
El cielo del amanecer tomó una coloración rojiza, mientras un frío sol comenzó a elevarse tras las dunas. El viento, helado todavía, azotaba la cara de Trix. Estaba sentado a pocos metros del exterior de la nave de combate que los había traído a ese extraño pero hermoso planeta. El sector donde estaban era desértico y hostil, aunque Trix había visto zonas de exuberante vegetación, con mares azules, con ríos que serpenteaban en fértiles valles.
—Hermoso mundo —pensó.
En sus largos viajes, había combatido en muchos planetas, causando a su paso la muerte y la destrucción. No sólo entre el enemigo, sino también en las inocentes poblaciones de indígenas que los habitaban.
Pero nunca en un mundo tan hermoso.
Era una lástima... una verdadera lástima. Trix sentía el peso de esas muertes royéndole las entrañas, quitándole el sueño. Los Psicos que lo trataban nunca le quitarían ese peso. Era algo suyo, algo que sin embargo lo mantenía vivo.
Bebió el reconfortante y caliente líquido del jarro que sostenía en su mano. Atrás, en la nave, el ruido de la escotilla al abrirse indicó que su compañero bajaba hasta su posición.
—Te vas a congelar aquí afuera —dijo Kern—. ¿No dormiste nada?
—No podía dormir. Nunca pude antes de una... masacre como la que vamos a cometer hoy —dijo Trix—. No entiendo cómo tú puedes dormir como si nada.
—¿Nunca te vas a acostumbrar? No es culpa nuestra. Nosotros jamás nos esconderíamos en un poblado —dijo Kern.
—Hace un rato llamé a Central para que nos dé un par de días más y tratar de sacar a esos hijos de puta de su escondite.
—Y lo negarán —profetizó Kern—. Lo negarán.
—Gabrel todavía está con esa familia de nativos. —dijo Kern—. Sospecha que los Davolitas se ocultaron entre los indígenas, pero que hasta ahora no pudieron salirse del poblado. Anoche llamó para decir que el filtrado era imposible, que son demasiado parecidos a los nativos, y que la cauterización de la zona le parece inevitable. De todas maneras, dijo que tratará de salvar al menos a la familia que nos ayudó.
—Triste consuelo.
El sol ya se había levantado, entibiando un poco el congelado ánimo de Trix. ¡-Que estupendos individuos había dado esa tierra! El escaso tiempo que llevaba en el lugar había sido suficiente para apreciarlos en toda su magnitud. Casi salvajes, indómitos y violentos, pero con un ímpetu capaz de arrollar al universo si se les daba el tiempo necesario.
Trix había convivido algún tiempo con ellos. Había disfrutado de una hospitalidad ya olvidada en el violento universo que le tocaba vivir. Había disfrutado con sus mujeres y emborrachado con sus extraños brebajes, le habían tratado como a uno de ellos, creyéndolo un extranjero de su propio mundo.
Muy pocas veces se daba a conocer como visitante de otro planeta, ya que el atraso propio de aquellos pueblos hacía que lo viesen como un angel caído del cielo, sumando la frustración al habitual cargo de conciencia. Pero con la familia del poblado tenía que ser forzosamente diferente. Necesitaban una base de operaciones dentro de la ciudadela, y hubiese sido imposible superar las barreras idiomáticas con una multitud. Con la familia era diferente, ya que podía usar el Tranceptor de Lenguajes, aunque el costo era previsible. En su ignorancia, ésta gente le rendía culto, haciéndolo sentir una basura.
Y maldita sea la suerte, el arma destructora era demasiado poderosa. En su furia devastadora arrastraría a los poblados vecinos. Más de cincuenta mil vidas esta vez. Si al menos hubiese alguna posibilidad.
Kern ya estaba vestido con los atuendos locales, unas túnicas hechas de piel y pelo de animales domésticos. Bajo las ropas, Trix notó el bulto del inseparable desintegrador. Entró a la nave para vestirse él también.
