Sitio de Ciencia-Ficción

17 de mayo de 2020


Un laboratorio de ideas vigilando desde el balcón
Primavera del 2020
Un laboratorio de ideas vigilando desde el balcón
por Francisco José Súñer Iglesias

Tiempo estimado de lectura: 2 min 46 seg

Uno de los pilares de los regímenes totalitarios ha sido, más que la represión por parte del propio estado, la colaboración de la población. El espionaje entre vecinos, la delación, el señalamiento público, hacen más por el sostenimiento de una dictadura que decenas de escuadrones de policía política.

Entra dentro del comportamiento humano. Tenemos individuos sumisos que hacen lo que la autoridad dicte, sin oponerse ni hacer grandes aspavientos. Podrán pensar, e incluso murmurar, su poca inclinación hacia lo que se les ordena, pero no opondrán resistencia activa. Es más, se harán invisibles para evitar ser identificados por el régimen. Otros, por contra, se quejarán, chillarán, y entre grandes aspavientos harán lo posible por evitar asumir esas órdenes, si bien con el adecuado razonamientos acabarán por unirse al grupo. En ambos extremos tenemos a quienes ni siquiera esos razonamientos les convencerán de no persistir en su rebelión contra el poder establecido, y en el otro extremo los que no solo seguirán las directrices del régimen, sino que las asumirán, las harán suyas y se convertirán en activos colaboradores del dictador.

George Orwell concibió en 1984 una tupida red de delatores, chivatos y espías que hacía casi imposible evitar las directrices del Partido. También adelantó el espionaje electrónico con las telepantallas, a las que Winston hacía lo imposible por sustraerse.

En EL CUENTO DE LA CRIADA, Margaret Atwood describe los Centros Rojos como unos lugares asfixiantes donde, además de la constante vigilancia de los Guardianes, se respira la desconfianza y el miedo a la delación entre los miembros de la comunidad. EQUALS, de Drake Doremus, es otro ejemplo de sociedad uniforme y fríamente regida donde la paranoia y la desconfianza son la herramienta que mantiene a la población apaciguada. EQUILIBRIUM, de Kurt Wimmer, una distopía de corte parecido, también muestra ese ambiente opresivo.

Del odio a la envidia, pasando por el miedo y un reglamentismo exacerbado, centenares, miles de esos delatores, policías de balcón como se les ha dado en llamar, han llenado las ventanas y, propiamente, terrazas y balcones de las ciudades y pueblos de España en una versión sórdida de La Vieja l´visillo[1], colmando además las redes sociales de imágenes para el recuerdo con todo tipo de escenas incívicas.

En su descargo hay que señalar que en este caso estamos hablando de prevenir una amenaza cierta. Las medidas tomadas para evitar la expansión del coronavirus se centraron sobre todo en el aislamiento físico, ya fuera por confinamiento o distanciamiento, de modo que superar esa barrera invisible ponía en peligro la salud del prójimo. Ante eso, señalar actitudes que ya no solo transgredían las ordenanzas vigentes, sino que también ponían en peligro la salud ajena, es algo a agradecer.

Pero la cosa no se ha quedado ahí. Llegados a cierto punto ya no se trataba de denunciar esos comportamientos asociales, sino de señalar y abordar esas acusaciones desde el puro histerismo. Nos hemos hartado a ver grabaciones de conciudadanos practicando ejercicio en los lugares más insospechados, azoteas, terrados, estrechos pasos entre dos muros. Alguien, en algún balcón bien angulado, no dudaba en grabarlo y subirlo a las redes para denunciar el irresponsable comportamiento del individuo en cuestión, llegando incluso a alertar a la policía, la de verdad, para que fuera a poner orden.

En más de un caso el heroico policía de balcón no se paraba a pensar si el lugar donde estaba el deportista era o no de acceso libre, o se trataba de una zona común de uso exclusivo, que existen. Son lugares que por su ubicación solo tienen acceso a través de la vivienda de uno de los vecinos, típicamente, los patios de luces, pero también algunos terrados y azoteas. En esos casos no se hacía ningún mal usándolos. La histeria, por tanto, estaba injustificada, pero aún así, bastaba con oír los comentarios que acompañaban al vídeo para escuchar gotear el odio y el resentimiento.

Otro fenómeno, quizá menos extendido pero igualmente inquietante ha sido el de la inquisición de las ocho de la tarde. En España, se ha tomado como costumbre salir a esa hora a aplaudir y hacer un poco de ruido festivo para animar a sanitarios y en general a cualquiera que haya tenido que seguir al pie del cañón para mantener el país funcionando.

Siempre hay alguien, candidato a opositar para la Policía del Pensamiento, que mira a su alrededor, estira el cuello, cuenta las ventanas y balcones vacíos, vigila quien aplaude y con que entusiasmo. Por fortuna no estamos en Corea del Norte y las manifestaciones de aliento quedan al arbitrio de cada cual, peor no deja de ser incómodo que el policía de balcón de turno pase lista un día tras otro.

Tampoco fueron menos chuscas las reacciones nerviosas ante la suelta de los niños y el permiso de paseo para yayos y deportistas. Cualquiera que no estuviera al tanto de lo que sucedía podría pensar que el mundo se iba a acabar ahí mismo. Se vieron, sin duda, algunas escenas que no se acercaban ni de lejos al espíritu de la norma, pero tampoco es menos cierto que la norma, al ser tan estricta, daba pie a las aglomeraciones a según que horas en según que sitios. Si además esa afluencia se graba con cierta habilidad fotográfica[2] y se le acompaña de la narración apocalíptica de una locutora al borde del vahído, parecerá que estamos al borde del fin del mundo.

Alguien debió darse cuenta que aquello había sido una sobrerreacción televisiva, o que desde algún lugar de España con menos densidad de población que Madrid o Barcelona, lugares de las aglomeraciones, se dijo que no había que meter a todos en el mismo saco de incivismo, y al día siguiente ya no se mostró tanto gentío y si más imágenes de circulación desahogada de la ciudadanía.

Por si acaso vigile a si vecino. Puede que él le esté vigilando a usted.


Notas
Francisco José Súñer Iglesias
© Francisco José Súñer Iglesias
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