Antes de empezar a contarles mi nueva aventura cotidiana y chorras, les tengo que reconocer algo importante. A fecha de hoy, aún no me he leído EL HOMBRE EN EL CASTILLO, de Philip K. Dick.
Por favor, dejen de tirarme piedras, latas, botellas y otros objetos contundentes. Ya sé que es un clásico imprescindible.
Cuando hayan dejado de agredirme verbalmente, no contentos con la violencia física, con insultos de tipo: ignorante, ya sabía yo que eras un cateto, no tienes ni guarra de ciencia-ficción, mejor sigue viendo los culebrones, que son lo tuyo, eso te pasa porque tampoco te has leído EL CÓDIGO DA VINCI, etc., etc
., les contaré que simplemente, no he tenido ocasión.
Pues bueno. El caso es que el sábado del fin de semana pasado, me levanto de buen humor, veo que hace una temperatura agradable en la capital del reyno y decido que hoy es el día. Sí amigos, hoy voy a comprarme EL HOMBRE EN EL CASTILLO, de P. K. Dick ¿Estarán ya contentos, no?
Me arrojo a la calle pues con crecientes buenas vibraciones.
Justo al llegar a la boca de metro más cercana a mi casa el cielo se nubla de repente, por la espalda y a traición.
Justo después de salir del metro, están cayendo chuzos de punta.
A mitad de camino al punto de venta, comienza a granizar a lo bestia.
Y justo cuando entro en el establecimiento, corriendo y empapado hasta los huesos, va y para de llover. Así es a veces la vida.
Comprendo que mi pinta de perro calado y chorreante al entrar al E. C. I. (siglas fácilmente reconocibles, si se esfuerzan un poco) no es la mejor de las presentaciones para las vivarachas dependientas de mediana edad que laboran en dicho gran almacén. Pero la cuestión es que todas me miran con bastante desagrado, aunque pronto dejan de prestarme atención para volver a una interesantísima a la vez que intelectual conversación sobre lo tremendamente guapo pero igualmente cabrón que es el nuevo jefe de planta.
Por mi parte, intento desesperadamente la auto búsqueda del producto, pero ante miles y miles de baldas repletas de títulos y editoriales de todos los tamaños y colores, reconozco que soy incapaz de encontrar el libro.
Después de media hora de hacer el paripé haciendo que busco para que no me tomen por idiota, tomo la decisión que nunca debe tomarse. Voy y me dirijo al grupo de dependientas para preguntar por la ubicación de mi deseado relato.
—Disculpen, ¿podrían ayudarme? —digo yo, con la mejor de mis sonrisas.
El grupo, antes compacto y atento a una conversación trascendental, se disuelve cual manifestación anti globalización sin botellón. Solo queda una de las dependientas. Entiendo que por la cara de cabreo que me pone, no debo de parecerme en nada al jefe de planta.
—Estoy buscando un libro: EL HOMBRE EN EL CASTILLO, de...
—¿EL ENJAMBRE Y EL PALILLO? (sic) no me suena. Busco en el ordenador.
—No, no. EL HOMBRE EN EL CASTILLO. E-ELE HACHE-O-EME...
—Oiga, que no soy tonta. A ver, no. ESTÁ AGOTADO.
Agotado. Acabado. Consumido. Extraído. Sin existencias. También dícese del que está terriblemente cansado.
¿Acaso creen que aquella palabra me sembró de desaliento y me hizo abandonar mi noble empresa compradora? ¿Acaso creen que me fui derrotado y me retiré a mis aposentos por la frase pronunciada por una presunta especialista en literatura de ficción? ¿Acaso no doy la talla, pinta, alzada o facha requerida para ser jefe de planta del E. C. I.?
Pues no queridos amigos. Inasequible al desaliento salí del mencionado gran almacén con la cabeza muy alta (pero todavía muy mojada por el pretérito chaparrón) para dirigirme, raudo y veloz, a la C. D. L. (también deducible por las siglas) que se encontraba a pocas manzanas de distancia.
Me había provisto antes de salir de mi morada de un arma secreta, que sin duda daría solución a mi ansia lectora de Dick. Una página impresa (que no imprimida) de la página web de dicha C. D. L., en donde aparecía clara y nítidamente carátula, título, autor, editorial, ISBN y PVP (precio venta al público)
Entré en el citado segundo establecimiento triunfalmente, con aires de grandeza y enarbolando mi papel impreso, que deposité directa y estruendosamente en el mostrador de caja (de la planta baja) frente al empleado en cuestión.
Este me sonrió educadamente, miró mi papel (que por cierto estaba ya bastante arrugado y cochambroso) y después me miró a mi, con esa cara que suelen poner los entendidos, una mezcla entre compasión y sarcasmo y me dijo:
—Sí, EL HOMBRE EN EL CASTILLO, de Philip K. Dick. Un clásico. A ver cuando actualizamos nuestra página web porque: ESTÁ DESCATALOGADO.
Descatalogado. Despojado. Separado. Suprimido. Tomado. Quitado del catálogo del que formaba parte.
