
AzrAzr permaneció inmóvil en la habitación. Parecía ser que estuviese en otro lugar, al aire libre, en un lugar solitario. A pesar de los años a cuestas, su cuerpo seguía manteniéndose en excelente forma. No había el menor deterioro en él. Su piel, una suerte de revestimiento negro semejante a la obsidiana, resplandecía. Para Barnes, el secretario de la Suprema Federación, se trataba de una imagen escalofriante.
—Nunca nos tomaron en cuenta —dijo AzrAzr por fin—. Hasta ahora.
—Entre usted en razón —dijo Barnes—. Mírese: luce como un joven, pero piensa como un viejo. ¿Podrá cambiar su forma de ver las cosas?
—Ustedes temen perder su poder. Por eso nos odian.
El rostro del secretario cambió de expresión.
—No nos gusta lo que hacen con sus cuerpos —dijo—. Deberían estar de acuerdo con las leyes de la naturaleza —se acercó un poco más, casi en frente de AzrAzr, y enfatizó—. Tómelo como una recomendación, maniquí.
Al abrirse la puerta, apareció un hombre de corta estatura y mirada viva. Portaba la insignia del laboratorio y una visera al nivel de sus ojos.
—Encantado de conocerle, señor —dijo, con una sonrisa radiante. Quiso darle la mano a AzrAzr, pero éste no reaccionó al gesto.
—¿Quién es usted? —preguntó AzrAzr con extrañeza.
—Iván Margullis. Jefe de la Unidad Retentiva.
—Nunca los había oído.
—Es porque somos nuevos en esto —dijo Margullis.
—Entiendo. —AzrAzr aguzó la mirada y exploró a los hombres que estaban allí. La semejante apariencia en ellos le provocó una sombría impresión.
Barnes consultó la información que llevaba en la mano y, con una voz áspera y dura, dijo:
—Alguien nos informó que usted estuvo presente en la Fiesta de Unidad. Justo ese día y justo a esa hora.
—No recuerdo haber estado en ese lugar —declaró AzrAzr.
—Veamos... Aquí dice que durante su tercera sesión de tratamiento usted pronunció algunos enunciados en estado semiconsciente. Allí reveló su presencia en la Fiesta de Unidad; hubo varios testigos que lo corroboran. Pero nosotros sabremos los detalles de lo que ocurrió.
—¿Se refiere al registro de memoria? Me pregunto cómo funciona.
—Tenemos algunos problemas con la calidad de imagen —explicó Margullis—. La mente retiene a detalle cualquier estimulo en sus cinco sentidos. Por varias razones se pierden recuerdos en más de un 80 por ciento. El registro de memoria parte de un sistema de transferencia, el cual penetra en el cerebro y estimula las neuronas que tienen almacenada la información perdida. La serie de imágenes y sonidos quedarán plasmadas en granos de almacenamiento dentro de una lámina cristalina. Con la fecha de inicio, así como fechas clave, podremos retroceder y adelantarnos en el momento que nos interesa.
—Con lo que aporte a la Suprema Federación —informó Barnes—, se le devolverán sus derechos. Podrá seguir burlando a la muerte cuanto le plazca. Pero llegará el momento en que se aburra, y entonces pedirá la eutanasia.
—Sí. Sentiremos el momento propicio para retirarnos —contestó AzrAzr, seriamente, como si ese tema fuera sagrado—. El camino al desierto se entreverá. Al llegar ahí tendremos la oportunidad de ver cada amanecer y cada ocaso. Así lo estipula el deseo contenido en nuestro cerebro. Las flores crecerán y nosotros las acompañaremos.
Barnes y Margullis se miraron, con la duda y el escepticismo en sus rostros.
El secretario susurró:
—Está loco. Realmente ha perdido la cabeza.
El laboratorista miró el reloj de la estancia y anunció:
—Creo que ya es hora. Después de usted, señor AzrAzr.
Al salir lo esperaban agentes de seguridad. El cuerpo de AzrAzr avanzó de forma recta y segura. En sus ojos deambulaba una insensible actitud. Había frialdad en ellos, como si estudiara este mundo a su alrededor y le fuera indiferente.
Arribaron a un cuarto en donde se hallaban más laboratoristas. AzrAzr los miró en silencio.
