Hubo una época en la que el efecto maravilla todavía no se había visto sobrepasado por la realidad. Una época en la que cualquier aventura levantaba dentro de nosotros una pasión y un ansia por conocer, por desear estar allí y vivir lo mismo que el personaje.
Hubo una época en la que cuando uno leía una nueva novela de ciencia-ficción se maravillaba con lo allí descrito, se ponía a dar saltos de alegría por el futuro que nos podía esperar, a veces ignorando las vicisitudes de los protagonistas y centrándose en la sociedad descrita y, sobre todo, en los avances científicos.
Hablo de los setenta y de los ochenta, cuando la ciencia-ficción dejó de ser Buck Rogers y pasó a tener más de base científica y formar argumentos más coherentes y razonables. Antes podíamos leer casi cualquier cosa relacionada con el futuro, pero a partir de cierto momento, la ciencia-ficción debía estar más o menos fundamentada, ser seria y consistente con al menos el propio universo descrito. Es decir, que aquello de sacarse de la manga un desintegrador de planetas ya no era aceptable.
Era una época en la que todavía no existía tanto interés en investir a los personajes de humanidad y en mostrarnos sus conflictos internos, y sí en describir ese maravilloso porvenir que estaba a punto de llegar.
No importa si la acción ocurría en un futuro cercano o lejano. Lo que interesaba era el hecho de que éramos los mejores, habíamos conquistado no el mundo, sino el universo entero, y a cada paso que dábamos nos íbamos encontrando con más y más maravillas dispersas por él.
Y con cada nuevo libro, con cada nuevo autor, asistíamos a la fascinación del conocimiento, a la de los inventos miríficos de verdad, y al afán de conquista y superación, tanto personal como de nuestra propia especie.
Sin embargo, eso ya se ha acabado. No porque haya llegado y lo tengamos aquí (es un decir, luego vuelvo a esto), sino porque ya ha sido explotado hasta la saciedad. Esos viajes épicos, con imperios que abarcan toda la Galaxia, agujeros de gusano, hiperespacio, viaje más rápido que la luz, la otra vuelta de tuerca final... Todo eso ya ha sido contado tantas y tantas veces que ya no nos maravilla, sino que termina siendo algo normal y corriente como mero trasfondo de las novelas y los cuentos del género.
Además, todas esas teorías más o menos esotéricas de las que hablaban los escritores de ciencia-ficción están ahora, con todo su aparato matemático y su formalidad lógica, dentro de la ciencia más normal. Hoy en día las revistas científicas hablan del multiverso, del universo holográfico, de materia y energías oscuras como de algo cotidiano y que, si todavía no tenemos al alcance de la mano, simplemente es una cuestión de tiempo llegar a ello.
Por lo tanto, una vez que se acabaron esos argumentos, o más bien que esto argumentos épicos entraron dentro de lo normal, se impuso otra ciencia-ficción, más centrada en los aspectos personales y vivencias de las personas como tema central, dejando como algo obvio lo que antes formaba el nudo de la trama.
Podríamos decir que nos hemos acercado a la literatura mainstream, a la literatura centrada en las personas y lo que a ellas les ocurre en oposición a la evasión y a la explicación científica. Es decir, ahora las naves espaciales, los agujeros de gusano y los ordenadores inteligentes son un medio, no un fin.
Pero no todo acaba ahí. Tenemos otro problema mucho mayor con la ciencia-ficción actual, o más bien con la realidad. Leía en un editorial de la revista Analog SFF que nadie jamás, en ninguna narración del género, había predicho el teléfono móvil. Tras pensarlo un poco, me di cuenta de que es completamente cierto.
No ha sido predicho, pero mucha funcionalidad que ahora tienen sí que ha sido descrita con anterioridad. En muchas novelas los libros ya no son de papel, sino que se leen en formato electrónico. Tampoco conducimos los coches, sino que son ellos los que nos llevan y nos indican el camino. Pasamos por los peajes sin detenernos, con nuestra tarjeta chip del mismo, y el sistema reconoce la matrícula de forma automática. Lo mismo con los radares fijos y los puntos de control.
Hace unos días, los iraníes capturaron un avión espía sin piloto. La combinación de satélite de posicionamiento más un avión radar en la estratosfera y un caza con bombas inteligentes es capaz de destruir una casa dentro de una ciudad sin apenas daños colaterales. Los tanques ahora disparan munición que busca el objetivo. Los displays integrados en los cascos identifican de forma automática a amigos y enemigos, y también lo hacen robots que patrullan de forma automática los perímetros protegidos, identificando a un atacante de un paseante.
