
Querido nieto;
Espero que mis palabras te encuentren bien. No deja de sorprenderme el hecho de volver a tener que tomar lápiz y papel para enviar y recibir noticias de nuestros seres queridos. Cuando yo tenía tu edad, allá, en la lejana Tierra, las cartas eran electrónicas y llegaban a su destinatario un segundo después de ser enviadas. Lo mismo ocurría a bordo de la Comuneros. Ya sé que conoces el sistema por la Supranet de Descubrimiento, pero el contraste entre la velocidad de las redes de información y el envío de cartas escritas es algo que me maravilla. Pero tiene que ser así. Sólo de esta forma la humanidad puede burlar el único y verdadero límite del Universo: la velocidad de la luz.
Cuando esta misiva llegue a tus manos, después de ser recogida por el cartero, llevada a un carguero en órbita, transportada en un salto dimensional hasta el sistema de Sepúlveda y dirigida a tierra en una lanzadera; te preguntarás por qué te escribe tu abuelo y por qué en este tono. Tu madre me pide que lo haga. Está preocupada por ti y por la situación en Sepúlveda, y quiere que te enseñe algo que te ayude a pasar el trago. Opina que la experiencia de un hombre de seiscientos cincuenta y seis años debe servir para algo. Tu madre es una mujer joven, nacida en un interludio de paz y que no ha conocido la violencia ni la sed que lleva a los hombres a combatir.
Poco puede hacer un viejo como yo para ayudar a un soldado, excepto hablarte del origen de este conflicto. Porque yo estuve allí. Nací en la Tierra en la época en la que comenzó todo. Como tantos jóvenes había seguido la senda que otros marcaron para mí. En aquella época no había más remedio. Todo dependía del estado: debías estudiar en el sistema de educación estatal, te obligaban a permanecer en él largos años sin aprender nada útil, hasta llegar a la Universidad. Claro, que todos llegaban. En nombre de la igualdad de oportunidades el estado había suprimido la competencia que distingue a los capaces de los necios. Cualquier estúpido tenía un título universitario, que por consiguiente, era papel mojado a la hora de encontrar trabajo. Esa vida se convirtió en una senda sin rumbo, un destino obligatorio y sin sentido. Sin embargo nadie se quejaba. La sociedad del ocio ofrecía demasiado. Malgasté mi juventud en parques y bares, fumando hachís y bebiendo alcohol. ¿A quién podía importarle el futuro?
Pero el futuro llegó a mí.
De pronto me encontré con que ya no era joven y no tenía nada. Ni familia, ni hogar, ni siquiera vehículo propio. Mi empleo no me aportaba ni seguridad, ni dinero, ni oportunidades. En aquella época sólo aquellos que cobraban del estado como funcionarios o que percibían subvenciones mantenían una situación de estabilidad. Un privilegio que no alcanzaba a todos, ni mucho menos. Los altos impuestos impedían el crecimiento de los sueldos y la creación de nuevas empresas. No podía comprarme una casa, no podía mejorar en mi trabajo, no podía crear nada propio. Todo en nombre de un estado que aseguraba darte las mayores oportunidades y sostenerte cuando llegaban los malos tiempos, pero que en realidad te lo estaba quitando todo.
Para ti, nieto querido, que has nacido en Descubrimiento, donde los políticos no son profesionales y están obligados a tener un empleo, donde no cobran sueldos y lo pagan todo de su bolsillo, donde no hay más que un parlamento que se reúne un mes al año y los concejos de la ciudades, donde los escasos impuestos se desglosan y son cobrados después de entregada la paga, no antes, donde puedes elegir tu educación y tu plan de pensiones; todo esto te sonará tan raro como a tu pobre madre. No puedes imaginarte la enorme cantidad de instituciones políticas: parlamentos locales, regionales, nacionales y supranacionales que había en aquella época. Todos ellos improductivos y pagados con el duro esfuerzo de los trabajadores. Enormes burocracias que despilfarraban nuestros recursos. La sanidad, la educación y las pensiones se pagaban obligatoriamente al estado. Se recaudaba por todo, había impuestos por poseer una vivienda, incluso por el tránsito de mercancías, sí, hasta por el uso de la calle construida con esos mismos impuestos debían pagar los ciudadanos. Sindicatos, asociaciones de todo tipo, las viviendas de algunos privilegiados, incluso las artes eran pagadas de los bolsillos de una clase trabajadora cada vez más pobre. Adormecida por la propaganda visual emitida por medio de unas máquinas llamadas televisiones. Engañados hasta la saciedad por los que les parasitaban.
