Recuerdo que durante alguna noche lejana y oscura, ocurrió un fenómeno asombroso, pude ver en la distancia unas pequeñas luces que parecían detenidas en el horizonte y luego de algunos momentos se movían hasta desaparecer en el firmamento. Yo era muy niño, pero luego me enteré que una observación de ese tipo, podía caer en lo que coloquialmente se denominaba platillos voladores y otros definían como objetos voladores no identificados.
Ignoraba para tales fechas, todo ese movimiento social, relacionado con la posibilidad de vida extraterrestre. Movimiento social, digo, porque abarca a personas y grupos de la más heterogénea índole, desde serios investigadores hasta fanáticos convencidos. Pero en el abanico de posibilidades, desde el escepticismo hasta la certeza absoluta, siempre está la esperanza, tan cercana a los sueños infantiles, de encontrar seres de otros mundos, por ello se destinan millonarios presupuestos a la búsqueda de vida inteligente, se financian proyectos serios como el libro azul o los SETI, mientras las leyendas modernas se afianzan en la memoria, como Roswell. Lo interesante, es que hay un reconocimiento implícito del fenómeno, como lo hace la Real Academia de la Lengua al aceptar la palabra ovni, sin entrar en muchas discusiones sobre su justificación. Sin embargo, ningún vocero oficial o gubernamental aceptaría la existencia de vida extraterrestre, a partir sólo de testimonios, como el del niño del primer párrafo. Sin embargo, curiosamente en la doctrina jurídica el testimonio es de muchísimo valor, en algunos países, se puede condenar a muerte a una persona, sólo porque se concede validez al testimonio de otros.
Regresando a la niñez, muchas noches pasé auscultando el cielo nocturno de Bogotá y seguramente eso me costó uno de los tantos resfriados que poblaron mis primeros años, gracias al frío de la capital colombiana. Durante aquellas jornadas nocturnas, logré ver en el firmamento sin luna ni estrellas, otras lucecitas a las que mi imaginación atribuía la capacidad de llevar tripulaciones de aventureros alienígenas, al mando de algún extraño Cristóbal Colón. La afición duró hasta que descubrí que en la dirección donde yo creía haber vitos ovnis, estaba ubicado el aeropuerto internacional El Dorado. Los extraterrestres eran cansados viajeros de este mismo viejo planeta, que entraban o salían de mi querido país. Sin embargo, a pesar del duro golpe a los mitos de mi infancia, desde aquella época comencé a ser asiduo visitante del Planetario de Bogotá, así como aficionado intermitente del género de ciencia-ficción.
Quizás por ello, hay ocasiones en las cuales todavía me sorprendo alelado y silencioso, observando fijamente el espacio, esperando ver algún platillo volador.