—¿Dónde está Kintto? —preguntó—. Esto debe ser importante para él. Estaba muy excitado la primera vez que conversamos.
—Buenas noches, señor AzrAzr —digo la imagen del Ministro Kintto emergida en una pantalla circular. Sus inquietos ojos azules contrastaban con su edad avanzada—. Disculpe que no esté con usted, pero me es imposible acudir. Debe comprender que soy un hombre ocupado.
AzrAzr no respondió.
—Es importante saber la identidad del asesino —continuó el Ministro Kintto—. Esto sucedió hace mucho tiempo, pero cuando se esclarezca la muerte del Ministro Lainer muchos entenderán las causas que nos han traído a este punto. La historia se escribirá sin huecos, señor AzrAzr.
—Sin huecos —repitió AzrAzr, más para sí que para el conjunto de hombres que lo observaban.
—Cuando murió el Ministro Lainer en la Fiesta de Unidad —continuó el Ministro—, en realidad no se alteró el camino que tenía previsto para el mundo. Auguró grandes logros, pero creemos que las consecuencias de su muerte ya empiezan a ser perjudiciales hoy en día.
AzrAzr lo miró fijamente y preguntó:
—¿Qué consecuencias?
—El Clan Solar. Imagino que lo conoce.
—Sí, por supuesto.
—Al principio era una herejía, una chifladura —dijo el Ministro Kintto—. Ahora es todo un fenómeno social. Señor AzrAzr, este grupo comienza a desplazar a las religiones de hoy en día. Sé que hay pocos estados laicos en el mundo, pero este susodicho clan va más allá de los individuos y sus dogmas. No creen en dioses o en milagros. Ellos han buscado los milagros en la ciencia, en la educación, en el arte. Y, me cuesta trabajo admitirlo, hay algunos que se han infiltrado en la política.
»El Ministro Lainer era un defensor del derecho a creer en religiones; en cualquiera. Al parecer, era un estudioso de la teoría e historia de la religión. El tema lo fascinaba. Fue un agnóstico, pero intuyó un cambio en los fundamentos del hombre, el resurgimiento de un extraño culto.
»Y acertó. Poco tiempo después surgieron reportes de este culto. No eran muchos los seguidores, pero gente importante se unió a ella. Construyeron santuarios de reunión, divulgaron su causa e impartieron estudios acerca de ello. El Ministro Lainer tuvo una extraña postura al permitir que siguieran proliferando. Hay un peculiar fragmento de su texto Los percusores del cambio en el que dice : No asevero ni rechazo la reinvención del hombre. No hay razón para creer en ella pero tampoco tengo medio alguno para oponerme. Pero si existiera alguna forma de saberlo, lo probaría por el mero hecho de existir. A pesar de eso, el Clan Solar observó a nuestro honorable líder como el principal obstáculo para su causa. Todo apunta que así fue. Lo único que necesitamos es una prueba de que ellos planearon su muerte. Si es así, las intenciones del Clan Solar serán conocidas por el ojo público.
»¿Se imagina lo que sucederá con el surgimiento de una postura contradictoria? A falta de fe comenzará la gente a transgredir, a abandonar las leyes que los códigos morales expresan, surgiría una total anarquía. Sin una dosis de respeto hacia la voluntad humana, nuestra vida sería imposible. Nos destruiríamos en rebeldías insensibles, en cóleras sin objeto. Actos de salvajismo, robos, violaciones, esclavitud.
—Ahora entiendo —dijo AzrAzr. Reparó con atención a los susurros nerviosos que proliferaba en la sala. Su delgado y oscuro cuerpo lucía con más intensidad.
—Entonces sabe la delicadeza del asunto y de porqué está usted aquí —declaró el Ministro—. Sé que puedo confiar en usted.
—No.
El rostro del Ministro cambió de expresión.
—¿Qué dice? Confiamos en que usted nos dijera quién.
AzrAzr reflexionó antes de apuntar:
—Me es indiferente su conflicto. El contenido de sus palabras es un terreno que no alcanzo a concebir. Sólo espero llegar al desierto y dormir el resto de la eternidad.
—¿De qué está hablando, maldito desquiciado? —estalló Barnes—. ¿No le importa lo que suceda con la humanidad? Usted está podrido, AzrAzr. No queda más que un patético simulacro de lo que alguna vez fue.
