Hace un tiempo, en medio de una conversación sobre el whatsapp
y otros inventos modernos, una niña de ocho años, preguntó: cuándo vosotros erais pequeños, los móviles ¿como eran? ¿de madera?
La respuesta inmediata fue una sonrisa condescendiente, luego vino la explicación, después...
Cuando yo era pequeño, allá por los años setenta del pasado siglo, mi familia solía pasar algunos días de vacaciones, en verano o navidad, en casa de mis abuelos paternos, en un pueblo, que no llegaba a los doscientos vecinos, escondido en la sierra de las Villuercas, al final de una carretera sin asfaltar. Entre otras muchas cosas, recuerdo las calles de tierra, el rebaño de cabras comunal, que el pastor juntaba cada mañana, casa por casa, y entregaba cada tarde; la fuente donde llenábamos los cántaros de agua, para consumo aseo y limpieza; los colchones de lana apaleada, profundos y fríos en las noches de inverno; la lumbre en el hogar, bombillas amarillentas cuya luz no alcanzaba la despejar los rincones y candiles de aceite —también alguna linterna, que no conviene exagerar demasiado— para salir a las noches oscuras de cielos muy bien estrellados.
¿Teléfonos? En casa de mis abuelos, no, ni televisor, ni nevera, ni lavadora, su tecnología más avanzada consistía en una cocina de gas butano y un receptor de radio.
A ochenta quilómetros hacia el oeste, también en Cáceres, el pueblo donde vivía, en torno a cinco mil habitantes, era otra cosa, la luz eléctrica, el agua corriente, los cuartos de baño, neveras lavadoras y televisores, sin UHF, eran de uso común desde hacía tiempo, aunque también guardo en mi memoria, un panel lleno de agujeros y a unas señoritas con auriculares, atendiendo conversaciones y cambiando clavijas de un lugar a otro; nuestro primer número de teléfono, el veinte, y alguna imagen de gente gritando por la calle: ¡corre, que es conferencia!
No tardaron mucho en construir una caseta de ladrillo visto, cerca del parque, allí se instaló la primera central automática, las señoritas de los auriculares se quedaron sin trabajo, los números de teléfono pasaron de dos a seis dígitos y ya podías llamar a casi cualquier parte de España, sin necesidad de pedir hora ni salir corriendo de casa. Incluso llegó el UHF y aprendimos a cambiar de canal. Nuestro mundo, con un retraso de décadas, se ensanchaba.
La gran revolución de la segunda mitad del siglo XX alcanzaba aquel rincón de Extremadura y lo hacía para quedarse. Más canales de televisión, mas líneas de teléfono, satélites, ordenadores, Internet, telefonía inalámbrica, redes sociales, teléfonos tontos y teléfonos inteligentes, la comunicación global, la era de byte y del yottabyte, pasando por los kilo, mega, giga, etc. Ingentes cantidades de información, almacenada, procesada y transmitida de un extremo a otro del planeta, estableciéndose como herramienta de trabajo fundamental en la tarea de comprender, trasformar o interactuar con el mundo y con los demás. Hasta la ONU considera el acceso a Internet como un derecho básico y se redoblan los esfuerzos por incorporar a los sectores de población más desfavorecidos, de momento, con resultados similares a ese otro derecho, mucho más fundamental, que es el comer.
Es probable que los que hemos vivido en medio del proceso, no alcancemos a vislumbrar la profundidad del cambio, quién sabe si por este camino, terminará por resultar repelente el contacto directo entre seres humanos, como ocurría en las colonias Asimovianas de BÓVEDAS DE ACERO. Dejémoslo ahí. La autora de la pregunta no se imaginaba un mundo sin móviles y yo a su edad no imaginaba este futuro cuando comencé a viciarme con la ciencia-ficción. Primero con los bolsilibros
, ya en declive y después, con los americanos de la llamada Edad de Oro y los mundos que esas historias me indujeron a soñar, eran otros. Pasando de lado por los debates sobre la capacidad —incluso obligatoriedad— profética del género, y las vertientes sucias o pesimistas, eran otras las ciencias y las técnicas que debían transformar el siglo XXI, y no es que se hayan quedado quietas, es posible que a la vuelta de unos lustros, el ser humano llegue a vivir doscientos años, pleno de salud, con órganos de reemplazo a la carta y terapias genéticas individualizadas, hace tiempo que lo vienen anunciando. Puede también, que el grafeno termine sirviendo de algo, que los androides se encarguen de todo el trabajo, que el hambre desaparezca y reinen la armonía y la abundancia. De momento seguiremos esperando esas revoluciones, y sobre todo, para mí, que viví con ojos infantiles la llegada del hombre a la Luna, el siglo XXI, no era el siglo de los móviles y las tabletas, era el siglo de colonias orbitales, planetas terraformados
y naves cruzando de un punto a otro el sistema solar, era el siglo del espacio y mientras sigamos aquí, varados en la vieja Tierra, el futuro no habrá terminado de cumplir todas sus promesas
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