
Me deslizo en puntas, de pie entre la oscuridad, más por pereza que por otra cosa. Al tanteo llego hasta la cocina y busco la heladera, corro mi mano sobre la puerta y al final de ella, allí donde recordaba haberla dejado, la vieja escoba. La empuño y silenciosamente me acerco a la puerta que da al fondo.
El sonido continúa molesto, inconstante, con pequeñas interrupciones, con ronroneos esporádicos y unos miaus burlescos. Aprieto con la diestra la escoba y con la siniestra destranco y abro la puerta al momento que arrojo mi cuerpo sobre el patio con un fuerte:
—¡¡¡Saaaaaape!!! —a continuación del cual, tan solo la serenata de los grillos y el viento nocturno entre las hojas, sin más vestigios del felino que las bolsas rotas y mi atormentador bostezo.
Furioso, me interno de nuevo en la cocina y me dispongo a esperar unos minutos más antes de ser tomado nuevamente por idiota.
Poco tiempo demora en resurgir un débil miau; al cual siguen otros ruidos de bolsas, vidrios y latas. Calculo la distancia y el tiempo, contengo la respiración y abandono la cocina como un demonio, saltando sobre la basura desparramada con mi arsenal telúrico.
—¡¡¡SAAAAAPE!!! —grito, entre algunas barbaridades, y deslizo mi escoba sobre el aire y entre la basura sin ver el mas mínimo rastro de mi supuesta víctima.
Ante el claro fin de la pretendida masacre, suelto una bocanada de aire y dejo mi peso sobre la escoba.
—Miaaaauu.
El maullido me eriza la piel. Viene desde el techo del patio. Precisamente desde arriba de mi cabeza: Sin mirar siquiera, descargo un escobazo en dirección al pretendido cuadrúpedo y la escoba se detiene en seco. No la puedo mover. Le doy un par de tironcitos y nada.
Miro el cabo de la escoba y deslizo mi vista sobre su delgada extensión hasta el extremo que se encuentra cerca del techo para ver lo que la detuvo y... desde las sombras, una delgada y brillosa garra me la quita.
—Miau.
Un rostro monstruoso, alargado y de ojos felinos, se proyecta desde las sombras del techo hasta delante de mi rostro. Mis piernas se aflojan y acto seguido me encuentro en el suelo, la criatura se extiende por completo desde el techo hasta cerca de mi cuello, abre sus fauces y suelta el primer mordiscón sobre mi hombro, o al menos eso hubiese mordido de no haberme disparado como bólido en cuatro patas hasta adentro de la casa.
Al instante cierro la puerta e intento reforzarla con la heladera, pero mientras yo trato de empujar la mole, la bestia deja uno de sus brazos atravesar la madera, rompiéndola como si fuese cartón.
Sin más recurso al alcance, recuerdo que tengo en mi habitación un arma y hasta allí corro escuchando como la criatura logra ingresar a la casa y me persigue. Me sumerjo en la oscuridad, manoteo el cajón de la mesita de luz y lo saco en limpio, escucho el crujir del techo de machimbre, tomo el arma, disparo dos veces y enciendo el velador.
—Maaiauuu —pronuncia el delgado y maloliente rostro brilloso a pocos centímetros de mi cara mientras una de sus garras juguetea a milímetros de la mano con la cual empuño el arma; hasta pareciera que se le puede adivinar una sonrisa.
Por un largo instante me deja contemplarlo colgado desde el techo con sus extremidades arácnidas, amenazante y soberbio. Desliza la otra garra hasta cerca de mi cuello y violentamente la deja correr sobre el velador el cual, ante el golpe, es arrojado a través de la habitación y se deshace contra la pared del otro extremo pero sin desenchufarse, situación que origina unos chispazos pequeños, casi ridículos ante mi dramática situación.
Pero el tamaño no le quita potencialidad amenazante a este nuevo suceso, pues a poco de imperar la oscuridad forzada por mi victimario, las casi imperceptibles chispas se muestran suficientes como para incendiar mi alfombra que en cuestión de segundos incendia mi cubrecama que incendia la cortina y con lo cual nos vemos mutuamente encerrados en un vórtice de llamas que giran sin cesar abrazando toda la casa.
Por tercera vez nos volvemos a mirar de cerca pero esta vez con la expresión de espanto en ambos rostros.
—Ups, la cocina —digo en voz alta sin esperar respuesta alguna.
—Hups, hel ghazzzzz —la voz casi tenebrosa denota la justa preocupación mutua y corremos hacia la puerta de la habitación, él desgarrando el techo, yo gateando en el suelo mientras la explosión de la primera garrafa destroza e incendia lo que queda por quemar en la casa.
Entre las llamas y sin previo acuerdo nos dirigimos a través del pasillo hasta el comedor y, con un grito bestial y humano al unísono, cruzamos las columnas de fuego que se levantan sobre mi saturado living.
En mi depósito los fuegos artificiales y la otra garrafa dan el toque final a nuestra desventura mientras estamos a escasos centímetros del ventanal del comedor.
La segunda explosión lo arranca primeramente a él del techo y luego a mí del suelo. Nos junta con un montón de otros objetos —o al menos vestigios de estos— y nos proyecta a través del ventanal en el interior de una bola de fuego que se deshace sobre el otrora jardín del vecino de enfrente.
Sin más ceremonia, la casa se transforma en una gran pira y los dos quedamos uno al lado del otro humeantemente sentados sobre el césped antiguamente verde.
Contemplamos estupefactos y cenicientos el lugar donde podríamos habernos hallado al instante de todas aquellas llamaradas y, tal vez sin querer, la bestia deja salir un apagado.
—Miauf.
Acto seguido al cual me incorporo y le grito;
—¡¡¡ZAAAPE!!!
Su respuesta es inmediata como yo pretendía en un primer momento. El engendro huye por entre los arbustos, trepa a unos árboles y salta un lejano muro con la velocidad de una centella. Y ahora que todo ha terminado, mientras se amontonan curiosos y los bomberos planean llegar, me arrojo sobre el césped de un gran plantero a terminar el placido sueño que aquella pesadilla maullante osó interrumpir.