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TODOS LOS CLIMAS POSIBLES
Aldo Brian

Tiempo estimado de lectura: 6 min 15 seg

MagnusWesemann, CC0 Public Domain

Pasó casi una semana desde que la oruga se internó en el desierto. La nieve azotaba con fuerza en la ventanilla. Se revelaba el extenso paisaje plano, con un horizonte que dividía la tierra más blanca y las nubes más grises. A su paso, Fierro pudo ser testigo de las palmeras de dátiles congeladas, muertas en pie, como arbustos secos en la tundra. La grava, la arena y las dunas habían quedado sepultadas por la nieve desde hacía más de diez años, un camino gélido que se abría paso a través de un mundo alterado.

El finlandés llamó a Fierro a base de gritos: había localizado algo en el radar a poco más de tres kilómetros. En la monotonía del desierto congelado, una construcción de ese tamaño se destacaba como algo fuera de lo normal.

Tardaron cinco horas en llegar debido a la leve inclinación del terreno y una tormenta de nieve. El finlandés no se inmutó: trataba aquello como un desafío. La oruga se abrió paso ante lo escarpado del terreno, con los seis faros encendidos y el motor gimiendo. A cien metros una pared azul se elevó en la bruma. Se trataba de un inmenso fuerte, semejante a un castillo nórdico, hecho a base de capas aislantes, con un pequeño lago sumido en hielo y el salvaje viento golpeando sus ventanas sin vidrios. La escarcha invadía los marcos y se colaba en las fisuras de los ladrillos.

Alguien salió por la entrada principal. Una linterna iluminó los copos de nieve que caían con lentitud sobre la superficie de la oruga. Fierro la puerta del aparato y colocó un pie en el soporte. Observó al hombre por largos segundos, indeciso. Notó que iba armado.

—¿Quién es? —preguntó el hombre del fuerte—. ¿Qué desea?

Fierro reconoció la voz en el acto. Se despojó de las gafas polarizadas y dijo.

—Soy yo, Becoup. Antonio Fierro.

—No puede ser —exclamó Becoup—. ¿Cómo demonios diste conmigo?

—Este es un lugar lo suficientemente extremo como para que una alimaña como tú se esconda y no valga la pena ir por él para ahorcarlo. Además, algunas agencias de seguridad nos dieron un informe de que arribaste a Alejandría desde Nápoles. Sólo faltaba barrer la zona y toparme contigo.

—¿Sólo eres tú? —preguntó Becoup a la defensiva—. ¿Alguien más viene contigo?

—Sólo el conductor de la oruga —dijo Fierro.

Becoup no bajó el arma. Llevaba el largo cabello suelto, al viento, y la barba enmarañada cubría sus mejillas descarnadas y enmarcaba unos ojos hundidos. Algunos rizos bailaban sobre sus ojos. No confiaba en nadie, ni siquiera en su mejor amigo. Muchas personas en todo el mundo deseaban ponerle una mano encima a causa de su error de cálculo al frente del Consejo Internacional del Control Climático, que dio luz verde al lanzamiento del proceso de estabilidad atmosférica que se suponía no iba a dañar cultivos ni provocar sequías e inundaciones. Las cifras de Malbec lo habían corroborado por anticipado.

—¿Quieres bajar el arma y charlar un rato? —preguntó Fierro.

—¿Qué me garantiza que no harás algo en contra de mí?

—Tú tienes el arma. Tú decides qué hacer.

Becoup permaneció en silencio durante un largo momento, pensativo.

—Baja de ahí —dijo por fin—. Pero sólo tú. Y no hagas nada estúpido, ¿de acuerdo? He tenido tiempo de sobra para practicar mi puntería. Soy muy bueno.

Fierro asintió y bajó de la oruga. Caminó hacía el fuerte, con las huellas de sus botas marcándose en la nieve. Se miraron por un momento.

—¿Podemos entrar? —preguntó Fierro.

—Por supuesto. Después de ti. Así puedo dispararte por la espalda si te atreves a hacer un movimiento en falso.

—Tú sabes que no soy un hombre de acción, Becoup —replicó Fierro con tranquilidad—. No soy violento.

Becoup ignoró el comentario y dijo.

—Anda. Entra. Y recuerda lo que te dije: soy muy bueno disparando esto.

La habitación era de techo alto, con amplio espacio para albergar todo un regimiento. Las paredes estaban reforzadas con revestimiento de plástico para impedir el paso del frío, y rejillas fotoeléctricas que se alineaban de forma vertical sobre los pilares de concreto.

Los movimientos de Fierro eran suaves, como si se empeñara en telegrafiarlos para Becoup. Sabía que cualquier provocación lo trastornaría y lo harían cometer una imprudencia.

—¿Qué quieres? —preguntó Becoup—. ¿Qué deseas?

—Hablar contigo.

—Te enviaron ellos, eligieron a alguien que trabajaba conmigo para hacerme bajar la guardia.