(Algún día te explicaré en qué consistía la televisión, ya que aquí en Descubrimiento está prohibida, lo mismo que en Hayek, y supongo que en Sepúlveda tampoco tenéis)
Como alguien dijo una vez, sólo existen dos ideologías: la de aquellos que quieren controlar a los demás, y la de aquellos que no tienen ese deseo. Del mismo modo yo te diré que sólo hay dos clases de personas: los parásitos, que sólo pueden sustentarse expoliando a los demás, y los productores, que generan riqueza creciente con su riesgo y esfuerzo.
Aquella era una sociedad en la que los parásitos trataban a los trabajadores como a vacas lecheras, y además habían conseguido convencerles de que era por su propio bien. No se podía luchar contra aquel sistema, era tan enorme que alcanzaba a todo y a todos. Un sistema suicida, que reducía al ser humano al estado de máquina: sólo podías pagar y callar.
Sin salida, muchos de mis amigos prefirieron obviar la realidad y mantener una fantasía de adolescencia permanente, llevando una vida de desenfreno hasta una edad madura. Otros dedicaron sus esfuerzos a cambiar de bando y obtener seguridad y privilegios por medio del funcionariado. Los más no pudieron hacer sino desesperar y ser conscientes en silencio de la ruina que eran sus vidas. Yo era uno de estos.
Pero ocurrió un hecho que lo cambió todo. En 2017 los astrónomos le contaron al mundo que habían descubierto un exoplaneta (así se llamaban entonces) gemelo a la Tierra. Un nuevo mundo habitable. En principio la noticia pasó casi desapercibida. Aquel planeta se encontraba a doscientos catorce años luz de la Tierra. Era imposible llegar a él con los ingenios espaciales que existían entonces: cohetes a propulsión química que se movían en trayectorias balísticas. Apenas se podía llegar a la Luna. Pero hubo un hombre que entendió lo que aquello significaba y se puso manos a la obra. Podía haber tenido cualquier nombre, pero se llamaba Gabriel Jansson y provenía del lugar más extraño posible para un alguien como él: una nación llamada Alemania.
Yo vivía en un lugar cercano, llamado España, y la primera vez que oí hablar de Gabriel fue en una noticia de prensa. Su foto aparecía junto a la de los ingenieros y científicos que habían construido el primer ascensor espacial de la humanidad. Estábamos en 2022, y todo se había realizado con mucha discreción. No sólo Gabriel había financiado el proyecto. Pero, según me contó mucho después, era el descubrimiento de aquel nuevo mundo lo que había impulsado la creación del ascensor espacial. Ahora había un objetivo plausible en lugar de planetas muertos o venenosos.
El propio Gabriel Jansson anunció poco después su intención de colonizar el nuevo planeta. Para ello, construiría una nave espacial enorme, del tamaño de un pequeño mundo. Aseguró que hacía todo aquello para huir del sistema político que le depredaba y que le impedía a él, como a muchos otros, alcanzar la felicidad en la Tierra.
Se rieron de él. Era un viaje de al menos 214 años, siempre y cuando se pudiera acelerar hasta la velocidad de la luz, lo que resultaba imposible. Pero a Gabriel no le importó. Estaba harto de aquella sociedad infecta de siervos y lameculos. Sabía que nada había para él allí, y que si permanecía en la Tierra moriría rico, corrupto y degradado.
Y buscaba gente como él.
