
Los libros de Ballard son una base excelente para producir películas formidables llenas de individuos torturados y situaciones extremas. Sus obras son muy de personajes, personajes enfrentados a un entorno que les supera, personajes enfrentados a sus propios miedos y, siempre, personajes enfrentados a personajes. Además, Ballard raramente iba más allá de lo que se ha dado en llamar futuro cercano
, de modo que con presupuestos ajustados se puede llegar a estupendos resultados.
Sin embargo, al menos en este caso, el fracaso ha sido, desde mi punto de vista, estrepitoso. Algo que siempre transmite Ballard es la sensación opresiva, agobiante, que acompaña el periplo de sus protagonistas de la primera a la última página, y consigue que sea fácil identificarse con ellos, pero Ben Wheatley y Amy Jump no han sido capaces de transmitir esas sensaciones. En HIGH-RISE no se masca
el ambiente, y el intento de replicar la locura y la obsesión ballardianas se queda en una serie de escenas caleidoscópicas que no transmiten demasiado, aparte de perplejidad y desconcierto, aunque paradójicamente están muy en línea con la decoración setentera que se ha elegido para la película.
Opción que parece lógica, si RASCACIELOS es de 1975 ¿por qué no ambientar su versión cinematográfica en la época? Sin embargo eso no funciona. No estamos hablando de una película que recree hechos históricos, ni narre las vivencias de un personaje muy pegado a su tiempo. Se trata de la desintegración de una comunidad humana que cae, desde una aparente bien estructurada organización, hasta unos niveles de salvajismo casi impensable. Añadir a esto, más de cuarenta años después, un escenario que ya resulta exótico para el espectador, solo consigue desviar la atención de la premisa principal. Por no hablar de a que Ballard no le interesaba especialmente ese aspecto. Excepto en EL IMPERIO DEL SOL, por motivos obvios, todas sus novelas y relatos se desarrollan en un presente distorsionado o un futuro más o menos próximo. En muy pocos casos se preocupa de pintar un escenario que las ubique temporalmente, el lector decidirá, si le apetece, cuando suceden las andanzas de los individuos que las pueblan. De hecho, las obras de Ballard gozan de una agradable atemporalidad.
El desarrollo de la película tampoco es demasiado consistente. Los conflictos entre estratos sociales, que Ballard perfila con precisión, no quedan nada claros en la película, no se perfila con nitidez la élite burocrática y académica que parece vivir en los pisos altos y el nutrido grupo de profesionales que ocupa los más bajos. De hecho, esa élite no da la impresión de vivir en el edificio, parecen meros invitados a las fiestas que se suceden en el ático.
Los motivos de desconfianza y hostilidad se dibujan también de manera bastante insustancial y con desgana. Los problemas con los conductos de la basura, la apropiación de la piscina o los roces en el supermercado no dan la sensación de que puedan generar un conflicto que de lugar a un desenlace tan desenfrenado. Solo el evidente desequilibrio mental de alguno de los inquilinos da pie a que estos conflictos se maximicen, pero ese es un recurso comodón para explicar lo que en realidad debería ser un lento deterioro en las relaciones sociales.
El trabajo actoral tampoco es especialmente destacable. Los actores, o bien navegan por la película con evidentes deseos de que acabe de una vez, o bien maximizan la sobreactuación hasta hacerse verdaderamente cargantes. Vista la unánime deriva de todos ellos, esto es achacable sin duda al trabajo de Ben Wheatley como director. Laing (Tom Hiddleston) llega huyendo de un trauma anterior que le convierte en un autista funcional, pulula por la película casi con indiferencia, como si todo fuera parte de una alucinación. A Royal (Jeremy Irons), el arquitecto, también ajeno a todo, solo le preocupa su edificio, y tampoco demasiado, vista la chapuza constructiva que ha resultado ser. Charlotte (Sienna Miller) pasa de ser la femme fatale que intenta seducir a Laing a un animalillo desvalido casi sin solución de continuidad, ni siquiera se hace creíble que su tempestuosa relación con el poco centrado Wilder (Luke Evans) le haga caer tan rápidamente.
Una buena oportunidad perdida, baste decir que si la psicodelia setentera te resulta odiosa, esta película te dará una buena razón para odiarla más aún, por no hablar de que yerra el tiro al centrarse más en el qué, que en el cómo, de la novela original.
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Publicado originalmente el 2 de abril de 2017 en www.ciencia-ficcion.com