Sitio de Ciencia-Ficción
NO ADMITE VIAJEROS
Javier Antón y Abajo

Tiempo estimado de lectura: 9 min 43 seg

nuttanart, Licencia de contenido de Pixabay

Lector, si llegas al final de estas líneas habrás conocido una historia que, por lo fantástica, asombrosa e increíble, la juzgarás, sin duda, como perteneciente al género de la ciencia-ficción. Una cosa debes saber sin embargo. Los hechos que voy a narrarte no son ficticios, forman parte de un suceso real del cual he sido protagonista. Enjuicia tú mismo la valoración que hayas de dar pero has de saber que, en efecto, como enseñó el poeta inmortal, hay más cosas en el cielo y en la tierra, de las que han sido soñadas en tu filosofía.

Quiero, además, que disculpes mi torpeza. Es el relato de un amateur, mi profesión es el mundo del arte, no el de las letras. De esta manera el texto adolece de todos los defectos de la afición no disciplinada por los sacrificios y el esfuerzo constante que requiere el logro de una forma auténticamente profesional.

No admite viajeros es el título. Si, como yo, eres usuario habitual del transporte público, habrás visto muchas veces en luminosas letras ese mensaje que prolonga nuestra espera y en ocasiones la hace impaciente. En la actualidad estos brillantes letreros se nos hacen, a veces, casi amables y ello es así si lo comparamos con el recuerdo de otros tiempos no tan lejanos en los que era una voz rotunda, imperiosa y nada amable la que nos lo indicaba. Tal vez el tono impertinente e incluso antipático de ese mensaje era para dejar claro de una vez por todas que en el próximo tren no se podía subir. Hace ya algo más de un mes, un viernes a primera hora de la tarde, me disponía, como tantas otras veces, a armarme de paciencia esperando en el andén y contemplando el rótulo que indicaba que el siguiente convoy no iba a ser el mío.

Siempre he sido un ávido lector y esa tarde, como una más de muchas, llevaba un libro muy especial, al que siempre he considerado extraordinario de alguna manera. Era un ejemplar ya muy viejo y desgastado, en lengua inglesa, The Shape of Time: Remarks on the History of Things, en la edición de 1962 publicada por la Yale University Press. Un breve libro de George Kubler, historiador del arte norteamericano. Lo que tenía de especial ese volumen era la forma extraña y misteriosa en la que lo obtuve allá al comienzo de la década de los ochenta, habiéndose convertido, también, en un objeto de especial devoción y, de alguna manera, en el lugar donde descansan los sueños de la juventud y donde se apoya la mística guirnalda de la memoria. El texto, de tan sugerente título, La Configuración del Tiempo, influyó de forma poderosa y decisiva en mi pensamiento. Su autor marcó un hito en el desarrollo de los métodos de la historia del arte al sustituir el concepto estático de estilo por el de sucesión de obras en el tiempo que son versiones tempranas de la misma acción, abriendo el pensamiento hacia la posibilidad de extender el concepto de flecha del tiempo más allá de su sentido lineal hasta convertirse en una línea circular o incluso en una estructura topológica. ¿Podría existir una confluencia eterna de los tiempos? ¿Está ligada la estructura temporal a coherencia interna de acontecimientos? ¿Fluye el tiempo como un río, o es el momento al que llamamos ahora el que pasa del presente al futuro? Temas todos ellos interesantes, especialmente para mí, un entusiasta de la ciencia-ficción, y permíteme lector que escriba esas mágicas palabras con mayúsculas llevado de mi apasionamiento.