Recuerdo que lo que más me llamó la atención fue el nombre que le puso a su nave espacial: Comuneros. Te he hablado de los Comuneros y de la Revuelta de las Comunidades en muchas ocasiones; cómo un rey extranjero llegó a España, cómo le arrebató el trono a su madre, cómo intentó convertir a los hombres libres de Castilla en siervos para usarlos en sus guerras de ambición dinástica, cómo las Comunidades de Villa y Tierra de Castilla se alzaron contra el tirano y le plantaron cara, y cómo fueron trágicamente derrotados y asesinados en un lugar llamado Villalar, y vieron su orgullo reducido a cenizas. Aquella derrota corrompió a España para siempre, y la arruinó lenta y progresivamente durante siglos. En esa gente indómita había encontrado Gabriel su inspiración.
Por mi parte no tenía nada que perder. No tenía futuro en el planeta Tierra. Así que me apunté al viaje. Encontré dos grandes problemas nada más empezar. Estaba soltero. Y sólo parejas o familias jóvenes eran admitidas como colonos. Decidido como estaba a lograr salir de allí, pasé días y días a la puerta del lugar donde se solicitaba el embarque, preguntando a cuantas chicas entraban y salían. Finalmente me decidí, como otros muchos, a publicar un anuncio en la Supranet de la Tierra de entonces. Probé con varias mujeres, hasta que conocí a Maria Grazia. Podemos decir que ella fue tu primera abuela, o tu tatarabuela, aunque yo soy tu abuelo.
El segundo problema era que yo no servía para nada. Había estudiado Historia del Arte. ¿Qué se puede hacer con eso en una nave espacial, rumbo a lo desconocido, dónde lo primordial es la supervivencia? Fue una suerte para mí que todavía pasaran cuatro años antes de partir. Dediqué ese tiempo a aprender Mecánica. Para el día en que salimos era capaz de arreglar cualquier motor. Pero lo pasé mal, puedes creerme, pues nunca había trabajado con mis propias manos. En esos años casi superé la edad máxima para enrolarme. Nadie mayor de cuarenta podía viajar: los sistemas de rejuvenecimiento eran apenas un sueño en aquel entonces. Tenía treinta y ocho cuando partimos, y Grazia, con treinta y uno, estaba embarazada de nuestro primer bebé.
La construcción de la Comuneros se realizó en la órbita de Marte, gracias al abaratamiento que había sufrido el viaje espacial en los años anteriores. Se hizo con fragmentos de asteroides y materiales traídos del planeta rojo, donde la instalación de ascensores espaciales era mucho más segura y barata debido a su falta de actividad geológica.
Era una máquina enorme, como un mundo en miniatura. Su estructura fusiforme estaba diseñada para girar sobre su eje longitudinal y generar inercia, lo que permitiría que sus tripulantes se sintieran casi como en la superficie de la Tierra. Los viajes instantáneos por la galaxia eran cosa del cine y las novelas por aquellas fechas. En la realidad no había otra forma de viajar que la más dura: una nave seminal y siglos de marcha. La idea era no sólo levantar una nueva civilización en el nuevo mundo, sino crear una sociedad mejor ya durante el viaje en sí. Un viaje de seiscientos cuarenta y ocho años. Para ello hacía falta un espacio gigantesco, ya que la población inicial de cinco mil debía multiplicarse durante el camino. Se diseñaron sistemas de producción, se transportaron rocas de las que se podía extraer oxígeno y otras materias primas y todo se almacenó en las zonas más estrechas de la nave, donde apenas se notaba la gravedad simulada. Había agricultura, también en las zonas de menor gravedad, y pastos donde ya se notaba el peso. Un sistema de transporte ferroviario recorría toda la cavernosa nave, desde los lugares donde se acumulaba la población, hasta aquellos vacíos que esperaban el crecimiento de nuestra sociedad o que simplemente tenían funciones de mantenimiento. Había muchas oportunidades para el que quisiera trabajar y tuviera los conocimientos necesarios: en los sistemas de energía (solar, atómica, hasta de vapor) en mantenimiento, sistemas informáticos, salud, seguridad, e incluso educación (apenas un par de años después de salir se hicieron necesarios maestros para los primeros niños)
La Comuneros se desplazaba gracias a múltiples motores de iones en un rumbo balístico. No quedaba más remedio. Ni los motores de fusión, ni el salto dimensional se conocían todavía. La empresa parecía una locura, lo reconozco, pero no teníamos miedo, sino esperanza. El día que vimos Marte quedarse atrás y desaparecer, todos los corazones estaban encogidos, pero al menos ya no estábamos en la Tierra, dependíamos de nosotros mismos. Y si teníamos que morir, lo haríamos como gente libre, luchando por alcanzar la felicidad por nuestros propios medios.
