Si algo no he ocultado nunca ha sido mi poco predicamento hacia la obra de Philip K. Dick. Sus historias no me conmueven y como autor me parece correcto, pero para nada excepcional. Por eso me resulta fascinante el entusiasmo que despierta y, sobre todo, la cantidad de obras de su autoría que se han llevado al cine cuando, sin desmerecer los originales, resulta evidente que hay obras que darían más juego en la gran pantalla, aunque bien mirado, lo bueno que tienen los relatos de Dick es que no necesitan grandes efectos especiales, y los despliegues vistos en sus adaptaciones son pura parafernalia hollywoodiense.
Particularmente, la gente obsesiva me resulta agotadora. Que un autor se centre en sus fijaciones, fobias y experiencias para construir su obra es natural, pero llegado al punto en el que todo es pura paranoia, y la manía persecutoria se ha convertido en una forma de vida se hace necesaria una reconfortante parada y fonda, dejando de lado lecturas que solo producen un continuo déjà vu. Algo parecido pasa con Ballard, otro gran obsesivo que durante los últimos años de su vida escribió una y otra vez la misma novela. Sin embargo, Ballard está muy distanciado de sus personajes, no da la impresión que tuviera algo que ver con los caracteres que retrataba en sus obras de ficción, bien diferenciada de sus libros autobiográficos, mientras que la obra de Dick deriva hacia las puras memorias, en las que el autor acababa confundido con el personaje. Tampoco es extraño, al fin y al cabo, y como ejemplo claro, Bukowski se valió de Hank Chinaski para dar forma a su odio y asco por la vida, pero Chinaski fue madurando junto a Bukowski, de joven violento y airado acabó, tras una mala vida y muchos golpes, convertido en un vejete simpático y de vuelta de todo. Los personajes de Dick, Amacaballo Fat a la cabeza, son pura caída en picado hacia la locura y la alucinación, algo a lo que el propio Dick no era ajeno. Más que evolución, se podría hablar de involución.
Dick no es un escritor que me resulte especialmente evocador. Si dejamos de lado su última y más desquiciada época resultó ser un autor correcto, que aprovechaba sus obsesiones, principalmente lo frágil de la propia identidad y la esquiva naturaleza de la realidad, para construir historias francamente interesantes, pero a la vez faltas de intensidad, no tanto por la carencia de acción sino por la desgana con la que Dick construía esos pasajes. Obviamente no eran de su interés, eso se hace mucho más notorio en las adaptaciones cinematográficas, donde los guionistas siguen el camino inverso, convierten los leitmotiv de Dick en la anécdota que justifica escenas de acción y destrucción a raudales.
Pese a todo, con los años, Dick ha terminado por resultarme un tío simpático. No un autor al que tenga especial querencia, a veces me resulta agradable leerlo y otras insufrible, pero tengo que reconocer que se trató de un profesional de la escritura que se ganó la vida con ella, honestamente. Escribía competentemente y ganaba dinero gracias a ello. Incluso con una vida tan agitada y poco dada a la tranquilidad que el trabajo creativo requiere, fue capaz de seguir haciéndolo. Además, me resulta en cierto modo indignante que sus herederos y la industria del cine hayan amasado una buena cantidad de dinero a su costa. A excepción de algún programa televisivo y, supongo, el adelanto por los derechos de BLADE RUNNER el resto de sus obras adaptadas lo han sido tras su muerte. Algo injusto, sobre todo teniendo en cuenta que detrás de la obra de Dick y de sus circunstancias personales hubo mucho sufrimiento.

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Publicado originalmente el 25 de julio de 2010 en www.ciencia-ficcion.com