Al parecer, C. S. Lewis y J. R. R. Tolkien eran amigos. (Quien me contó esto carece de toda credibilidad; así que si yerro, es por atenerme a una —dudosa— información de tercera mano, ¿vale?) Tenían pareceres antagónicos respecto a la escritura y la creación. Lewis era más de: Eh, pasemos un rato grato con un bonito y vibrante cuento de hadas; y Tolkien era La Alta Literatura, una cosa ominosa, espesa, una aterradora forma quasidivina a la que venerar y con la que flagelar al lector. Un instrumento de coacción municionado con reglas ortográficas y gramaticales. Y, ¡ay de ti! si las desobedecías (Lester Dent).
Lewis aferrado a lo de: «Tío, no agobiemos a las masas. Divirtámoslas». Tolkien: Nein! ¡Alta Literatura o muerte! Sieg! Heil! Rammstein!
.
Y se rompió su amistad. La intransigencia (o envidia) de Tolkien rasgó el vínculo que podría haber dado una colosal obra de fantasía, de aunar firmas. (Digo yo. Igual era el parto de los montes.).
Escribir es una profesión (un trabajo; nada de arte
, de artístico
, de aguardar a la musa
) extraña; sucede en solitario aunque el salón de estar de tu cabeza reviente de personajes que entran y salen y relatan. Obliga a adoptar costumbres, manías, rutinas. Es una energía que debe liberarse así. Otra cuestión es qué escribes, cómo lo orientas, qué pretendes, caso de tener meta.
En resumen, en la literatura se divide en los Lewis, los de pasemos un rato grato
y los Tolkien: Alta Literatura. Estos últimos (todos están cortados por el mismo patrón) son intransigentes con la creación ajena, salvo que sea como la suya. Parecen apóstoles: o crees, o mueres. Adquieren rituales y endosan etiquetas esnobs y clasistas para menospreciar a los Lewis, y una de sus características es la tardanza. La excusa: el repaso
sin fin-sin fin.
Los Lewis tienen una ventaja sobre los Tolkien: un día de su productividad equivale por un año de la de los Tolkien. Pero, como son Alta Literatura, ¡aclamad al autor! (Cuanto más ¡autor! más flojo).
Escribir exige, en serio. Es un arduo proceso de crecimiento personal. No es fácil, pese a lo que muestran cine y televisión. Pero hay quien cree que escribir (y es mal muy extendido) es dejar una sentencia
filosófica
apocalíptica al pie de una imagen en Facebook y ¡ya está! ¡A recibir críticas favorables y entrevistas! Jesús, ¿has visto qué comentario he hecho de esa foto? ¡Hostia, mi Pulitzer, pero ¡ya!!
Esa modalidad de escritor
mira la página en blanco y se aterra con tener que llenarla con palabras, situaciones, contexto. Y luego, ¡que guste a quien puede difundirlo! (El editor) Facebook ha dado vida a estas vocaciones embrionarias literarias
con lo de la sentencia
filosófica
apocalíptica al pie de imagen. El resultado es inmediato en críticas favorables. (Cosa que persiguen) Escribir un libro, exponerlo a la reseña, que puede ser de gran dureza, no va con ellos. No tienen ese coraje.
Así que se sientan en su silla de montar y jinetean por Facebook recogiendo, divos de lo inmediatamente insustancial pero indispensable para sus egos, comentarios breves e inmateriales de otros/as que les calientan la paupérrima estima.
Facebook no es un blog, como La frontera, donde expones en mil, o más, palabras un análisis y te arriesgas a la tunda. O una novela, como las planicies. Ahí pones la carne en el asador. Lo de Facebook no tiene peligro; ¿cómo va a tenerlo, si sólo escribes Qué imagen más didáctica
?
Pero produce una admiración deletérea que te hace creer juez, verdugo y crítico, mejor persona, mayor autor, dispuesto a masacrar a los demás por no escribir como tú, con otro estilo. Y a base de sentencia
filosófica
apocalíptica al pie de imagen no se logran críticas favorables ni entrevistas, como quieres. Hay que arriesgarse con mucho más.