—¿Cómo sabe que la toma de poderes por parte del Clan Solar no será perjudicial para usted y su grupo? —quiso saber el Ministro Kintto—. ¿Lo ha pensado bien?
—Por lo que sé —objetó AzrAzr, con un tranquilo acento en su voz-—, es que ellos aún no se han puesto en contra de nosotros. ¿Eso qué significa? Significa que si toman el control, habrá un cambio en la apreciación pública hacia nosotros. Nos integraremos a la sociedad sin escondernos y sin ser señalados. Nadie volverá a vernos con rechazo.
—Vamos, señor AzrAzr —dijo el Ministro, con disimulo y paciencia—. No podemos fallar en esto. Este crimen no debe quedar impune.
AzrAzr giró con lentitud su rostro y miró directamente la imagen del Ministro Kintto.
—Su peculiar aplicación de la justicia es una falacia —dijo—. Usted adopta una postura conservadora y no aplicable a los intereses del hombre. Eso nunca cambia.
El ministró pareció contrariado. Por primera vez se le veía despojado de su estatus.
—AzrAzr —empezó—, permítame exponerle algo. Usted y sus camaradas quieren atravesar y derretirse bajo el infernal calor cuando lleguen al desierto. Nadie en esta habitación entiende lo que eso significa. Sólo usted. Pero, ¿no se ha puesto a pensar que tal vez ya no siente simpatía alguna por la causa humana? Lo que yo he visto en usted es un rechazo al mundo y a la humanidad.
AzrAzr se puso de pie.
—Nunca los hemos rechazado —declaró—. Esa no es nuestra intención.
—Será mejor que se siente —fue la sugerencia del Ministro, con un pequeño atisbo de orden.
AzrAzr volvió a ocupar el asiento.
—Dígame, ¿qué lo hizo tomar una decisión como esa? —preguntó el Ministro Kintto—. ¿La de convertirse en un hombre negativo? He oído decir que no cualquiera lo hace. Se gana mucho y se pierde mucho. Cuando se toma una decisión como esa, es por una causa egoísta. Debió ser por algo. Quizá era huérfano. ¿Drogadicto? ¿Indigente, acaso?
Los ojos sin pupilas de AzrAzr parpadearon.
—Debí tener mis razones —dijo—. Pudo ser la mejor decisión que tomé. Decisiones como esa cambian a los individuos y los hacen trascender en algo más grande.
El Ministro miró interrogativamente aquella figura.
—Bien, no indagaré más en eso. Lo que importa es que usted se someta al registro de memoria.
AzrAzr miró con cierta reserva al Ministro.
—¿Piensa que lo haré? —preguntó.
Barnes se inclinó sobre la mesa y tomó a AzrAzr del brazo.
—¡Engendro, hijo de perra! —gritó—. No estamos jugando.
El hombre negativo se limitó a observarlo.
—Déjelo, Barnes —ordenó el Ministro Kintto.
El secretario no obedeció.
—¡Le ordené que lo dejara!
Lo soltó. AzrAzr se cuadró al instante y volvió a adoptar la misma postura, como si nada hubiera pasado.
El Ministro Kintto guardó silencio y miró agudamente a AzrAzr.
—¿Qué piensa hacer con él? —preguntó Barnes con desagrado.
El Ministro se dirigió al hombre negativo y le preguntó:
—AzrAzr, ¿qué pensaría si le digo que tenemos en marcha un programa de ayuda para negativos? Tendrán lugares fijos de convivencia, además de que la Suprema Federación tiene intenciones de reconocer oficialmente a la red de clínicas. Dejarán de ser clandestinas. Es lo menos que puedo hacer por usted ya que lo retendré bajo su voluntad —por último ordenó—: Llévenlo a su habitación.
La imagen se desvaneció. Dos hombres de seguridad escoltaron a AzrAzr y salieron.
El secretario Barnes lo siguió con la mirada.
* * *
AzrAzr reposaba sobre la cama, con los brazos cruzados sobre el torso y la mirada perdida en el techo. Pensó en el desierto, aquella porción de paraíso que le esperaba. Faltaba mucho tiempo para llegar a ese lugar, pero los negativos no conocían la impaciencia. Sólo vivían de sueños, y a ellos se abrían paso libremente.
La luz estalló por encima de él.