Mi voluntad es ahorrar palabras y hojarasca literaria pero es necesario fijar la forma extraña en que adquirí el libro puesto que en ella está la clave de toda la historia que te narro. El volumen en cuestión era viejo y estaba desvencijado por el uso cuando lo obtuve a través de un asombroso intercambio que se produjo hace ya demasiado tiempo, en mi época de estudiante. Viajaba, entonces, también en metro y esa tarde había comprado en una librería de viejo, pues mis limitados recursos de entonces no me permitían demasiados lujos, un ejemplar de El Fin de la Eternidad, de Isaac Asimov. En la primera página había anotado a lápiz la fecha en que lo había adquirido, siguiendo una vieja manía, las 18:30 del 20-4-84. Advertí rápidamente que un pasajero sentado frente a mí me observaba con una mirada fija, extraña, a la vez sorprendido y asustado, personaje misterioso de una personalidad indefinida e indefinible. En un momento, súbitamente, se levantó y se dirigió hacia mí con unas palabras que apenas entendí pues casi las balbuceó. Algo más tranquilo sacó de su bolsillo un viejo libro que me mostró. Estaba escrito en inglés y, a pesar de su aspecto, descuidado y demasiado estropeado por el uso, en la portada podía leerse La Configuración del Tiempo. Por una u otra misteriosa razón ya el título produjo en mí una profunda impresión. Noté una intensidad de ambiente difícilmente explicable y no podía sustraerme a la fuerza hipnótica de la mirada del individuo en la que parecía poseer algo que yo conocía y que tenía algo de cercano. Era una impresión de deja vu, de reconocimiento de una experiencia que se siente como si se hubiera vivido previamente. Tenía frente a mí a alguien a quien, sin duda, conocía o había conocido.

Me propuso un intercambio, mi libro por el suyo. Yo estaba aturdido y él, con palabras entrecortadas llenas de profunda excitación me dijo que no lo dudara, que tomara su libro, que con él mi vida daría un cambio profundo, radical y que así alcanzaría mi verdadera vocación y viviría una vida plena y llena de éxito. Yo me había quedado paralizado por la extraña personalidad de mi interlocutor y por una sensación indefinible de bondad y de cercanía que me mostraba. Por otro lado también me había sobrecogido el ánimo el título de su viejo volumen. Una configuración del tiempo me parecía en ese momento algo grande, solemne y maravilloso. Sin hablar una palabra, mudo por la impresión le cedí mi libro, guardando el suyo en mi chaqueta. En ese momento llegamos a la siguiente estación en la que se apeó rápidamente, mirándome sin parar casi con horror en sus ojos. No pude seguirle con la vista pues el vagón se llenó deprisa y el tren continuó su camino.

Pasaron muchos años desde entonces y ese ejemplar de La Configuración del Tiempo me ha seguido acompañando muchas veces. En efecto hizo que cambiara mi vida. Me orientó hacia el mundo del arte, donde alcancé satisfacciones profundas, algunos éxitos y una vida llena de acción y entusiasmo en la que se mezclaron momentos alegres y brillantes y, también, momentos de inconfundible melancolía. Es curioso cómo un encuentro fortuito puede cambiar la historia personal de un individuo y la profunda influencia que el recuerdo de un misterioso personaje, que la memoria al final llega a convertir casi en un fantasma, puede tener en nuestras vidas. El mundo mental es complejo e imprevisible y, a veces, nos obliga a atravesar circunstancias no menos complejas e ingobernables. Cada uno intenta encontrar su propio camino en esa dicotomía laberíntica del propio ser y de la vida.

Así, hace un mes, como te dije, lector, un viernes por la tarde me encontraba en el andén sumido en mis pensamientos con mi viejo compañero de lectura en el bolsillo, cada día más desvencijado por el uso, esperando la llegada del próximo tren que me admitiera como pasajero. Cuando por fin llegó y pude arrellanarme en un asiento libre saqué mi querido volumen recordando con nostalgia aquél ejemplar de Asimov que intercambié. Me encanta leer en el metro. Ya poca gente lo hace. La mayoría, rectifico, la totalidad de los viajeros que me acompañaban en ese momento llevaban sus cabezas dobladas sobre su móvil o tablet. El mundo digital había vencido al analógico y en ese momento veía con tristeza que el pasajero sentado frente a mí tenía rotulada en su camiseta la palabra metaverso. Pensé con pena y profundo desconsuelo en el futuro que espera a una humanidad sin libros.