Debo decir que al comienzo las cosas fueron incluso placenteras. Yo trabajaba en los trenes de vapor del transporte de mercancías que recorría los niveles interiores de la nave. Grazia era técnico de sistemas de información, hasta que poco después, organizó el primer diario informático de la nave. Pero hubo dificultades. Puedes creerme. Transcurridos sólo once años algunos empezaron a temer al vacío, y quisieron regresar. Se organizó un motín. Era un mundo duro. Tuvimos que defendernos. Y hubo muertes. En aquel lugar los parásitos no prosperaban, pronto eran identificados y morían. Generalmente por incapacidad propia para sobrevivir, pero otras veces la justicia del pueblo se encargaba de ellos. Una década más tarde hubo otro motín, la primera generación de nacidos en la Comuneros se dividió en dos: aquellos que se quejaban amargamente de un destino que no habían elegido y los que aceptaban la autoridad de sus padres. Puede que aquella fuese la revuelta más dura de cuantas viví. Es terrible luchar contra tus propios hijos. Pero la supuesta vida de bienestar que imaginaban en la Tierra no era otra cosa que servidumbre bajo la amable bota de una casta chupasangre. Muchas veces se repitieron episodios como estos, unas veces más virulentos, otras menos.
También hubo problemas técnicos, aparatos que dejaban de funcionar, accidentes, más de un golpe contra algún objeto oscuro allá en la nada absoluta. Pero éramos personas decididas, y conseguimos superar todos los obstáculos. Aunque a veces pasamos penurias. Recuerdo épocas especialmente graves, aquellas en que las enfermedades u otras causas mermaban la población y no había gente suficiente como para mantener la ciclópea nave. Se susurraron leyendas sobre fantasmas en los lugares donde había muerto gente, y en los túneles e instalaciones abandonadas, surgieron religiones y supersticiones, pero afortunadamente, la nuestra, pasados los primeros sustos, fue siempre una sociedad sana.
Y progresamos. Aunque muchos conocimientos quedaron en la Tierra, sobre todo en lo que se refiere a construcción y arquitectura, pero los avances fueron espectaculares en Física, Genética y Ciencias Biomédicas.
Has de saber, querido nieto, que me encontraba al borde de la muerte cuando mis hijos decidieron someterme al primer tratamiento de rejuvenecimiento completo de la Comuneros. Al principio me enfadé mucho con ellos. No tenían derecho a hacerme algo así sin mi consentimiento. Y todavía opino de la misma manera. Pero una vez concedida una segunda oportunidad decidí aprovecharla. Grazia había muerto un año antes, así que busqué una nueva esposa (esa fue mi venganza con los chicos) Poco después la inmortalidad era un hecho a bordo de la Comuneros. Hasta tal punto que cuando llegamos a aquel nuevo mundo, la escasez de espacio empezaba a ser un problema, pues la gente quería seguir trayendo nuevos hijos al mundo, a ese mundo prometido por un hombre, Gabriel, que llevaba muerto muchos siglos. Si no hubiese sido por los progresos alcanzados en Genética y Agricultura hubiera resultado imposible alimentar toda aquella población.
Las noticias de la Tierra eran escasas. Aunque las comunicaciones viajaban más rápidamente que nosotros, apenas había mensajes. Sin embargo sí comenzamos a darnos cuenta de un hecho: muchos de los que venían con nosotros eran los mejores en sus campos, personas insustituibles para la humanidad que estaban hartos de servir a sus inútiles amos. Los que habían quedado en la Tierra, incluso teniendo un rango jerárquico superior, eran sólo sombras de nuestros hombres de ciencia. Pronto comprendimos que eso no le había sentado nada bien a los parásitos de la Tierra. Y la gente que Gabriel había dejado atrás para preparar la segunda oleada de colonos a bordo de una nueva nave, la Pioneros, hablaba de prohibiciones y de gentes que huían de la Tierra a escondidas para refugiarse en Marte, a la espera de la marcha de la nueva nave semilla. A algunos se les detenía y se les impedía partir en contra de su voluntad.