Ya era casi el mediodía cuando partieron hacia la ciudadela. La nave comenzó el proceso de mimetizaje automático, tomando la coloración y simulando la rugosidad del terreno. Había dejado de hacer frío, y pronto el calor de la tarde se haría abrasador. Bajaron por la pendiente de la duna tras la cual se ocultaban a la vista desde el poblado. La cuidadela se veía como un manchón blancuzco enturbiado por el calor que comenzaba a levantarse de la arena.
La casa de la familia amiga estaba situada sobre el flanco sudoeste del poblado, apenas dentro de las derruidas murallas que lo circundaban. Las casas dentro de la ciudad estaban construidas con piedras talladas a mano en bloques rectangulares unidos con arcilla. Algunos edificios alcanzaban hasta tres pisos de altura, haciendo gala de un nivel arquitectónico poco usual. Los nativos la consideraban una ciudad grande e importante. Más de diez mil habitantes concentrados en una zona tan pequeña demostraban el grado de organización de sus habitantes. Pero mezclado con ellos estaba el Enemigo, aquella maldita raza que los había arrastrado a esa guerra sin sentido a través de la Galaxia.
Caminaban en silencio. Kern llevaba consigo el artefacto explosivo, una caja medianamente pesada envuelta en un trozo de piel. Trix bebió de su cantimplora, secándose la boca con la apestosa manga de la túnica. Todavía faltaba media hora de camino hasta alcanzar las primeras casas desperdigadas en una amplia zona fuera de la muralla. Comenzó a divisar a lo lejos una caravana que salía del poblado con sus bestias de carga. Seguramente Gabrel ya los había filtrado, de lo contrario no hubiesen podido dejar la ciudadela. Los animales iban cargados, indicando que la caravana se trataba de una expedición comercial que se alejaba con sus productos para negociar con otros poblados vecinos.
—Algunos al menos se salvarán —penso Trix.
Comenzaron a alcanzar las primeras edificaciones, pobremente construidas. Seguramente se trataba de extranjeros, a los cuales no se les permitía residir en el interior de la ciudad, o seguramente no contaran con el dinero suficiente para comprar una vivienda al abrigo del desierto. La pobreza se notaba en cada objeto. Las puertas eran sólo cortinas raídas y grasosas que apenas cubrían la miseria interior de las viviendas. Los niños jugaban en el exterior batallando entre ellos con armas construidas con palos y maderas, mientras las mujeres molían los granos del almuerzo en morteros de piedra, alejando a pedradas de cuando en cuando a algunos pequeños animales domésticos que se acercaban a sus lugares de trabajo.
El olor de las inmundicias y los excrementos arrojados por doquier era insoportable. Los ojos de algunos nativos, recubiertos de costras infectadas, los miraban con un temor reverente. Trix agachó asqueado la cabeza y continuó caminando.
—Al menos morirán en forma rápida —pensó.
Alcanzaron al fin la inútil muralla. Trix cargaba ahora el artefacto explosivo, soportando su peso con la conciencia mas que con la espalda. A lo lejos, a través de una brecha de la muralla, vieron la inconfundible figura de Gabrel agitando el brazo derecho en un gesto de impaciencia.
—Algo no anda bién —dijo Kern apurando el paso.
—Parece impaciente —confirmó Trix—, seguramente ya nos detectaron.
Alcanzaron a Gabrel al cabo de unos pocos minutos. Parecía preocupado.
—Tenemos que apurarnos! —dijo— Nos detectaron con los rastreadores de metales y están buscándonos. Apenas pude zafar la vigilancia. Algunos nativos leales al enemigo se están acercando a la casa, y solamente disponemos de unos pocos minutos.
Comenzaron a correr. Gabrel cargaba ahora el bulto fatal. Al acercarse a la casa, una delgada mujer les abrió la puerta. A lo lejos notaron una aglomeración de nativos que se señalaban amenazadoramente la casa.