Sobre el umbral de la puerta apareció una joven. Llevaba el cabello muy corto e intensamente negro. Tez muy blanca y ojos tan francos que proyectaban su alma. Por un momento quiso volverse hacia la puerta, pero se detuvo. Su retraimiento impidió que diera el siguiente paso.
AzrAzr se puso de pie y la miró, como si contemplara un ciervo perdido. Por un momento nadie dijo nada. Ella no se atrevió a alzar la mirada.
—No temas —dijo AzrAzr con una voz suave, un sonido semejante a una tonada melancólica—. Acércate.
Ella obedeció, dudosa. Ocultó su rostro ante la penetrante mirada de él. Alcanzó a decir por fin:
—¿Es usted AzrAzr?
—Mi identificación en la red de clínicas —confirmó él—. Es lo más semejante a un nombre.
La presencia de los guardias postrados en la entrada, además de la constante vigilancia a la que era sometido, le dieron la idea a la joven mujer de que trataban con un prisionero. Muchas de las medidas empleadas por el Ministro Kintto no eran aprobadas por ella. Ésta era una de ellas.
Se acercó lentamente hacia AzrAzr y dijo:
—Mi nombre es Daína Lanier. Soy la hija del Ministro Lainer.
—Es correcto —expresó AzrAzr—. Suena bien. No puedo concebir otra designación uniestructural en ti que no sea ésa.
La imagen del negativo pareció difusa a Daína. No creía hablar con un hombre de carne y hueso sino con un molde o símbolo, un aparato de frases hechas.
—¿Estuvo usted presente en la Fiesta de Unidad? —quiso saber.
El negativo no respondió.
—¿Sabe cuál fue su primer nombre? —La voz de Daína volvió a hacer eco en la habitación.
—No lo sé —contestó por fin AzrAzr—. Pero supongo que era la designación de un enfermo. Caminaba como una sombra, como todos. Cuando se camina así no hay un verdadero destino. Se actúa conforme a las circunstancias. En cambio, un ave vuela al nido y cuida a sus críos. Las circunstancias lo hacen llegar a tiempo o tarde. Pero siempre llega. Las circunstancias cambian al hombre. Se vende muy rápido a ellas. Lo único que le queda es ajustarse.
Daína dio la espalda a él rápidamente. Se encogió con una mueca de horror.
—¿Quién lo hizo? ¿Quién mató a mi padre?
—Cuando un hombre destruye la vida de otro —dijo AzrAzr—, su causa no tiene verdadera lógica. Tan sólo se trata de un arrojo primitivo de los instintos a causa del miedo. Es difícil, dentro de la mortalidad y la banal existencia de algunos, hallar la verdadera razón de su comportamiento. No hay paz en él.
»La buena convivencia entre los hombres no se mide con pensamientos e ideologías, sino con su comportamiento. En la red de clínicas pueden despojar de todo aquello que ciega la realidad. La pregunta es: ¿Qué tan dispuestos están a renunciar a todo aquello que los caracteriza?
Ella no entendió qué quiso decir con eso. Unió con fuerza su mano al pecho y suspiró profundamente. Un escalofrío recorrió su cuerpo.
—Tócame —pidió el.
Daína lo contempló, absorta.
—Tócame —repitió AzrAzr. La bata que lo cubría cayó al suelo. Sus piernas eran extremadamente largas; ni muy anchas ni muy delgadas. La redondez y elasticidad de sus músculos se contorneaban con estética perfección. Su entrepierna era un simple continuo de carne oscura, sin vello púbico y sin sexo alguno.
Daína intuyó que el tratamiento no sólo se limitaba al rejuvenecimiento, sino que había otro tipo de medidas mucho más drásticas.
La mirada que proyectaba AzrAzr repetía la misma orden.
La joven se adelantó hasta él, vacilante, y alzó un dedo. Tocó los labios del negativo. Estaban secos y fríos, casi helados. Los retiró y tuvo que girarse para ocultar su emoción.
AzrAzr dijo:
—No soy más un hombre. Lo que alguna vez fui está muerto y yo viviré mil años. Cuando eso suceda sólo quedará el desierto. En el desierto...
Daína comenzó a sollozar muy quedamente. Su frágil cuerpo temblaba en la oscuridad del cuarto. Apretó los párpados. No soportaba siquiera mirarlo.