—No es así —afirmó Fierro—. Vine con mis propios recursos. Quiero que te pongas al frente de esa máquina tuya y repares el daño.

Becoup alzó una ceja y oprimió sus labios.

—No —dijo—. Estás equivocado. Yo no ocasioné nada de esto. Fue el Consejo.

Fierro medía cada palabra para no provocar a Becoup.

—El Consejo, tú, yo, el cambio climático, el destino, Dios... Como sea, el punto es que aún estamos a tiempo de repararlo.

—Eso mismo dijeron los miembros de la Comisión cuando les hice ver el trabajo del Modulador. Era mi sueño y esos malnacidos lo destruyeron.

—También era mi sueño, Becoup. Era el sueño de todos.

Becoup tomó asiento en una silla baja. Su cuerpo largo y bastante delgado se contorneaba a la forma del asiento como si se tratara de una serpiente enroscada en un árbol. Estudió a Fierro en silencio, con una débil sonrisa que hacía ver el punto de vista de su ex compañero como una absurda ironía.

—¡Ja! ¿Eso es lo que piensas? —preguntó—. Nos abandonaron, amigo, nos abandonaron. Pensaron que lo mejor era embarrarnos de su mierda. —Sus ojos carecían del menor brillo; era difícil no pesar en ellos en términos que no tuvieran que ver con el gris y el mal funcionamiento. Justo como una máquina fuera de control.

Fierro elevó su voz con enjundia y se inclinó ante él con el riesgo de que lo interpretara como un ataque.

—¡Espera! Ningún miembro de la Comisión mediará en este asunto, Becoup. No habrá más chantajes ni presiones. Pero necesito de tu ayuda. Pienso reparar el Modulador y revertir el proceso. Con tus conocimientos, podemos lograrlo.

—¿Qué te hace pensar que me perdonarán? Yo fui el secretario del CICC, Fierro. Me odian.

Becoup era una eminencia en cuanto a meteorología y control de clima, pero su liderazgo no era más que un barco encallado en la playa, incapaz de retornar al mar y seguir su marcha. Todo el proyecto del Modulador se había arruinado debido a la política y a los intereses de terceros. Se vio inundado de requerimientos y resoluciones que no lograban paliar la crisis alimenticia, sino enriquecer a las compañías. Algunos gobiernos poderosos intentaron persuadir a Becoup y al Consejo de que lo correcto era castigar a ciertos países ante la falta de pago por los servicios adquiridos o por no atenerse a las condiciones de las instituciones monetarias. El Modulador se convirtió así en la peor amenaza contra ellos y cuyos resultados fueron fatales.

En Australia, el incremento de lluvias mataron la fauna y pudrieron la vegetación. Diluvios en buena parte de México y sur de los Estados Unidos arrasaron campos e industrias. Pronto todo el hielo de Groenlandia se derritió; en su lugar permanecieron algunos grumos congelados y nada más. Rusia, Canadá y los países escandinavos quedaron reducidos a grandes extensiones desérticas que provocaron ondas de calor devastadoras y el total exilio. Gran Bretaña se convirtió en una selva tropical; lo mismo sucedió con los Balcanes y la Península Ibérica. Era como si el propio planeta fuera puesto de cabeza y no existiera forma alguna de retornarlo a su modo original. Cualquier mínimo cambio provocaba una enorme catástrofe al otro lado del mundo.

El Consejo se disolvió. Becoup desapareció sin dejar rastro. Fierro retornó a su tierra natal ahora convertida en un lago.

—No tiene por qué ser tan difícil, Becoup —dijo Fierro—. Nadie sabrá que me ayudaste. Sólo debes decirme cuál es la contraseña del Modulador.

—Ojalá pudiera —dijo Becoup, con voz tajante.

—Tú tienes la contraseña. No queda nadie a quién recurrir.

—No te creo. Estás mintiendo.

—Deja de lado esta actitud catastrofista, por amor de Dios.

Becoup parecía escuchar las sentidas palabras de un niño tonto. Sacudió la cabeza con violencia. Entonces dijo.

—Hay que esperar a que el clima se estabilice por sí solo.

—No vine a recibir una respuesta como esa. No hay tiempo siquiera para eso.

—No puedes usar de nuevo el Modulador de Malbec. Mientras tenga en los controles a un hombre estará condenado al fracaso. Sólo empeorarán las cosas. ¿Realmente deseas eso?

—Sí. ¿Por qué no? Necesitamos todo lo que tengamos a la mano para rectificarlo.

—¿Y por qué no dejamos el clima tal como está? ¿No crees que sea mejor que emigremos a mejores lugares? ¿No es mejor que busquemos nuestro paraíso en lugar de crear uno?

—No puedes hablar en serio —respondió Fierro, con los puños apretados.

—Nunca he hablado más en serio en toda mi vida. Así es: dejar las cosas tal como están. No habrá más cambios bruscos. Sólo debemos sentarnos y esperar a que la naturaleza cambie por sí sola.

