No deja de ser curioso: mientras todo el mundo espera con anhelo, casi desesperación, estos pocos días de asueto para lanzarse a rebajar gran parte de la siempre interminable pila
, aquí, el que esto escribe, ni espera ni desespera, simplemente deja de leer hasta que se acaban las vacaciones y vuelve a retomar su actividad laboral, excepto, eso si, el caso de tener algún libro mediado, entonces me busco algún que otro hueco aquí y allá, y lo termino. Pero sólo si el libro lo pide, que alguno ha reposado unas semanas tranquilamente a pocas páginas del final.
La razones son varias: mayormente suelo leer en el transporte público de camino al trabajo o de vuelta a casa. No son las mejores condiciones: aglomeraciones, empujones, sueño, cansancio... pero esto mismo me sirve en la mayor parte de las ocasiones para separar el grano de la paja, el libro excepcional de la obra mediocre y aburrida. Si un libro es capaz de superar la prueba de la barra del metro con soltura (esto es; leer agarrado con una mano a una barra del metro sosteniendo el libro con la otra mientras el tren, el resto de los pasajeros y el maquinista, hacen todo lo posible para impedir toda comodidad) es que ese libro tiene algo
. Si por el contrario, se prefiere asentar los pies en el suelo del vagón, aplicar un par de medidos codazos a izquierda y derecha para hacer hueco y dejar el libro bien guardado para concentrar toda la atención en mantener el equilibrio, es que a ese libro algo le falta, no tiene el atractivo suficiente para obviar todas las incomodidades y merece estar enterrado en el fondo de la mochila mientras la condiciones no sean completamente favorables.
Se argumentará que hay libros delicados y cuasi etéreos, que precisan de un ambiente recoleto e intimista para atacar su lectura sin sobresaltos, paladeando cada palabra y cada concepto con la calma que requieren, y no voy a decir que no, pero soy más de lecturas recias y consistentes, de historias bien contadas, minimalistas en el adorno y plenas de caracteres, sucesos y escenarios, y esas si que aguantan con tenacidad los viajes subterráneos.
Por contra, cuando no tengo obligación de realizar estos viajes, me vuelvo vago y la lectura no me atrae, prefiero el aire libre, la charla de bar y enredarme por internet antes que dedicar unos minutos reposados a la lectura. Quizá porque ya me he acostumbrado a que la lectura se ha convertido en una actividad odiséica y montaraz, que difícilmente relaciono con la inactividad. O por decirlo de otra forma, me da la sensación de que si estoy sentado en un sillón o tumbado en la cama leyendo tan ricamente un libro no estoy haciendo nada, mientras que en el metro, en el tren, me estoy desplazando, estoy yendo a un lugar muy concreto, y la lectura se ha convertido en un complemento a esto.
Cuando me jubile tendré que replantearme todo esto y volver a pensar en la lectura como actividad más bien tranquila y reposada. Aunque teniendo en cuenta lo barato que sale a los jubilados el Abono Transporte en la Comunidad de Madrid, siempre puedo plantearme el ir en tren desde Móstoles hasta Fuenlabrada, vía Atocha, y volver desde allí a Móstoles en el Metro Sur.
Nunca se sabe.

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Publicado originalmente el 5 de agosto de 2007 en www.ciencia-ficcion.com