Aseguro que lo peor de estas situaciones es la cara de tonto que se le queda a uno ante tamañas respuestas. Así que, una vez más en el mismo día, salí cabizbajo de la C. D. L. con el papel impreso en una mano y la cara de gilipollas sin libro antes mencionada.
Nada más pisar la calle, comenzó a diluviar de nuevo. Mientras volvía a calar sobre lo ya calado, el agua de lluvia, en modo grandes goterones, empezó a estamparse contra mi papel impreso y a correr la tinta del mismo.
Mientras observaba como se iban diluyendo las letras y los dibujos, hice un paralelismo mental sobre como la vida, a veces, hace también que se diluyan las pequeñas y cotidianas esperanzas del ser humano.
Si he de definirme de alguna manera, me defino como lector. No puedo definirme como guapo, ni alto, ni multimillonario, ni político, ni artista y ni muchas otras cosas. Así que cada mañana, mientras me dirijo a mi trabajo, me armo con un libro que esté bien visible y con ello le digo a la gente que me rodea: no soy mejor que nadie, pero leo. Me gusta leer y me gusta que cualquiera sepa que leo. Eso no me hace distinto a los demás, pero sí define una parte fundamental de mi manera de ser.
Acto seguido y como colofón, comencé a preguntarme las grandes cuestiones de la humanidad.
¿Cómo es posible que un lector como yo no pueda comprarse un libro? ¿Cómo es posible que una edición del año 2002 en una editorial bastante conocida no la tengan en dos grandes almacenes? ¿Cómo es posible que en uno de ellos no sepan de lo que les estoy hablando sin consultar el ordenador? ¿Cómo es posible que en el otro aparezca el libro en su página web como disponible?
¿Cómo es posible que la televisión pública de mi país no retransmita el mundial de fútbol?
A esas alturas de mis descerebrados pensamientos el papel había adquirido la textura de una plasta informe y mi mano había absorbido la mayoría de la tinta derramada, adquiriendo un color verdoso-azabache.
Decidí pues arrojar la masa papelera a una susodicha y encaminarme hacia mi inesperada derrota lectora.
Pero entonces, ah amigos, entonces se hizo un hueco entre los densos nubarrones madrileños que dejaron escapar un haz de luz solar. ¡Y ese rayo me iluminó directamente a mí! Como dicen los elegidos, se me envió una señal. Aquello no podía quedar así, yo debía de poseer EL HOMBRE EN EL CASTILLO, de P. K. Dick. Y debía de tenerlo en ese mismo día. Y sabía donde podría encontrarlo. El que casi inmediatamente se cerrara el claro y recomenzara a llover violentamente, mojándome todavía más, es accesorio y carece de importancia.
Ni corto ni perezoso recorrí media ciudad buscando el establecimiento comercial que satisficiera mis deseos de ucronía. No puedo ponerles unas siglas identificadoras porque no las tienen. Dejémoslo pues en librería especializada.
Nada más entrar en el pequeño local, el señor librero me recibió ofertándome asiento en una desvencijada silla, además de prestarme una toalla, ajada pero limpia, con la que secar mi cabeza.
Recompuesto en parte de mis mundanas frustraciones le conté mis andanzas y le imploré que me vendiera de una vez EL HOMBRE EN EL CASTILLO, de P. K. Dick.
—Pues va a ser que no —me dijo el señor librero.
Entonces mis ojos se humedecieron en un acto de congoja suprema. Si aquí ya no lo tenían, es que entonces estaba perdido. No quedaba sino abalanzarse directamente sobre la desesperación, la humillación y la derrota y echarme a llorar compulsivamente.
El señor librero, apiadado de mi lamentable estado, comenzó a hacer llamadas telefónicas aquí y allí.
Mientras tanto, intentaba amenizarme la velada con una historia digna de novela actualmente de moda sobre conjuras, abducciones y códigos secretos.
Por lo visto, existe una confabulación en el mundo del libro. Entre las Editoriales y las Librerías, existen unos oscuros entes llamados Distribuidores. Se dice, se comenta, que dichos entes secuestran libros, los torturan e incluso llegan a destruirlos. Además, mientras en países como Alemania, solo hay 4 o 5 de estos entes, en este país hay la friolera de unos 8.554 (nadie conoce su número exacto) La cuestión es que nadie sabe a donde van a parar esos libros, probablemente, el que yo buscaba se encontraría, junto a muchos de sus hermanos, en un oscuro almacén, esperando con angustia la ejecución inminente.
Y después de varias llamadas infructuosas, uno de esos entes distribuidores le dijo a mi librero, que el libro EL HOMBRE EN EL CASTILLO, de P. K. Dick ESTÁ EN REIMPRESIÓN.
Reimpresión, estampación, impregnación, impronta, marcación, acción y efecto de volver a imprimir, o repetir la impresión de una obra o escrito
.
Sinceramente, hay que joderse, pero a fecha de hoy sigo sin leer el dichoso libro. Y que conste en acta que lo he intentado. Para prueba, este botón.

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Publicado originalmente el 28 de mayo de 2006 en www.ciencia-ficcion.com