Él continuó:
—En el desierto.
—¡No lo diga! —Lo interrumpió Daína, con un amargo tono—. ¡No quiero saber qué pasa en su desierto! La perdida de mi padre tiene mucho más sentido del que usted se imagina. Él tenía causas justas hacia su pueblo. Creía que sus ideales lograrían trascender; que los inspiraría y los haría ser mejores personas. Siempre tuvo la satisfacción de hacer lo mejor por el bien del planeta.
AzrAzr mantuvo fija toda su atención en la joven. Aquella criatura exteriorizaba una emoción difícil de entender para él. Lo había percibido con anterioridad al estar con los hombres del Ministro, pero en esta ocasión tenía más intensidad.
Era rencor. Rencor hacia él y hacia lo que representaba: el sueño de utopía, un paraíso al que ha sido negado la humanidad desde el momento en que apuntalaron un arma de sílex en las cavernas.
Él continuó callado, sin reparo alguno.
—Usted tiene la oportunidad de hacer algo correcto —dijo Daína, más tranquila—. Sé que las posturas de los negativos son extremistas y muchas veces sin sentido. Pero conciben el mal como un comportamiento por erradicar. Sí es así, le pido por última vez se someta al registro de memoria. El Ministro Kintto hace uso de su autoridad para obtener lo que quiere. Yo simplemente confío en su buena fe, AzrAzr. —Recogió la bata del suelo y la extendió sobre los hombros de AzrAzr.
Él aceptó el gesto con una leve inclinación de cabeza.
—Eres auténtica —dijo—. Nunca había visto eso en un ser humano. Un rasgo sobresaliente. Los hombres son egocéntricos por principio. Su identidad, su yo
está por encima. Lo tienen en mente todo el tiempo. Pero cuando se descubren a los demás, optan por otros rasgos, otros caracteres. Sin un juicio de verdad, sostienen sus intenciones hasta lograr su misión.
—Usted, a pesar de mostrar desinterés por nosotros, parece conocernos en el fondo —observó ella.
Sin parpadear, AzrAzr dijo:
—Al llegar al desierto, la verdadera eternidad y todos los secretos que esconde el universo se abrirán. Incluso la naturaleza del hombre.
—Usted no lo ha visto —reprobó ella—. No hay modo de que lo sepa.
—Como tampoco —dijo AzrAzr completamente dueño de las palabras y de su postura— hay modo de que ahora lo entiendas.
Daína ahogó un suspiró.
El aparato de comunicación en la estancia se puso en funcionamiento. La voz de Margullis informó:
—El equipo está listo, señorita Lanier. ¿Quiere usted pasar a la sala de registro? Muchos estarán presentes para.
—Sí —dijo la joven—. Necesito estar lo más cerca posible.
Daína fue acompañada por los guardias, justo detrás de AzrAzr, callada, con la sensación de no pertenecer a nada y a nadie en el mundo. Vacía por primera vez desde hacía mucho tiempo.
* * *
La expectación era evidente en la sala de registro. Eran pocas las personas presentes, el número necesario para no hacer de aquello una noticia. Algunos hombres de política y ciencia intercambiaban comentarios mientras esperaban. Barnes estaba ahí, en primera fila, con la mirada turbia y las piernas cruzadas.
En frente estaba formado un colosal cubo de metal el cual acaparaba todas las miradas. Al fondo de la sala, un rectángulo dividido en doce cajas holográficas desperdigaba gruesos cables por el suelo, principalmente conectados al cubo.
Margullis, sentado en un costado y rodeado por los indicadores del equipo, se frotaba las manos con expectación.
AzrAzr fue llevado al cubo, le dirigió una mirada a Margullis y dijo:
—¿Qué cree que puedan encontrar? La mente es un engaño continuo.
—Señor AzrAzr —dijo Margullis—, no contradiga un hombre que trabaja con la mente.
La puerta se abrió como una pesada bisagra. El interior del cubo estaba oscuro, pero el encarnado fulgor de una silla estaba ahí. Los ojos de AzrAzr brillaban en un atisbo de duda mientras le cerraban las pulseras sobre sus muñecas y tobillos.
Una enfermera se acercó a él. Tanteó con un dedo una vena de su brazo y se dirigió a él:
—No dolerá nada. —Sonrió con gesto amable—. Será más fácil para usted si permanece consiente a medias.
