
De un laboratorio de nanotecnología se escapa un nanobot de características, digamos que preocupantes: está programado para fabricar copias de si mismo a partir de la misma materia que compone la vida, vida que oportunamente debe ser mamífera, o reptiliana, aves incluidas. Plantas e insectos no interesan a estas diminutas máquinas y salen bien libradas de los devastadores efectos que provocan, a saber, una muerte lenta y bastante desagradable mientras los nanobots van desguazando, literalmente, al huésped. Sin embargo, el invento tiene una característica bastante particular, se destruye a más de 3000 metros de altura, por lo que todo atisbo de vida animal sobre la Tierra queda recluido en las cimas más altas del planeta.
LA PLAGA trata fundamentalmente de las duras condiciones en las que se encuentran estos supervivientes y sus esfuerzos para fabricar un nanobot capaz de combatir al devorador de gente sin que se convierta a su vez en algo todavía peor.
Carlson divide la novela en varias líneas narrativas que convergen poco a poco, protagonizadas por unos pocos excursionistas que sobreviven miserablemente en una estación de esquí en las sierras de California, una población bastante importante, incluido lo que queda del Gobierno de Estados Unidos, refugiada en las montañas de Colorado, y un pequeño grupo de científicos en la Estación Espacial Internacional. Entre pasajes prácticamente discursivos y escenas de acción trepidante, Carlson mueve sus peones hasta lograr unirlos a todos en un clímax un tanto desconcertante.
La novela es extraña. El autor consigue mantener la tensión y el interés en todo momento, dosificando adecuadamente unas y otras líneas argumentales y haciendo converger a los protagonistas principales (Ruth, una experta en nanotecnología, Cam, un trabajador de la estación de esquí, Sawyer, el más enigmático de los personajes) de forma más o menos lógica y ordenada. En ese sentido LA PLAGA atrapa, sin embargo, e independientemente de que el esquema general funcione bien, Carlson se empeña en dar nombre y personalidad a todos y cada uno de los personajes, sean principales, secundarios, figurantes o meros tramoyistas. Mientras los acontecimientos son pausados no hay mayor problema, pero en las escenas de acción su empeño por seguir a todos los implicados, demasiados en la mayoría de las ocasiones, sólo consigue hacer confusos los acontecimientos, dispersando la atención y logrando un efecto que, salvando las distancias, recuerda desagradablemente ese mareante movimiento de cámara usado en las escenas de acción de las películas de serie B para que no se note que están hechas con más entusiasmo que medios.
Mi absoluto desconocimiento de los principios de la nanotecnología me hace suponer que el autor se ha documentado convenientemente y, aparte de las lógicas licencias, los rasgos generales de lo que relata al respecto son los correctos. Sin embargo, esas licencias, o al menos las aparentes inconsistencias que se detectan en la descripción de los nanobots asesinos, son demasiado chocantes. Por lo pronto, el mecanismo de seguridad hipobárico resulta creíble, pero solo hasta que se intenta justificar contraponiéndolo al más lógico, el temporizado, que se desecha porque resulta más caro
en términos de diseño. Mi sospecha es que en realidad tanto uno como otro dispositivo resultan igualmente costosos
, pero obviamente, un nanobot que se desactive a la media hora de ser fabricado
resulta poco prometedor en términos dramáticos. Por otro lado, la rapidez de propagación de la plaga se hace un tanto exagerada. Normalmente, o bien hay un periodo de incubación en el que el individuo infectado funciona de vector de la plaga, o el efecto de ésta es tan rápido que los vectores apenas tienen tiempo de ponerse en movimiento, y por tanto ésta queda limitada a un ámbito relativamente reducido. Las explicaciones que da Carlson al respecto no son demasiado concluyentes, pero tampoco me resulta demasiado creíble que una infección tan virulenta se pueda extender con tanta rapidez.
En lo que afortunadamente acierta el autor es en abstenerse de filosofar sobre la soberbia del hombre, su deseo de jugar a ser Dios, la locura que supone trabajar con fuerzas que no puede controlar, etc., etc., etc. No juzga en modo alguno la nanotecnología, no juzga a los creadores más allá de sus propios defectos y virtudes como personas, no advierte contra ningún peligro tecnológico. Incide más en la necedad humana, no tanto por crear la plaga, sino porque una vez desatada no es capaz de trascender a ese absurdo, y se empeña en seguir cometiendo a pequeña y gran escala los errores de siempre; egoísmo, arrogancia y desprecio absoluto por la vida de sus semejantes.
En definitiva, no es la tecnología lo que provoca y magnifica la catástrofe, es la estupidez humana.
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Publicado originalmente el 21 de septiembre de 2008 en www.ciencia-ficcion.com