Un colega de profesión me contó que un día leyó a sus alumnos una frase de Tolstoi, y a continuación les preguntó su opinión. Se produjo entonces un silencio violento; hasta que uno, visiblemente azorado, dijo: Es que no hemos visto la peli de Toistori
. Podría ser un chiste, pero no lo es. El grado de incultura general, incluidos los universitarios, es escalofriante. En estas circunstancias, ¿se puede pensar que las novelas de ciencia-ficción pueden ser un buen instrumento para la educación científica? Es posible, aunque yo me contentaría con que los alumnos leyeran algo, e incluso con que alguno entrara por primera vez en una librería o en una biblioteca. Sería toda una experiencia; un acontecimiento que, en algunos casos, sería merecedor de abrir un telediario.
El uso de la literatura como medio complementario en la educación ha sido uno de los temas menos debatidos de los últimos años. ¿Por qué? Porque se ha dado por sentado que se puede y debe utilizar sin reparo, y así se ha hecho; al menos en los programas de las asignaturas. La inclusión de las novelas como método de enseñanza de una materia cualquiera responde a la nueva corriente pedagógica que, por un lado, busca sobre todo ser políticamente correcta y, por otro, suavizar contenidos y formas para facilitar los aprobados, o impedir el llamado fracaso escolar
. Se ha creído, por tanto, que es más moderno
que el alumno aprenda con una película o una novela, que con una lección magistral, un libro de texto o un manual.
El problema es que la idea, formar a través de las novelas, no es compatible con la realidad. El tiempo es finito, limitado, siempre corto, y el que el alumno dedica semanalmente a estudiar cada asignatura es escaso; entre otras cosas, porque tiene una vida que vivir. A duras penas el alumno sale de los apuntes que toma en clase, y en muy pocas ocasiones amplia, comprueba o rectifica los datos con libros especializados. La Wikipedia suele ser el instrumento más utilizado, a pesar de que contiene numerosísimos errores. A lo máximo a lo que se llega, hablo del ámbito universitario, es a que los alumnos cotejen (hay algunos que leen) las lecturas obligatorias, bajo pena de evaluación negativa. La mera existencia de estas lecturas, siempre breves, supone un inconmensurable sacrificio para la mayoría, una agonía palpable.
Los resúmenes de las lecturas obligatorias circulan por internet, produciéndose a veces situaciones chuscas, como el que cinco alumnos, amiguitos ellos, pongan en un comentario de texto lenilismo
, en lugar de leninismo
. Y, lo que es peor, que una vez advertidos por el profesor del error y el engaño, les dé igual. En fin; el docente escarmentado se contenta con que aprovechen al máximo los textos escogidos que son de obligada lectura. Mandar
una novela queda muy bonito para eso mismo, para una novela o una película, pero sería engañarse el considerar que va a ser un instrumento para la mayoría; sólo los más adelantados harán uso de ella, y a estos les hace menos falta.
Vayamos al otro lado. La sustitución de novelas por libros de texto, ya de por sí edulcorados, y más visuales que conceptuales, es imposible. La razón es que la novela es un transmisor dudoso de conocimientos científicos. Pueden servir para aumentar las ganas de saber, de aventurarse más en una disciplina, para acostumbrarse a ciertos conceptos o planteamientos. Es un complemento agradable, a veces, pero no un sustituto. Lo digo porque hay personas que creen que saben Historia porque han leído a Galdós o a Pérez Reverte, por poner un par de ejemplos. Y es que hay que tener siempre en cuenta el momento histórico y cultural del autor, su intencionalidad, tanto política como comercial, al igual que su formación.
La literatura necesita retorcer la realidad para ser atractiva y seducir al editor y al lector. Esto conjuga difícilmente con la puridad científica o histórica. Y no sólo esto. El escritor, puesto en la tesitura de elegir entre un elemento de interés en su novela o ser fiel a la lógica de la ciencia, no dudará; intentará equilibrar, moderar, pero no dudará: siempre saldrá ganando la ficción.
En este sentido, la avalancha de novelas históricas ha sido, por un lado, un acicate para los libros de historia porque han conseguido que haya más gente que se interese por esos temas y quiere conocer más leyendo obras especializadas. Pero, por otro lado, ha sido una calamidad, porque el lector de novela quiere ver reproducido ese mundo de ensoñación, de cartón piedra que le ha construido el novelista, en un libro académico. Y es entonces cuando las cosas no le encajan. ¿Alguien cree que los celtíberos del siglo II a. C. que luchaban contra Roma se llamaban a sí mismos hispanos? ¿O que sus relaciones personales, de género dicen ahora, pueden ser equiparables a las de hoy? Y es que las novelas, películas o series de TV que valen como instrumentos pedagógicos se pueden contar con los dedos de una mano.
Otro tanto ocurre con las ciencias, aunque el flujo es diferente. En este caso es el alumno de ciencias el que acude a la ficción científica, y lo hace por afinidad, por diversión, no como instrumento de formación. Hay incluso quien encuentra un gusto morboso a ir buscando fallos o mala ciencia; claro que, corregir a los demás, quitando otras consideraciones, también es un método de autoaprendizaje. El estudiante de ciencias prefiere el género hard, con el que se siente más identificado y que, a su entender, da sentido a la ciencia-ficción. Pero es una minoría, al igual que el grupo de estudiantes de letras (aunque ya no se diga así) que se deciden a leer novelas hard cuyo fondo es la Historia, la Política, la Sociología, la Geografía, la Filología o la Filosofía.
Leer sigue siendo un acto de libertad, lo que supone que formarse a través de la literatura, ya sea en ciencias o en letras, también lo es. Y aunque tenga importancia que la novela esté bien escrita, con independencia de su disciplina científica, seguirá habiendo muchos que confundan Tolstoi con Toistori.