Él asintió.
La enfermera introdujo una delgada aguja por debajo de la piel. AzrAzr no hizo el menor movimiento. En segundos, un extrañó líquido circuló a través de la sangre. AzrAzr notó cierto frescor hasta quedar en estado soñoliento. Sus parpados se agitaban como dos lentas persianas. Sus funciones vitales, vistas a través de un monitor, habían decaído.
La enfermera informó al mismo tiempo de que cerraba la puerta:
—Doctor Margullis, el paciente se encuentra listo para el registro. Podemos empezar cuando usted quiera.
El laboratorista dijo en tono moderado:
—Serie de estimulación número 1. Cinco milivoltios a mi señal. Fuera luces, por favor.
La luz menguó. El rectángulo holográfico se tornó azul.
—Inicie el registro.
Oscureció por completo. Uno de los monitores parpadeó en un pálido resplandor. Los invitados parecían caer en un confuso temor.
—Serie de estimulación número 2. Tres milivoltios a mi señal. —Aguardó unos momentos y después dijo—: Ahora.
Un instante después, el rectángulo desprendió rápidas imágenes: flashes, formas y sonidos. Todo sucedió en vertiginosos segundos. El proceso se detuvo después de grabar la memoria de AzrAzr.
—Registro completado —indicó una voz por el audio.
La puerta del cubo se abrió. Los ojos de AzrAzr estaban casi fuera de sus cuencas. En su boca se dejó ver un delgado hilo de saliva deslizándose por un costado hasta llegar al pecho. Las aletas de su nariz se hincharon hasta que comenzó a respirar convulsivamente.
Barnes se acercó e hizo un gesto hacia Margullis.
—¿Alguna sugerencia en la búsqueda, doctor?
—Poseemos dos registros: el humano y el negativo. Lo primero que debemos averiguar son fechas clave. El nacimiento, por ejemplo, y otros acontecimientos ya verificados por el equipo de inteligencia. De ahí partimos a una simple comparación con el registro. Lo sabremos en poco tiempo.
—Consiga un primer plano y parta hacia atrás —habló el secretario con firmeza—. Busque cualquier mínimo detalle.
—Debe tomar en cuenta que sólo contamos con la visión del paciente —advirtió Margullis—. Lo que él haya enfocado, es lo que veremos con más nitidez. Los contornos y los últimos planos serán difíciles de ver.
Barnes mostró una desafiante mirada de desaprobación al laboratorista.
Margullis se volvió al equipo de reproducción. El anfiteatro volvió a oscurecerse. Enseguida, una luz grisácea en el rectángulo comenzó a pulsar. Un sonido cacofónico y repiqueteante fue percibido por todos los presentes.
—Bien. Ya tenemos calibrada la medida en el registro.
Un contador digital inició su camino hacia delante. Margullis ofreció un primer plano. Sombras comenzaron a emerger en una danza. Retazos de color y representaciones desenfocadas. El equipo inició correcciones a detalle. El primer vistazo estaba casi listo.
Daína observó con atención: un recuerdo hecho imagen, una sensación de gran intensidad en la que usualmente uno se retrae así mismo para comenzar a evocar aquellas visiones que sólo tienen cabida en la memoria. Ahora, sin esfuerzo, podía ver y escuchar el pasado.
Era mediodía. 20 años atrás, en algún lugar del mundo. Se observaba una ancha calle con cientos de personas a sus costados en plena efervescencia. Los resplandores dorados cobraban forma de naves de combate, mientras que las primeras vibraciones de la música se aproximaban. El sendero estaba despejado para darle paso a los carros alegóricos. La multitud comenzó a gritar con excitación. Calle abajo se auguraba una explanada, perfectamente acondicionada para el evento: La Fiesta de la Unidad.
La vista del individuo intentó mirar más allá de lo que podía. Quiso abrirse paso entre la enmarañada masa. De pronto, un espacio se despejó ante él, pero surcaban hasta el hastió un sin fin de personas. Un torrente de brazos. Bocas abiertas. Ojos por doquier.
—¡Mucha gente! —gritó, sin que fuera advertido—. ¡Esto es demasiado! ¡Déjenme pasar!
