Para Xavier Renedo, maestro y amigo.
Del polaco Stanislav Lem se ha dicho que si su nombre jamás ha sido propuesto para el premio Nobel, ha sido precisamente porque alguien dijo a los jueces que escribía ciencia-ficción. Paradójicamente, el stablishment (sobretodo norteamericano) de la ciencia-ficción jamás ha apreciado excesivamente su contribución al género, tal vez influidos por las acusaciones de comunista que le lanzó, en plena Guerra Fría, Philip K. Dick (el autor de éxitos tan sonados como ¿SUEÑAN LOS ANDROIDES CON OVEJAS ELÉCTRICAS?) Es innegable, pero, que Lem, autor de docenas de relatos y novelas de ciencia-ficción traducidos a innumerables lenguas, es uno de los nombres que más ha aportado a este género. Sin duda su originalidad (fundamentada por encima de todo en su peculiar sentido del humor) ha sido, a la vez que su principal seña de identidad, uno de sus peores enemigos y aquello que muchas veces lo ha postergado a la marginalidad. Las dos adaptaciones cinematográficas que se han hecho hasta ahora de su obra maestra, SOLARIS (la del ruso Andrei Tarkovski primero y, después, la menos apreciable de Steven Soderbergh) seguro que han contribuido a paliar este escalofriante desconocimiento general.
SOLARIS nos narra la historia de un planeta que es a la vez la primera muestra de vida extraterrestre y el misterio más grande que ha tenido que afrontar jamás la humanidad. La acción se sitúa en un futuro lejano donde los hombres, después de haber conseguido aquello que habían anhelado durante tanto tiempo (el primer contacto con una forma de vida inteligente) parecen haber abandonado su entusiasmo inicial, ya que lo encontrado no responde a sus expectativas: después de muchas controversias los científicos han admitido la existencia de vida en Solaris, aunque estaría limitada a un único habitante, que es el propio planeta, o mejor dicho, la masa oceánica que lo recubre. Cualquier intento de comunicación, empero, ha fracasado, porque hasta ahora toda aproximación al misterio de Solaris se ha hecho desde una óptica humana, antropomórfica, del todo inadecuada al reto que representa aquella forma de vida que nada tiene que ver con los hombres o con la Tierra. Allá donde no hay hombres, no hay motivos humanos, apunta el doctor Gibarian, insinuando el error de base que ha cometido la ciencia. Y prosigue: Si deseamos continuar investigando, tendremos que destruir nuestros propios pensamientos, los prejuicios científicos, todo aquello en qué la humanidad ha creído siempre.
Esta es la premisa a partir de la cual se teje todo el argumento de la novela: Gibarian, Snaut y Sartorius, tres eminentes científicos confinados en la estación espacial que orbita Solaris con la misión de estudiar el planeta, ocasionan, con una arriesgada descarga de rayos X, una respuesta que no esperaban. La muerte de Gibarian en extrañas circunstancias (aparentemente un suicidio, fruto de un ataque de demencia) es lo que lleva al psicólogo Cris Kelvin, el protagonista de la novela, hasta la estación espacial. Allá constatará que las mismas alucinaciones que llevaron a Gibarian a suicidarse afectan también a los demás y, poco después, él mismo caerá víctima de estas extrañas visiones: su mujer, Harey, muerta tiempo atrás al suicidarse por despecho, se le aparece como un fantasma. No se trata, no obstante, de ninguna alucinación convencional, sino que estos visitantes de ultratumba tienen auténtica consistencia física e interactúan con los vivos como si desconocieran su naturaleza fantasmal, como si no se supiesen muertos de hacía tiempo.
El doctor Sartorius constata que las apariciones siempre tienen lugar a la misma hora: Llegan siempre cuando uno se despierta. Es como si el océano que cubre el planeta, aquella entidad de plasma viviente, se interesase por las horas de sueño de los habitantes de la estación y extrajera de su mente, como de un libro abierto, formas y modelos. Los pensamientos más íntimos y secretos de los tres protagonistas, aquellos que más los atormentan, serán, pues, leídos y materializados por el planeta, convirtiéndose en la causa de las visiones. El planeta, en su afán de comunicarse, no tiene en cuenta las implicaciones emocionales, psicológicas, que el método que usa conlleva para los humanos. Ahora sí, más que nunca, se hará necesario destruir los pensamientos para discernir qué es real y qué no.
¿Quién no ha tenido nunca un sueño estando despierto? se pregunta Snaut. Sueño y vigilia, realidad y ficción, se entremezclan y se confunden en la novela de Lem como en los mejores cuentos de Borges (Ursula K. Le Guin ya ha señalado las semejanzas entre ambos). En despertar, pienso que acabo de abandonar el mundo de la vigilia, y todo lo que veo me parece entonces difuso e irreal
explica lacónicamente Cris Kelvin, para el cual la única cosa importante, real, es haber recuperado a su esposa. A Kelvin les pasa como al protagonista de aquel poema de Ausiàs March que se recrea locamente en el deleite de un sueño: Gustara a Dios
—nos dice el poeta de Valencia, pero bien podría decirlo nuestro protagonista— que mi pensamiento estuviera muerto y me pasara la vida durmiendo
.
