Estoy seguro de que a todo aficionado al género que se precie esta fecha le traerá a la memoria lluvia, pirámides oscuras salpicadas de luces, llamaradas en la noche, paraguas de colores, anuncios de neón, coches volando, húmedos y vacíos edificios de altos techos, lentas aspas de anacrónicos ventiladores cortando el humo, hombres tristes, violentos replicantes asustados y lágrimas en la lluvia.
Supongo que no es necesario añadir más, han pasado treinta y siete años y Los Ángeles en noviembre de 2019, no se parece mucho al universo que Ridley Scott nos regalo envuelto los acordes electrónicas de Vangelis. Los automóviles no vuelan por las calles de las ciudades, los superhumanos sintéticos con fecha de caducidad parece que se anuncian, pero a la vuelta de varias esquinas y en la única colonia espacial disponible no caben más que unos pocos astronautas. No pasa nada, ya le ocurrió a la odisea de 2001 y a tantas otras, el de profeta no es el oficio principal de la ciencia-ficción y esta historia tampoco pretendía ejercerlo, su mensaje era otro, su mensaje era... Puff. Qué sabe nadie. La intrahistoria del asunto es de sobra conocida:el rodaje, la producción, la postproducción, la primera exhibición, la otra postproducción, la voz en off, las múltiples versiones, la obra de culto y lo que vino después, sin olvidarnos por supuesto, del unicornio de papel de plata y la frase improvisada que quedó para la posteridad. En resumen, un batiburrillo de sucesos, que dejó como resultado una acción que avanza a saltos y salpicada de incongruencias.
Dejando al margen alguna tontería dicha en off
al comienzo de todo, lo primero que llama la atención es la necesidad del famoso test en un mundo donde la ingeniería genética permite grabar números de serie en las células de una escama de serpiente y descubrirlo en unos pocos minutos con un microscopio electrónico de mercadillo. No se queda atrás la facilidad y rapidez con que un sin papeles puede colocarse de ingeniero en la compañía que le fabricó, una compañía que, por otro lado, despunta muchísimo en biotecnología y fracasa estrepitosamente en seguridad, permitiendo al infiltrado colar una pistolita, cargarse —o no, según versiones— a un tipo, derribar un tabique y largarse tan fresco y todo ello sin que quede muy claro por qué demonios tenían que ir a buscarle con subterfugios cuando los malos estaban ya fichados y bien fichados en la base de datos de la policía.
Con estos mimbres arranca una trama por donde deambula el protagonista, detective de corte clásico donde los haya, deprimido alcohólico, solitario y fiel a una cierta ética, que se vende por una copa gratis y sólo descubre a la señorita Salomé porque la chica a la que quiere ligarse le da calabazas. Un policía con un magia especial y una máquina de matar según su jefe, otro personaje de lo más arquetípico, que vencerá a la postre gracias a la inteligencia sin par del antagonista, una luz brillante que dura la mitad de tiempo y al que no se le ocurre otra cosa que, tras dejar un rastro de cadáveres, buscar refugio en la casa de uno de ellos.
Si a esta mezcla le añadimos una historia de amor si escenas de sexo y alguna que otra frase grandilocuente, tendremos el cóctel completo, un brebaje peculiar que, por homenajear a la fecha antedicha, he vuelto a probar hace poco en la versión que se distribuyó por España allá por 1982 y he de concluir que, a pesar de los años transcurridos, me sigue pareciendo una obra excepcional.

