Parece ser que vivimos tiempos revueltos. Me refiero a esa manía en principio finisecular del fin del mundo
que parece que ha hecho nido en ciertas industrias editoriales y cinematográficas y que nos amenazan una y otra vez con el fin de los tiempos
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Nostradamus, la caída de la MIR, el último eclipse de sol del milenio, el año 2000, el año 2001, la II Guerra del Golfo y ahora el fin del calendario maya (2012) o la aproximación del asteroide Apophis (2029). Pero bueno, ¿cuántas veces tiene que no acabarse el mundo para que los agoreros de turno dejen de dar la barrila?
Supongo que esto del fin del mundo es un gran negocio: se anuncia a bombo y platillo, se venden un montón de libros y camisetas y después, cuando no sucede nada, se reprograman los relojes y vuelta a empezar. Eso sí, con otro formato: otro evento astronómico, otro número redondo en alguno de los múltiples calendarios que utiliza la Humanidad o lo que se ponga a tiro.
Lo que me molesta, más que la insistencia, es la falta de originalidad: que si asteroides, que si grandes supererupciones volcánicas, que si finisecularismos varios... El Apocalipsis ya no es lo que era. Con la cantidad de maneras que tenemos de cargarnos el mundo y seguimos anclados en las cosas más visuales.
También se entiende: queda mejor en una película una superexplosión demoledora que no un bichito que se cae al suelo y se mata capaz de convertirse en una plaga demoledora.
Otra de las posibilidades es la extinción de un recurso básico: el agua dulce, el petróleo, la comida... Claro que, en ese caso, siempre nos quedarán las nutritivas galletitas marca SOYLENT GREEN.

