
Finalmente todo se ha ido al carajo y de la civilización occidental solo quedan unas cuantas máquinas ruidosas que apenas mantienen la integridad mientras recorren caminos polvorientos a velocidades más propias de artefactos en mejor estado.
Esto es lo que se barruntaba en MAD MAX y eso es lo que nos encontramos en su secuela. Max, ya convertido en un superviviente solitario, se dedica a recorrer a todo trapo una, supongo, Australia más tórrida y reseca todavía de lo que nos imaginamos.
La relativa sorpresa de la primera película, que en su momento supuso una ruptura con la pelis yankis de similar temática, pero incapaces de desprenderse del acento macarra del Bronx (como WILD RIDERS, de Richard Kanter), la convirtió en un clásico que todavía se puede ver sin sonrojo. En ella Max, el duro patrullero, todavía es un agente de la ley, muy cabreado, pero agente de la ley al cabo, que solo desata las furias cuando le tocan en lo personal.
Ahora, en esta segunda parte, todas esas consideraciones se han perdido. Max es un nómada más en busca de una gasolina cada vez más escasa, y bien atento a cazar sin ser cazado. No obstante, le quedan resabios de la academia de policía, y al menos se sostiene en una ética de la que ya carecen el resto de los cazadores, que por pura selección son los más violentos y brutales, tanto, que George Miller se permite el lujo de dar protagonismo a personajes abiertamente homosexuales (recordemos que todavía estábamos en 1981) sin que esa condición suponga un desdoro
en su habitual actividad de pandilleros feroces.
Pero que a Max le queden algunas gotas de ética no significa que sea un héroe redentor. Se mimetiza perfectamente con el paisaje, y todo lo que hace es en beneficio propio. No destruye por destruir ni mata por aburrimiento, pero no moverá un dedo si ve su integridad comprometida o el beneficio esperado no compensa el riesgo invertido. Naturalmente, como es el prota
, hay que hacerle saltar de cuando en cuando por encima de estas consideraciones, pero queda claro que es un cínico ventajista que no tiene intención alguna de hacerse matar. Como curiosidad, Mel Gibson tiene solo dieciséis líneas de diálogo en toda la película. Que conste que no las he contado, lo he leído por ahí.
En comparación con la primera MAD MAX ésta segunda parte gana en todo, excepto, naturalmente, en frescura. George Miller contaba con mucho más presupuesto (de hecho, tenía presupuesto) y Mel Gibson seguía progresando en su formación como actor. Esto hace que la secuela sea incluso mejor que el original. Se pierde la evolución de Max Rockatansky de tipo familiar al cabrón con pintas que se nos muestra, pero sin embargo la espectacularidad de las escenas de acción, recordemos que el CGI todavía es una entelequia futurista, es indudable y más que conseguida. Puede que ahora, más de treinta años después, puedan resultar algo toscas, pero hay que recordar que había gente jugándosela realmente mientras conducían aquellos carricoches desquiciados, y que más de un accidente grave se produjo durante el rodaje.
Max, que hereda la estética de Marlon Brando en SALVAJE, (THE WILD ONE, de László Benedek) se convierte en el icono de la chupa de cuero y las actitudes oscas que se reproducirían una y otra vez, empezando poco tiempo después con TERMINATOR. La película debe mucho a producciones anteriores, no tan esteticistas, pero que ya describen lo que por un lado puede hacer un grupo de descerebrados armados hasta los dientes, y por otro lo que significa ser un solitario rodando por caminos resecos. En el primer tenemos GRUPO SALVAJE, en la que la pandilla comandada por William Holden solo se detiene cuando es exterminada, y por otro al Hombre sin nombre, al que Clint Eastwood dio vida repetidamente con un hieratismo bastante significativo.
Me gusta revisitar los clásicos de cuando en cuando, y desde luego MAD MAX 2 es una de esas películas que siempre se ve con el mismo gusto que la primera vez.
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Publicado originalmente el 20 de agosto de 2017 en www.ciencia-ficcion.com