El Taipei 101 es un edificio inteligente que se dobla y equilibra automáticamente para contrarrestar la fuerza del viento y el bamboleo causado por la flexibilidad de los materiales con los que está construido. Ahora se explota el petróleo del mar en plataformas que flotan y perforan al vuelo.
Podría seguir describiendo cosas que ahora están aquí, que han venido sin darnos cuenta y que, si se lo contáramos a nuestros abuelos, nos dirían que dejáramos tranquilo el tintorro, y que eso eran cosas de ciencia-ficción.
Y sin embargo están aquí para quedarse. En este momento estamos ante un paso más. Google (y otras empresas) tiene coches que conducen solos, en Japón han puesto (o van a poner) robots que irán por la calle ayudando a la gente.
Si apuntas el móvil a un cartel en un idioma que no conoces, éste te lo traduce automáticamente, y tu ves en la pantalla del mismo el cartel como si estuviera en tu propio idioma. Estamos a un paso de ir caminando por la calle y que nuestro teléfono nos indique los comercios que hay al lado (realmente ya es así, pero sólo en grandes ciudades).
Tenemos televisiones y consolas de juego en 3D, podemos hacerle una pregunta a nuestro móvil y él nos responde con la información más adecuada. Podemos dictarle a una consola de videojuegos, ella ve nuestros movimientos e integra nuestro cuerpo dentro de la pantalla, o nos permite esquiar casi como si lo estuviéramos haciendo en realidad.
Los ordenadores cada vez pesan menos, son más rápidos y estamos a un salto de la computación cuántica. Nos ponemos prótesis conectadas a nuestro sistema nervioso. Podemos controlar acciones básicas con el pensamiento.
Hemos descodificado nuestro genoma, estamos a las puertas de encontrar soluciones definitivas a las peores enfermedades que nos han aquejado. Comemos alimentos transgénicos.
En resumen: la ciencia-ficción más dura, la más técnica, ya está aquí. La hemos alcanzado y a veces sobrepasado. ¿Qué puede haber más allá? ¿El post-hombre descrito en obras como LIMBO? Puede que sí, puede que no. De momento parece ser que nuestro cerebro es el tope de la gama. Es decir, es la estructura biológica más compleja que la naturaleza ha podido crear y que no puede aumentar porque se ha llegado a los límites físicos, de consumo de energía y generación de calor...
Simplemente no hay más. Ya sé que no soy Lord Kelvin y el enésimo punto decimal, pero lo cierto es que nadie hasta ahora ha escrito ninguna novela de ciencia-ficción que aporte nada nuevo ni original en cuanto a evolución científica o técnica.
Todas las novelas son variaciones sobre un mismo tema, o casi. Obras como EL BESO DE MILENA, LA CHICA MECÁNICA, LÁGRIMAS EN LA LLUVIA o las de Peter F. Hamilton no aportan nada nuevo. Son obras muy bonitas, entretenidas, con mucha fuerza pero, a fin de cuentas, sin originalidad argumental. Son más de lo mismo, no hay efecto maravilla extrínseco, sino que todo ocurre dentro de las mismas, de forma endógena, si se me permite la expresión.
Tenemos otra ciencia-ficción, claro. La pesimista. La que nos narra los desastres naturales, la decadencia de la humanidad, el caos climático. Pero es que esa también está aquí, y a poco que no nos espabilemos, vamos a vernos inmersos en ella de golpe y porrazo, y muy posiblemente sin salida alternativa.
Todavía tenemos una tercera variedad, y por desgracia esta también está aquí, con toda su aterradora realidad. Hablo del control de masas, de la censura, del Gran Hermano que vigila todo lo que haces. Leyes como la Sinde, SOPA, y similares están aquí para configurarnos un negro futuro, infinitamente más oscuro que el de 1984 o FAHRENHEIT 451 porque en contra de esos libros, éste es real. Estamos a un paso de padecer una de las dictaduras más férreas y más terribles que la humanidad haya podido sufrir en toda su historia. Una dictadura de la que nos será imposible salir y que ni las más pesimistas obras de ciencia-ficción han sabido describir.
¿Dónde queda, por tanto, el género de ciencia-ficción? Desde luego no en esas novelas actuales post-góticas, sin sentido alguno y casi diría que cubistas.
