ciencia-ficcion.com