Al principio yo sólo era un técnico de mantenimiento, sin relación con estos acontecimientos, pero con el paso de los años fui adquiriendo más responsabilidades, hasta ser elegido Jefe de Transporte Interno de la nave. La falta de recambios era mi principal problema. Aunque a veces nos acercábamos a algún asteroide a repostar materias primas, nunca eran suficientes (llegué a pensar que alguien arrojaba los émbolos de las máquinas de vapor por el retrete para hacerme la puñeta) Así que no me molesté con noticias de la Tierra hasta ser elegido diputado. Parece que la gente confiaba en mí, aunque nunca me ha gustado ser alguien de importancia. Quién lo hubiera dicho de aquel tipo incapaz de encontrar un buen empleo en la Tierra. Pero el viaje en la Comuneros sacó a la luz lo bueno que estaba oculto dentro de mí. Cuando llegué al Parlamento, supe que ya se habían hecho planes con respecto a la situación en la Tierra. Desde los tiempos de Gabriel. Diáfanos planes, debería añadir.
Por fin, con ventaja al calendario previsto gracias a los avances tecnológicos, un día llegamos a un nuevo sistema solar, con un pequeño sol blanco-amarillo, y en él un orbe singular aunque de menor tamaño que la vieja Tierra. Al verlo oscuro y cubierto de nubes muchos rompieron a llorar. Se propusieron muchos nombres, pero el elegido por aclamación popular fue Descubrimiento, en honor a otros hombres que largo tiempo atrás se atrevieron a cruzar el océano en busca de nuevas tierras y fortuna.
Se inició el frenado de la Comuneros y poco después orbitaba alrededor de tu hogar, nieto querido. Ni cortos ni perezosos, los pioneros tomaron las lanzaderas y las cápsulas con materiales fueron lanzadas. Los hombres pisaron tierra firme y con esperanzas renovadas se pusieron manos a la obra. La Comuneros quedó en órbita y allí sigue, incrustada en el corazón de la plataforma de defensa Espada del Cielo, sí, donde tú aprendiste a luchar en la falta de gravedad. Creo que más de un túnel de mantenimiento que construí con mis propias manos ahora sirve para que los cadetes entrenen a la carrera.
En Descubrimiento mi primer oficio fue el de granjero, y debo decir que de todos los que he desempeñado hasta ahora, es el que más me ha gustado. Pero no todo fue sencillo. No había seres inteligentes, pero si animales, algunos de ellos feroces carnívoros. Hemos tenido que luchar a brazo partido para eliminar algunas especies. Muchas vidas humanas se han perdido en esta lucha contra la naturaleza. Me acuerdo ahora de los primeros colonos que llegaron al Río del Hierro. Los que se dieron el primer baño no lo pueden contar. Su piel se endureció y se volvió impermeable, curtida por los materiales que acompañaban al agua y se asfixiaron sin remedio. Sin embargo, y afortunadamente, este planeta ha sido bueno con nosotros. No hay tierras más fértiles que las orillas del Mar Amarillo, donde las inundaciones periódicas fertilizan los campos.
Como sabes, ningún gobernante puede estar más de ocho años en política, así que durante un tiempo me alejé de los asuntos de estado. Pero después, coincidiendo con la llegada de la Pioneros, el Parlamento solicitó mi consejo. Yo era uno de los pocos supervivientes del viaje inicial y mi experiencia era muy valorada. Aunque poco pude ayudar, excepto animando a los más jóvenes.