Mientras mi mente divagaba por tan apesadumbrados caminos, la megafonía anunció una parada técnica por avería, los usuarios habituales del metro conocerán sobradamente estos pequeños sinsabores del viaje. Encontrándonos en ese momento en mitad del túnel, inmediatamente después del anuncio, se produjo un inmenso estallido seguido de un enceguecedor destello de luz azulada al que siguió otro aún más intenso de fulgor rojizo. El fenómeno, acompañado de un desagradable humo neblinoso, apenas duró unos segundos y fue seguido de la más completa oscuridad. No es posible describir la terrible tenebrosidad que nos envolvía, las tinieblas más profundas que nos rodeaban. No se veía absolutamente nada, se diría que estábamos cegados. Ni siquiera funcionaban los dispositivos móviles. Al alboroto que había provocado el estruendo y los fogonazos luminosos siguió el más absoluto silencio. Era un silencio profundo, frío. Era el silencio que acompaña al miedo. En mitad del túnel sin ver ni oír absolutamente nada llegué a pensar que estaba solo. Era una extraña percepción la que tenía, era la sensación de estar en otro lugar, tal vez incluso fuera de la realidad. No soy excesivamente timorato, pero me embargó una impresión de absoluto, de misterio insondable, de un más allá inescrutable, de que la realidad que creía conocer se disolvía, que todo lo que parecía tener una forma se perdía, que se desdibujaba y desaparecían sus contornos.

Qué curiosa y contradictoria es la mente humana. Con qué facilidad pasa del pesimismo más grande al optimismo injustificado. Al cabo de un rato, cuya duración no podría precisar, con cierta debilidad empezó a iluminarse el tren al que recorrió un leve murmullo de alegría de todos los pasajeros. Una vez que se hizo la más completa luz ese rumor alegre se convirtió en un sonoro entusiasmo a la vez que el convoy iniciaba de nuevo su marcha. Pensé en ese momento que ya tenía la anécdota del día, había alcanzado el instante de pánico al que todos llegamos en alguna circunstancia de la vida.

La vuelta a la normalidad de la marcha me hizo darme cuenta de un detalle que me había pasado desapercibido cuando subí desde el andén. He sido siempre muy despistado y en estos trayectos siempre he ido abstraído por la lectura y por mis propios pensamientos. Me resultaba curioso el hecho de que no hubiera percibido que todo el vagón era extraordinariamente antiguo. Pensé, sin duda, que dado que se estaba conmemorando este año el aniversario de la primera línea del ferrocarril metropolitano, la empresa había decidido poner en servicio algunos coches antiguos, de distintas épocas y a mí me tocaba viajar esta vez en uno que tenía sus venerables cuarenta años o tal vez más.

Lo que más me sorprendió, sin embargo, era que habían desaparecido todos los dispositivos móviles. El abigarrado conjunto de viajeros se distribuía de una forma heterogénea, ya no se notaba la disciplinada uniformidad que hacía depender a todos de la atención a sus smartphones. Había quienes conversaban entre ellos, en algunos casos con tonos más que sonoros. Una gran mayoría, de manera sorprendente, leía libros, periódicos o revistas. Otros simplemente pesaban en sus propios asuntos. Alguno, incluso, dormitaba plácidamente.

Advertí, asimismo, que mi indumentaria difería ligeramente de la de ellos. Parecía que todos los pasajeros se hubieran puesto de acuerdo en lucir una especie de moda retro. Me resultaba asombroso que todos esos pequeños detalles me hubieran pasado inadvertidos cuando accedí al tren. No podía concebir, desde luego, que todo el pasaje fuera una especie de conjunto de figurantes que tomaran parte en las conmemoraciones del citado aniversario.

De pronto, de manera casi inconsciente, solté una carcajada. Mi intuición me decía que lo que contemplaba en ese momento era una farsa de la que yo era un protagonista involuntario. Estaba siendo víctima de alguna especie de reality, lo que no tendría nada de extraño pues eran no solo abundantes y llenos de falsedades, sino que llegaban a veces incluso al absurdo en casi todas las programaciones de la televisión. El despliegue de la industria del entretenimiento ha vuelto borroso el límite entre realidad y ficción. De todas formas me parecía una representación demasiado elaborada para implicar a un personaje tan insignificante y de escasa, por no decir nula, relevancia pública como yo.

