E.T.A. Hoffman (la tercera inicial es A, en homenaje a Mozart, en vez de la W de su verdadero apellido, Wilhelm), músico, pintor y escritor romántico de fabulosa imaginación, se le puede considerar uno de los precursores más primerizos de la literatura fantástica. Obsesionado por temas como la locura, el somnambulismo, la telequinesia, los sueños, la premonición o la telepatía, sus relatos se encuentran, en palabras de Eugenio Trías, a medio camino entre aquello de bello y aquello de siniestro que contiene la propia naturaleza humana. A Hoffman le gusta, podríamos decir, aquello que desagrada, aquello que incomoda al resto. Él, al igual que su compatriota Schiller, encontró un sentido más profundo en los cuentos de hadas que le relataban durante su infancia que no en las verdades que la vida le mostraba.
De ahí seguramente el profundo interés que le despertaron los autómatas que tuvo ocasión de ver a lo largo de su juventud en ferias y circos de Alemania. Seres mecánicos animados prodigiosamente y capaces de llevar a término sencillas labores como servir el té o tocar una breve melodía con el violín, pero que le causaban un profundo malestar. Los artificios mecánicos resultan siniestros en su imitación de los movimientos de los seres humanos; tal vez hemos de ver precisamente en ésto, en la estrecha relación entre ambos (el original y su copia), la fuente de todo el terror que inspiraban a Hoffman aquellos engendros mecánicos. Sencillamente, el atávico terror de los hombres ante aquellas criaturas que tal vez, en su furo interno, resultan incluso más humanas que nosotros mismos (como el FRANKENSTEIN de Mary Shelley o el GOLEM de Gustav Meyrink). Sólo el diablo sería capaz de decir alguna cosa sobre aquel maravilloso mecanismo dice Hoffman en su cuento LOS AUTÓMATAS, conectando con lo que decía San Tomás, que creía que los androides eran criaturas demoníacas y que, en consecuencia, tenían que ser destruidas.
En LOS AUTÓMATAS, una autómata que toca el piano (como la bella Rachel de BLADE RUNNER) se convierte en la excusa perfecta para reflexionar alrededor de la relación que hay entre naturaleza y artificio. Dirá uno de los protagonistas: A mi me resultan sumamente desagradables todas estas figuras que no tienen aspecto humano, a pesar de que, no obstante este hecho, imitan a los hombres y tienen la apariencia de un muerto viviente... Se les debería increpar con las palabras de Macbeth: ¿Qué miras con esos ojos que no ven?
Éste es el talón de Aquiles de los autómatas: la mirada. Sus ojos no son ojos humanos, porque los ojos son el espejo del alma y los autómatas, evidentemente, no tienen alma.
Éste será el argumento de otro cuento de Hoffman, EL HOMBRE DE ARENA (1817), donde un estudiante, Nataniel, se enamora perdidamente de la bella Olimpia hasta que se da cuenta, al asistir a la discusión entre el profesor Spalanzani y el óptico Giuseppe Coppola (que despedazan a su criatura mecánica ante la mirada atónita del joven enamorado), que su amada no es sino un engendro mecánico. Enloquecido, el estudiante se quitará la vida mientras grita a viva voz, ante los ojos sangrientos de Olimpia: ¡Bellos ojos! ¡bellos ojos
! Esos ojos han convencido a Nataniel que Olimpia es un autómata igual como pasa con los replicantes de BLADE RUNNER, cuyos ojos tienen la particularidad de brillar. No en vano la máquina Voight-Kampff es capaz de decidir quien es y quien no es humano únicamente a partir de un examen de la vista. Triste vida la de aquellos que ven con unos ojos prestados... Leemos que decía el poeta catalán Miquel Martí Pol: Salvadme los ojos cuando ya no me quede nada. Viviré, aún muerto, sólo en la mirada. A los androides, a los pobres androides, ni este consuelo les queda.