Los de la Pioneros no traían buenas noticias. Parecía que ya antes de su partida los gobiernos de la Tierra se habían percatado del peligro de la emigración espacial: los mejores, los más valiosos de la humanidad se estaban largando. No querían seguir siendo vacas lecheras, no querían humillarse más ante el poder de la política, las concesiones administrativas y las decisiones arbitrarias de los estados. Era mejor probar suerte en el vacío. La situación era mala: la tercera oleada de pioneros quizá no pudiese salir de Marte.
Cuando apenas unas décadas después, mucho antes de lo establecido, apareció la tercera nave, la Mar del Plata, y anunció que se había prohibido la emigración a Descubrimiento, y que apenas habían conseguido escapar, nuestras precauciones iniciales se vieron respaldadas. También llegaron mensajes de la Tierra, felicitándonos por nuestra hazaña y solicitando informes de las riquezas que habíamos encontrado.
Les respondimos que se metieran en sus asuntos.
No sabíamos cuándo llegarían. Pero estábamos convencidos de que estaban en camino, y nos preparamos adecuadamente.
Una noche cualquiera, los afanosos hombres de Descubrimiento, alzaron sus ojos a la penumbra y vieron llamear las luces de las colas de fusión de las naves de guerra terrestres, que convirtieron el cielo en fuego. Con el desprecio propio de las clases parasitarias, con el desdén de quien considera a los demás como ganado en lugar de cómo a semejantes, los invasores anunciaron pomposamente la soberanía de las naciones de la Tierra sobre nuestro mundo y reclamaron impuestos sobre todas las riquezas que duramente habíamos ganado.
Pero aquellos lameculos de caciques no habían tenido algo en cuenta: los mejores estaban entre nosotros, las cabezas más brillantes, los auténticos líderes de la humanidad, los competentes, los capaces.
Cualquier cosa que ellos pensaran, los nuestros lo habían pensado cien veces.
Les indicamos amablemente que debían dar media vuelta y volverse a la Tierra con sus amos. Les avisamos de que cualquier acción agresiva sería repelida. Pero su prepotencia superaba todo lo conocido hasta entonces. Pensaban que un puñado de granjeros no podría repeler el sofisticado armamento diseñado por los científicos amaestrados y subvencionados de la Tierra.
Cuando un grupo de asalto arrasó un pequeño asentamiento ganadero y mató a sus habitantes para robarles la comida, el pueblo clamó por una respuesta. Lo peor fue la actitud de los ladrones, paseándose arrogantes por las calles, decidiendo qué pertenecía a la gente y qué a unos los políticos complacientes a doscientos catorce años luz de distancia.
Haces de iones se activaron desde todos nuestros satélites, dañando escasamente algunos sistemas de los invasores, pero creando una red entre las naves. Ellos, confundiendo el fin último de nuestra acción, se rieron de nuestra débil defensa, e iniciaron el ataque. Nuevas armas, terribles, pero no contaminantes. Su misión era sojuzgarnos, no matarnos. Querían usar nuestra mano de obra, querían empobrecernos lentamente sacándonos la sangre con impuestos, quitándonos nuestra riqueza para emplearla en engordar a amos y lacayos.
Pero ningún misil, ninguna bomba partió de la numerosa escuadra. Ninguna lanzadera tocó el suelo de nuestra sagrada patria. Un relámpago se extendió por el sistema de rayos de iones, una fuerza eléctrica desconocida hasta entonces, generada por nuestra propia tecnología de fusión, mucho más avanzada que la de ellos. Las naves de guerra volaron en pedazos. La noche se hizo día. Y una armada surgida de la nada, camuflada en los puntos troyanos de Descubrimiento, se encargó de mandar al infierno a los restos del orgulloso ejército invasor.