Un detalle que descubrí frente a mí me produjo un tremendo sobresalto. Recorrió todo mi pensamiento un sonoro fragor de alerta que me sobrecogió de asombro a la vez que levantó una luz en mi mente. Ante mis ojos, en el asiento que había frente a mí, un hombre de mediana edad y vestido con ropa de cierta elegancia leía un periódico que llevaba una fecha de hacía la friolera de cuarenta años. El ejemplar no parecía antiguo, todo lo contrario, parecía completamente nuevo y recién comprado. Además el diario vespertino en ciernes ya había desaparecido hacía mucho tiempo. Todo eso no podía ser real y me estaba invadiendo una sensación de vértigo insondable. Miraba a todas partes con ansiedad para intentar descubrir algo que me aclarara el sentido de lo que estaba pasando. Era evidente que todo aquello no podía ser una farsa o una representación y si yo no era víctima de una broma cabía entonces la posibilidad de que lo que estaba experimentando fuera real.

En ese mismo momento el convoy estaba entrando en la siguiente estación, la cual, para añadir un elemento de asombro más a los que ya tenía, no pertenecía a la línea en la que había iniciado mi trayecto. Mi perplejidad no tenía límites. El lugar que aparecía ante mis ojos, con su aspecto anticuado y descuidado, así como los pasajeros que esperaban en el andén y el personal del metro, todo ello con una apariencia de otro tiempo, con una presencia propia de hacía casi cuatro décadas, no hizo sino crear en mi mente una confusión próxima al paroxismo. Tenía que ser un sueño, una pesadilla de la que necesitaba despertar. Lo que vivía en ese momento no podía ser real. Sin embargo estaba despierto y mi cabeza conservaba toda su cordura. Todo aquello era auténtico, era cierto, tangible y, desde luego, no era una farsa. Nunca he sido amigo de fantasías y en aquél momento lo fui menos. Comprendí entonces, con la frescura espontánea que tiene una intuición genial y con un horror abismal, que tenía que aceptar un hecho insoslayable. Había viajado en el tiempo, había retrocedido al pasado. ¿Podía ser eso posible? ¿Había desaparecido mi objetividad tras una bruma de incertidumbres? Es cierto que el conocimiento humano es limitado y que hay un abismo de cosas que no sabemos y que no han sido descubiertas, pero pensar que estaba en un tiempo que no era el mío me horrorizaba. Si lo que vivía era real entonces me encontraba náufrago en la más terrible de las soledades. De mi hogar, de mi familia, de mis amigos, de mi mundo, me separaba la más infranqueable de las distancias, el tiempo.

Tras una breve parada el tren continuó su marcha y al llegar a la siguiente estación la sensación de estupor que estaba viviendo se convirtió en espanto al abrirse las puertas del vagón. Todavía hoy tiemblo al recordar a la persona que vi entrar y sentarse frente a mí. Era un muchacho joven, con cara de estudiante, jovial y con una mochila al hombro. Charlaba animadamente con otros dos amigos, tal vez compañeros de estudios. Era alguien al que conocía, al que conocí siempre, pues siempre había estado conmigo. Con terror pánico hube de reconocer que me había encontrado a mí mismo hacía cuarenta años. No pude dejar de mirar al que era yo con pasmo y sobrecogimiento. En su rostro advertí la extrañeza que le causaba mi presencia. Me levanté y quise hablarle, cuando observé el libro que tenía en su mano. Era el lejano ejemplar perdido y añorado de Asimov, El Fin de la Eternidad. Me di cuenta de inmediato de lo que debía hacer, pues me había convertido en el ejecutor de mi propio destino. Destino que era también el de aquél joven que era yo. Le propuse un cambio de libros y le hablé atropelladamente de la importancia que ese cambio tendría en su vida. Cuando vio el volumen que le mostré sus ojos se llenaron de admiración e inteligencia ante el título y se puso a hojear el desbaratado ejemplar a la vez que me dejaba el suyo. Apenas unos segundos después el tren paró en la siguiente estación. Sin saber muy bien lo que hacía, dominado por la ansiedad, salí atropelladamente del vagón lleno de congoja y no sabría con certeza si me oyó decirle que cumpliera su destino. Desde el andén contemplé cómo se adentraba el convoy en el túnel.