Descargaron el artefacto en el piso de tierra apisonada del interior. Gabrel jadeaba agotado por la carrera, mientras la mujer que les había abierto la puerta lo miraba con fervor religioso. Un hombre se asomó desde un cuarto interior levantando la cortina que hacía de puerta. Era casi tan alto como Trix, de contextura robusta y anchas espaldas. La barba y el pelo eran rizados, de un negro tan intenso que parecía azul. La nariz, aguileña, se elevaba entre unos ojos oscuros y profundos. La mujer, en cambio, era de una pálida delgadez casi enfermiza. Un mechón de cabello negro sobresalía de la faja de tela que le envolvía la cabeza. Otras tres mujeres salieron detrás del hombre barbudo.
Trix miró a Kern que operaba el mecanismo de tiempo del artefacto nuclear. El reloj marcaba dos horas y treinta minutos, tiempo suficiente para salir, llegar a la nave y marcharse lo antes posible. Pero no daba para permitirse ningún retraso. Kern selló la caja contenedora de plastiacero. Ahora nadie, ni ellos ni el enemigo, contaba con la suficiente tecnología para desactivar la bomba. La suerte estaba echada.
—Tú y tus mujeres deberán irse —les dijo Gabrel a través del traductor—. No lleven nada, aléjense lo antes posible, corran hacia el desierto sin detenerse hasta no ver el poblado, y arrójense detrás de las dunas hasta que el fuego haya pasado.
Los nativos lo miraban azorados, como si no comprendieran.
—Es mi voluntad —dijo Gabrel levantando la mano derecha con la palma en dirección a ellos.
Los nativos aceptaron la orden dando media vuelta hacia la puerta principal, pero unos golpes en la misma los detuvieron en seco.
—Estos hijos de puta mandaron a los nativos —dijo Gabrel—. Nunca tuvieron el valor de acercarse ellos mismos. ¡-Salgan por la puerta de atrás! —ordenó tajantemente al hombre barbudo.
La orden fue cumplida. Kern desenfundó el desintegrador. Afuera, los nativos gritaban cosas que el Tranceptor no supo descifrar.
—Salgamos nosotros —dijo Kern—. Ya nada puede detener la explosión, y debemos alejarnos lo antes posible de este maldito lugar.
—Bien —dijo Gabrel—, pero por la puerta de atrás. No quiero tener que pelear. Son demasiados.
Se alejaron corriendo agachados, usando como escudo las rocas desprendidas de la muralla. Nadie los vio. A lo lejos, por el mismo camino, vieron al barbudo y las mujeres corriendo hacia las colinas más próximas.
Llegaron a la nave agotados por la carrera. Todavía quedaba una hora y media, tiempo suficiente para alejarse. El instrumental no indicaba intrusos en las inmediaciones, así que pudieron descansar con tranquilidad unos momentos.
Despegaron silenciosamente. Un suave zumbido y el leve tirón de la gravedad indicaban el alejamiento de la zona peligrosa. Trix se recostó en su litera y puso sus brazos detrás de la nuca. Lo había hecho una vez más. A pesar de todo, esa gente había tenido suerte, ya que esa ciudad era el único frente que el enemigo disponía en ese mundo. De lo contrario, hubieran enviado a la Flota a calcinar el planeta.
Suspiró. Lo esperaba una limpieza con los Psicos que, teóricamente, deberían dejarle la conciencia en estado óptimo para seguir con la barbarie. Pero en él nunca había resultado.
Tocó el botón que lo interconectaba con el Puente de Mando de la pequeña nave.
—Kern —llamó.
—¿Si? —contestó Kern.
—¿Cómo llamaban los nativos a esa ciudad? —preguntó.
—El traductor no funcionaba con esa palabra. Parece que no tiene un significado, pero en su lengua sonaba algo así como Sodoma.