Fierro deseaba sacudirlo, abofetearlo, hacerlo entrar en razón. Pero no había más que impotencia en sus argumentos. No se puede derribar la determinación de un hombre con facilidad, pensó. Y la decisión de Becoup era toda una muralla de hierro.

—Soy tu amigo, Becoup. Tú me conoces. Por lo que más quieras, sólo dame la contraseña.

Becoup apretó los dientes. Negó con la cabeza y dijo.

—No. No pienso firmar la sentencia de la humanidad. Ya tuvimos nuestra oportunidad y la desperdiciamos.

—Yo asumiré las consecuencias.

Becoup soltó una risotada parecida más a un lamento que a una alegría.

—Tú no puedes hacer eso —dijo—. No lo harías. No serías capaz de convertirte en Dios. Nunca ha sido un papel que nos venga bien a los hombres. Con el Modulador lo hemos comprobado. Yo lo hice una vez y no salí muy bien librado. Yo... en realidad no deseo eso para ti.

Dejó caer sus largas y delgadas manos en los brazos del sillón donde se encontraba sentado. Su odio se había apagado por un momento. Allí estaba, en silencio y a la vez agotado. Un dios a la fuerza, encargado de cumplir los caprichos del hombre.

—Si tuviera que calzar tus enormes zapatos, lo haría —dijo Fierro.

—Mis zapatos, tus zapatos, los zapatos de otra persona. Eso no importa. Nadie, ningún ser humano sobre la faz de la Tierra, es capaz de llenar tanto espacio, sólo por el simple hecho de que somos ajenos a la responsabilidad. Seguiremos culpando a otros de nuestros errores hasta que llegue el momento de asumir esa responsabilidad y estar dispuestos a cambiar.

Fierro observó su reloj. Se acercaba la hora. Al diablo el mundo, se dijo, al diablo las personas. Al diablo Aztlán, Sion y Babilonia. Que se fueran al carajo Jerusalén y Avalón.

—Por última vez, Becoup —imploró, casi de rodillas—, dame la contraseña.

—Debí destruir el Modulador cuando tuve la oportunidad —dijo Becoup, casi para sí mismo—. Debí hacerlo.

Fierro se puso en pie, tan rápido que Becoup saltó del asiento y extrajo de nuevo el arma. La expresión en el rostro de Fierro había cambiado: no tenía miedo, ni siquiera del dedo que mantenía oprimido el gatillo. Sabía con plena seguridad que Becoup no jalaría.

—Están aquí, Becoup —dijo—. El conductor de la oruga les hizo saber las coordenadas de tu paradero. —Suavizó la voz a fin de tranquilizarlo—. Yo les pedí que me dieran un poco de tiempo para hablar contigo y hacerte entrar en razón.

—¡Fierro! ¡Maldito hijo de puta!

La puerta comenzó a ser golpeada; sólo era cuestión de tiempo para que la desmontaran. Los ojos de Becoup se abrían al mismo tiempo que su frente se llenaba de arrugas. No dejaba de apuntar a Fierro, pero su atención estaba puesta en la puerta de acero que custodiaba el fuerte.

—Déjame ganar unos minutos con ellos, Becoup —imploró Fierro—. Tal vez te lleven detenido y durante el camino puedas recapacitarlo. Pero por favor, guarda el arma. No tienes la menor oportunidad contra ellos.

—No... No me obligues...

Hubo una fuerte explosión. Los pernos fueron hechos añicos. La puerta cayó al suelo. Los agentes fueron recibidos por rápidos disparos. Becoup se había movido con pasmosa velocidad hacia un rincón de la sala, justo detrás de una columna. Intercambió una mirada con Fierro. No llevaba consigo más recargas, pero el último proyectil no había sido disparado todavía. Sus rápidos reflejos ahora daban paso a una decidida lentitud.

—¡Becoup, no!

El arma se dirigió a su sien derecha. Fierro corrió hacia donde se encontraba Becoup y lo tumbó de espaldas, pero ya era tarde. Fierro gritó al verse empapado de sangre. No encontraba la forma de revertir todo el daño causado a su mejor amigo. Lo tenía bajo sus brazos y a la vez lo había perdido.

Los agentes apartaron el cadáver. Fierro permaneció sentado en el suelo, tembloroso, sin la menor voluntad para moverse. Miró lo que había quedado de su amigo. Alargó una mano hacia el rostro de Becoup y cerró sus párpados. Enseguida se echó a llorar.

Volvió a contemplar el paisaje extremo y pensó que todo seguiría igual. Ya nadie viviría para recordar las frescas brisas, las lluvias moderadas y los cielos agradables. Mientras un hombre juegue a ser Dios, todos se verían en la necesidad de ocultarse y esperar a que terminara una larga era.

La humanidad debía estar preparada para los pronósticos del clima nunca acertados.

© Aldo Brian, (2.254 palabras) Créditos
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