De ese modo aquél personaje lejano y misterioso que influyó cambiando mi destino era yo mismo. Había despertado al mundo oculto y poderosísimo del propio ser, subjetivo, secreto y fascinante. Con la mente completamente congestionada por el encuentro noté una terrible sensación de náusea, de pesadez y de mareo. Volví a experimentar en los oídos el formidable estrépito que viví al comienzo de tan extraño viaje. De nuevo esa luz cegadora azul y rojiza apareció ante mis ojos, cada vez más velados. Me invadió una impresión de vértigo en la que todo giraba alrededor de mi cabeza. La visión se me hizo borrosa y perdí el conocimiento.

Cuando lo recuperé, no podría decir al cabo de cuánto tiempo, me encontraba muy tranquilo y con un increíble bienestar. Tumbado en el suelo, estaba siendo asistido por personal del metro así como por un enfermero y un médico de urgencias. Intentaban tranquilizarme diciéndome que no había tenido más que un ligero desvanecimiento. Me informaron que se había producido un pequeño accidente por una explosión eléctrica y que varios pasajeros sufrieron heridas leves. Yo había tenido mucha suerte pues únicamente sufrí un ligero desmayo debido al humo provocado por el estallido. Con una naturalidad que les produjo cierto humor les pregunté dónde estaba, en qué lugar y en qué año me encontraba. No les comenté nada de lo que me había sucedido, pero me alteró algo ver que la estación en la que estaba correspondía a la línea en la que había comenzado mi viaje y que además era moderna, nueva y reluciente. En mi inocencia les comenté lleno de alegría que había vuelto a casa. El doctor, dándose cuenta de mi estado de nerviosismo, intentó tranquilizarme. Mucho más calmado comprendí lo sucedido, todo había sido una pesadilla producto de un síncope. Todo lo vivido había sido sólo un sueño, increíble, fantástico, fascinante. También un sueño verdaderamente hermoso. A partir de ese momento recobré toda mi lucidez y fortaleza física, manifestándoles a todos mi agradecimiento por su ayuda y mi deseo de volver a casa.

No pienses, lector, que este es el final de la historia y que en el fondo no ha tenido nada de asombroso y menos de increíble. Nada tiene de especial el resultado de una ensoñación alucinada, en efecto. Esa noche, amparado por la tranquilidad que da el calor del hogar, sonreía lleno de optimismo al pensar en las malas jugadas que puede dar la mente cuando el cuerpo no se encuentra en su mejor forma física. Muy tranquilo y bastante reconfortado recordaba la extraña aventura que mi pensamiento había vivido y que seguramente recordaría siempre, en la que, aunque fuera únicamente como sueño había estado a merced de riesgos y de sucesos imprevisibles. Sonriendo y con una extraña sensación de suficiencia fui, entonces, a buscar mi viejo compañero de lectura, que hoy había tenido especial protagonismo, mi vetusto ejemplar de La Configuración del Tiempo. Al sacarlo del bolsillo de mi chaqueta, con espanto indecible y en medio de un verdadero alarido de horror comprobé que lo que tenía en mi mano era El Fin de la Eternidad, en el que, en su primera página, había una anotación a lápiz que marcaba una hora y una fecha, las seis y media de la tarde del veinte de abril de mil novecientos ochenta y cuatro.

Juzga el valor que puedas dar a mi relato. Pero te aseguro, lector, si has llegado al final de estas líneas, que el tiempo sí admite viajeros pues yo he sido uno de ellos, que no es únicamente una sucesión de acontecimientos sino que tal vez tenga una realidad independiente. Debes saber que su evolución constituye un bucle misterioso en eterna confluencia y que el futuro no está únicamente constituido por las extensiones desconocidas del pasado sino que también el ayer está hecho de las prolongaciones misteriosas del mañana. Piensa que nuestra existencia actual, a medida que se despliega en el tiempo, se duplica en percepción por un lado y recuerdo por otro y que tal vez la propia realidad sea creada por el tiempo, el lugar y la memoria.

© Javier Antón y Abajo,
(3.501 palabras) Créditos
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