Se hicieron prisioneros, por supuesto, para nuestro horror. Lo que contaron de la vida en la Tierra nos llenó de espanto. Un mundo empobrecido, sin emprendedores. Una vez que la Pioneros partió, algunos de los que vivían como parásitos, los llamados entonces grupos de presión, iniciaron una campaña para impedir la inmigración a Descubrimiento. La excusa era que invadíamos el hábitat de otras especies y contaminábamos el espacio. Pero en verdad se habían dado cuenta de que si los productivos seguían marchándose, pronto no quedaría nadie a quien sacarle la sangre. El terror ante esta situación los volvió locos. Ya no se contentaron con exprimir poco a poco a los trabajadores; volvieron los campos de trabajo, y se ideo un plan para hacerse con los recursos del nuevo planeta. Sus científicos, algunos capturados y esclavizados, también habían descubierto una forma de inmortalidad, inhumana y horrible como es siempre el pensamiento de estas gentes: por medio de escáneres se hacían copias de la mente de las personas y se implantaban en cuerpos clonados artificiales, parte orgánicos, parte mecánicos. Soldados obedientes y fieles, mentes esclavizadas y torturadas, hechas para durar los infinitos años de viaje hasta otra estrella, para ser fanáticos seguidores de sus líderes terrestres.
Y desde entonces continúa esta lucha. Apenas llegamos a tiempo de asentarnos en Hayek antes de que aparecieran los terrestres, aunque en esa ocasión teníamos la ventaja de la distancia, Hayek sólo está a veintitrés años luz de nosotros. Los saltos dimensionales llegaron más tarde; la nueva tecnología que nos permite viajar instantáneamente. Jamás pensamos que nos dejarían en paz, siempre tuvimos claro que volverían una y otra vez para someternos. No pueden vivir sin nosotros, somos los productores, y ellos los que nos expolian. Pero, igual que los Comuneros de antaño, somos conscientes de ello y nos estamos defendiendo.
En estos siglos no han faltado parásitos propios, débiles mentales que han pedido el apaciguamiento y la negociación. En cierta ocasión yo mismo tuve que intervenir. El hecho todavía se estudia en las escuelas. Fue casi doscientos años atrás. Un hombre llamado Grossmann comenzó a proclamar la necesidad de escuelas públicas y la enseñanza de conocimientos unificados en los colegios. Teníamos que llegar a no sé qué acuerdos sobre lo que se debía enseñar y los que no a nuestros niños. De alguna forma consiguió obtener seguidores. Pero tuvo la mala suerte de venir a predicar su basura a mi pueblo. Cuando supe que estaba en la plaza, con un gran despliegue audiovisual acompañándole, cogí mi escopeta y me fui para allá. Atravesé la multitud congregada para oírle, subí a la tribuna y le pegué dos tiros.
¿Quién me va a decir a mí la educación que debo dar a mis hijos?
Éste es el origen de la guerra en la que luchas, nieto mío. El único y verdadero origen: que aquellos que son incapaces de crear nada enriquecedor necesitan vampirizar a los que sí podemos. Tanto para ellos como para nosotros es un problema de supervivencia. Ni ellos pueden vivir sin tener a quien parasitar, ni nosotros podemos sobrevivir si nos quitan nuestra libertad. Me ha dicho tu madre que la situación allá en Sepúlveda es difícil, que lucháis en trincheras, que peleáis cada palmo de terreno. Con lágrimas en los ojos me pidió que te escribiera esta misiva, que te infundiera el orgullo por tu patria y el modo de vida que defiendes. Somos un pueblo ilustrado, no nos basta con recibir órdenes, por eso te he contado como comenzó todo.
Pero quiero hacer algo más.
Ya ha pasado demasiado tiempo desde que fui joven por última vez. Demasiado tiempo siendo un viejo inútil apartado de todo. Si las cosas están empeorando es hora de hacer algo. Hoy mismo he iniciado un nuevo proceso de rejuvenecimiento y pronto estaré allí contigo. No quiero mis galones de batallas pasadas. Me cambiaré el nombre, comenzaré de nuevo. Iré a Sepúlveda y lucharé a tu lado. ¡Si Siete veces lo han conquistado, siete veces se lo arrebataremos!
Pero no me esperes, nieto mío. No esperes a ver a tu abuelo junto a ti. Corre a cumplir tu misión, corre a servir a tu patria y a la libertad. Ellos no dejarán de llegar. Pero ni sus fábricas de esclavos, ni sus mentiras detendrán a los hombres libres. Esta vez no. ¡Mata a los parásitos! ¡Mátalos a todos!