Alcanzó una esquina hasta internarse en un callejón. Poco a poco se diluyó la multitud. Subió dos peldaños con gran esfuerzo y se aplastó contra el suelo, exhausto.
Vigiló los dos extremos del callejón y advirtió un pasaje que atravesaba una hilera de edificios. En su visión no parecía haber cabida para titubeos.
Los sonidos se acentuaron. Una banda marcaba el ritmo de la melodía. La multitud avivaba el evento. Giró la cabeza y fijó la mirada en un templete. Fuera de una nave, los hombres de poder sonreían ante la buena acogida. Uno de ellos recogía la mayoría de miradas: El Ministro Lainer era viejo, provisto de una barba abundante y una insólita sabiduría. Estuvo totalmente a plena vista, complaciente al público, y estos agradecían el detalle. Se incorporó sonriendo y con los brazos alzados hasta llegar a la valla. Sus escoltas lo siguieron.
El hombre se adelantó unos cuantos metros. Su boca expulsaba cortos y rápidos jadeos al tiempo de que su abdomen se comprimía con la valla. La mirada intensa de un guardia se trabó con la suya.
—Atrás —indicó éste, con un brazo levantado—. Aléjese, por favor.
Miró al guardia y tragó saliva. El latido de su corazón pulsó en breves intervalos. Un destello resplandeció súbitamente.
El rostro del guardia advirtió algo.
—¿No me escuchó? ¡Le di una orden!
El guardia estuvo a punto de dar una señal de alerta cuando se vio fulminado por la descarga.
El individuo dio un saltó por encima de la valla. Un instante después ya había ganado unos metros más. Ondeando un tubo de energía en todo lo alto, midió cada paso, sombrío, cada vez más cerca. Y nada podía evitarlo.
Al mismo tiempo en su interior, oscuro y enfermo, aún frecuentaba un alma incompleta, de capacidades nunca heredadas. Se propuso un solo punto: su propia liberación. Esperó el resurgimiento, ese estado trascendente que le permitiría ver al mundo desde otra perspectiva. Lo que alguna vez el hombre convencional nunca se percató, ahora él lo vería con claridad.
Instintivamente se miraron a los ojos con un último rictus de despedida.
El ministró levantó los dos brazos por encima de él, con una expresión solemne en el rostro, como si, de un modo tácito, aceptara el acontecimiento que sucedería ante sus ojos. El ciclo de silencio, indolencia y sometimiento estaba por terminar. El anciano inclinó la cabeza con humildad. Supo que debía morir.
La voz del perpetrador sonó agresiva, lacerando al mundo y al anciano que tenía en frente de él:
—¡Anuncio mi redención!
Dos ráfagas, la fuerza de dos mortales detonaciones derrumbaron al anciano y lo dejaron tumbado, boca arriba, sin una mitad del rostro y sin voz que se dejara oír. En instantes, un charco de sangre se extendió sobre el suelo.
Surgió un vaivén de formas sin definir. Hubo algo en él que se entretejió, cómodamente adaptable. Las fisuras fueron cubiertos hasta redefinir un nuevo ser, puro y cristalino. Sus ojos se cerraron. Sólo quedaba el ruido de la confusión en general.
La imagen se detuvo.
Los reunidos se pusieron de pie en la sala. Los gritos y los improperios transcurrían como una marea incontenible. Barnes trataba inútilmente de llamar a la calma.
Daína tembló, presa de sí misma. El testimonio le parecía irreal. Una alucinación. Contempló la fisonomía hecha sombra de AzrAzr. Ahí estaba: débil y extendido.
—Todo se derrumbó —dijo Barnes, aún sin creer lo que había contemplado—. Ahora tenemos como contraparte una sola fuerza. El Clan Solar y los negativos... —Continuó, con el rostro helado—: Ellos no son dos grupos diferentes. ¡Son uno solo! Para proteger sus identidades y no revelar sus acciones, deciden someter sus cuerpos a una restauración de células.
Nadie se movió. El corazón de Daína dio un vuelco tras conocer la terrible verdad. Contuvo la furia dentro de ella, y al hacerlo se derrumbó en el suelo. Barnes y varios asistentes la auxiliaron.
Margullis permaneció en la consola de registro. Su vista recorrió los datos del registro de memoria y las fechas clave.
—Señor secretario, siento interrumpirlo. Me temo que ha sucedió algo extraño con la grabación. Los registros humano y negativo han quedado plasmados en la lámina con éxito. Pero tropecé accidentalmente con este detalle.
—¿De qué detalle habla? —preguntó Barnes, inquisitivo.
—Las imágenes que observamos no provienen del registro humano, sino del registro negativo: su segunda vida.
Barnes se sintió inmediatamente estupefacto.
—¿Quiere decir que siendo negativo, asesinó al Ministro Lainer? —exclamó—. ¿Es lo que quiere decirme? Si es así, ¿dónde se encuentra el registro humano?
—Al parecer... —continuó Margullis, también confundido—. Al parecer hay un pequeño lapso en el que se acoplan, señor. Sé... Sé que no tiene sentido.
Los otros se quedaron mirándole, sin comprender.
—No —dijo Barnes, con voz trémula—. Eso no es posible.
Margullis sacudió la cabeza y dijo:
—Eso no es todo. Ya he visto las imágenes del registro humano, y al parecer no corresponden a AzrAzr sino a otra persona completamente diferente. Señor secretario —continuó el laboratorista—, creo que debe ver esto.
Cuando Barnes observó las imágenes en el monitor de la consola, su expresión se sumió en un silencio.
Daína fue la última en ver a través de la mirada del Ministro Lainer. Y antes de que sus ojos se cerraran, vislumbró al asesino. En su oscura mano aquella figura portaba un tubo de energía.
Daína retrocedió.
—No. No. ¡No! —exclamó.
La sala estalló en improperios por parte de los asistentes. Los murmullos se convirtieron en sollozos y lamentos.
AzrAzr abrió los ojos, como si cobrara vida de nuevo. Le pareció salir de un sopor que no había tenido en mucho tiempo.
Barnes levantó la vista y, con una voz casi insostenible, dijo:
—Él... Él es el Ministro Lainer.
—Creo que es más que eso, señor secretario —interrumpió Margullis—. La restauración de células nunca ha entrado en la prioridad de la red de clínicas. Al parecer, se encargan de la reproducción asexuada de células, fecundadas con los cromosomas de los propios pacientes.
—¿Qué dice? —preguntó Barnes, alarmado—. ¿Se trata de una clonación?
—Sí. Esto debió ser planeado por el propio Ministro. Sabía que moriría. Él apoyó desde un principio al Clan Solar; es por eso que adoptó una postura pasiva. Se inmoló a consecuencia de esta adoración al culto, esta segunda nueva vida.
El hombre negativo miraba boca arriba sin parpadear. Su oscuro cráneo brillaba por el sudor.
—Un caos... —dijo en tono tembloroso—, una irracionalidad. Sólo había una forma de acabar con ella. Me quemaba por dentro.
Su voz se perdió repentinamente en un susurró.
Daína se acercó y miró el rostro inconsciente del negativo, cerca del borde de la silla.
—El desierto —continúo AzrAzr en una infinita paz—. A eso se reduce todo. Así debe ser. Ese es el lugar. El propósito de toda una vida.
Daína contestó desolada, como si las diferentes partes de su cuerpo se marchitaran, cayeran bajo su inevitable peso y fueran arrastradas por el viento:
—Sí... Así debe ser.
—Pero todavía hay tiempo. Para mí. —AzrAzr tenía ahora el aspecto de una frágil criatura—. Aún faltan varios procesos, varios descubrimientos que debo conocer.
Daína sintió las miradas dirigirse a ella, expectantes. Una idea cruzó su mente: De alguna forma, su padre no estaba muerto. Era él . Un negativo. El enorme y penetrante dolor la perturbó. Sin embargo, un cierto sentimiento de culpa, tal vez de remordimiento surgió en ella. Las lágrimas subieron a su rostro. Se restregó los ojos y entonces lo supo: Ella debía heredar el poder y la responsabilidad de su padre, el Ministro Lainer. Éste era su deber como nueva ministro. Y no había cabida para nada más, ni siquiera para cualquier tipo de benevolencia.
—Padre —susurró Daína—. Padre, lo siento.
Tiempo después, cuando la sala de registro se vació, AzrAzr fue llevado con movimientos suaves a un cuarto continúo. Ahora faltaba un último procedimiento.
Ahí le esperaba un grupo conformado por un jurado, un juez, un fiscal.
Y un verdugo.