Sitio de Ciencia-Ficción
LA LÍNEA
por Jacinto Muñoz

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1

—Esta es la última línea de defensa ¡Es la Línea! A partir de aquí no hay pasos atrás.

Al coronel le gustaban las soflamas, arengar a la tropa al viejo estilo, a viva voz, con el regimiento, formado, compañía a compañía, en perfecto estado de revista. No era el caso, sus tres mil hombres mal contados, eran restos reorganizados a toda prisa, con capitanes ejerciendo de comandantes y sargentos de oficiales, cuando no era algún soldado veterano al que le tocaba mandar. Aquel lugar iba a ser la tumba de un ejército de desechos. Muy bien pues si tocaba caer, caerían y lo harían cumpliendo las órdenes hasta el final.

—Sabéis lo que os espera —señaló hacía un frente de nubes que se aproximaba por el este—, ya los conocéis, son feos de cojones y gritan como las abominaciones inmundas que son. Dan miedo, mucho miedo y en cuanto los veáis cara a cara podéis cagaros encima de los pantalones, pero, y quiero que esto quede bien claro, ninguno de los hombres bajo mi mando retrocederá un sólo paso —dejó la última frase flotando en el aire y alzó de de nuevo el brazo, esta vez señalando al oeste—. No miréis a vuestra espalda, más allá de esas colinas no hay nada, todo lo que queda de nuestro mundo es esta línea y este río y aquí lo defenderemos o moriremos.

2

—¿Cuánto tiempo llevamos juntos, sargento?

—Tres meses, mi capitán.

—¿Tres meses? Hubiese jurado que era toda una vida —era el único oficial vivo de la tercera y el sargento el último suboficial, con un par de cabos, se las apañaban para trescientos hombres—. Desde el Rin, entonces.

—Desde el Rin.

—Y el Rin era un río más ancho que este ¿verdad?

El sargento se encogió de hombros y observó en silencio el rostro cansado de su superior sentado en la silla de campaña.

—Te he mandado llamar porque quiero que te encargues de organizar patrullas al otro lado del río.

—Como usted ordene, mi capitán —No necesitaba otras explicaciones pero el capitán continuó hablando.

—Hay que conseguir información de primera mano. Los satélites fallan y apenas contamos con una fuerza aérea operativa. Parece increíble, ellos no disparan ni derriban aviones y están todos tirados por ahí por falta de combustible, pilotos, estaciones de seguimiento, aeropuertos... La tecnología siempre fue nuestro gran punto débil.

El sargento inclinó la cabeza, un gesto ambiguo que podía pasar por un asentimiento.

El capitán lo entendió así.

—Eso es lo que me gusta de ti, que nunca dices nada, ni quejas ni preguntas —Cerró los ojos y se pasó la mano por el pelo antes de continuar—. Al coronel le van los grandes discursos, los cojones, el valor y todo eso, ya le conoces. Esta vez no exagera, no queda nada detrás de nosotros, mejor dicho no quedará nada dentro de unos días. Van a esterilizar toda la zona de costa a costa, desde aquí hasta las montañas, bombas de vacío, incendiarias, todo lo que tengamos en los arsenales exceptuando el armamento nuclear. El objetivo es establecer un corredor seguro, limpiar la retaguardia para evitar lo que pasó en el Rin.

¿Y qué pasó en el Rin? ¿Lo sabe alguien? pensó el sargento.

—Es una táctica curiosa ¿no te parece? Arrasar la retaguardia y dejar que el enemigo avance si oposición —El capitán se sirvió un café y le ofreció otro al sargento que lo rechazó. Sorbió un poco y dejó el pocillo sobre la mesa—. Antes, claro está, evacuarán a toda la población civil a una zona segura.

—Claro está —repitió el sargento—. No se preocupe, mi capitán, no habrá pasos atrás, los hombres están tan agotados que no los darán en ningún sentido.

El capitán le miró marcharse en silencio, más sorprendido por la longitud de su última frase que por la ironía que encerraba.

3

Primero fueron las explosiones, después el vendaval que barrió la línea y el reflejo anaranjado que iluminó el horizonte de un extremo a otro.

—¿Qué demonios estarán haciendo? —preguntó Becerra.

Miñambres sonrió con malicia.

—Limpiando la retaguardia.

—¿Limpiando la retaguardia? ¿Para qué?

—¿No oíste al coronel? más allá de esas colinas no hay nada. Se están asegurando de que sea verdad.

—¿Por qué? —Nogués, era casi un niño—. ¿Si no hay nada detrás que hacemos aquí?

—Morir, hijo, morir con honor alimentando la gran hoguera donde arderá el mundo civilizado —respondió Miñambres.

—No es cierto, he oído que la flota se está reuniendo en Barcelona para evacuarnos a todos hacía las islas.

—Claro que sí, chaval, la flota —Miñambres volvió a sonreír—. Cabanillas tú eres de Barcelona, cuéntanos lo que pasaba en Barcelona la última vez que tuviste noticias.

Cabanillas masculló un insulto incomprensible.

—También puedes preguntarle a Salvatore por las islas, es de Sicilia. ¡Espagueti! ¿Qué tal van las cosas por Sicilia?

—Cállate ya Miñambres —Salomón se acercó al Nogués y se lo llevó a parte—. No le hagas caso, hace meses que se le fue la olla.

—Más te vale creerme, chico —gritó Miñambres a los lejos—, cuanto antes te hagas a la idea de que vas a morir aquí, mejor te irá.

4

Sí, Miñambres estaba loco, solía esgrimir un sable que decía de su abuelo y le gustaba cortar cabezas mientras gritaba como un poseso. Era cuestión de tiempo que su suerte se acabase, pero manejaba bien su sable y daba tanto miedo como un engendro.

Por eso encabezaba la patrulla, acercándose al establo abandonado. Becerra le seguía unos metros más atrás.

Desenvainó el sable, dio una patada a la puerta, entró y volvió a salir dando voces.

Becerra pegó un salto y cayó de espaldas. Miñambres estalló en carcajadas.

—¡Maldito hijo de puta!

—Tranquilo Becerra —dijo Miñambres entre risas—, tardarán en llegar, les sacaste mucha ventaja en el Rin.

—En el Rin, corrimos todos.

—Sí, pero unos más que otros.

Becerra resopló, recuperó el fusil y se levantó.

—Revisemos el resto de la granja, el cabo Vidal quiere que estemos de vuelta antes de que anochezca. Yo iré delante.

—¿Seguro? ¿No quieres que papi te proteja?

—Vete a la mierda.

—Ya estamos en la mierda, Becerra, hasta el cuello.

5

Comenzó a llover. Un frente de agua sucia llegó del este y descargo sobre la Línea con saña, como un aviso de lo que venía detrás.

—Esto no es normal —Durand presumía de conocer bien el clima de la zona—, y este agua negra.

—Son los alienígenas —dijo Nogués—, ellos provocan la lluvia.

—¿Dónde has oído esa idiotez, chico? —Becerra estaba tumbado bajo una lona, limpiando sus botas.

—Lo leí en Internet, antes de que el gobierno la cortara. Había vídeos y testigos que los vieron aterrizar, en Siberia.

—¡No me jodas chaval, los engendros son marcianos!

—Los engendros son una mutación provocada por los extraterrestres.

—Pues anda que no se complican la vida esos marcianos tuyos.

—Yo no he dicho que sean marcianos.

—Marcianos, venusianos, qué más da, ¿no se les ha ocurrido otra idea mejor para liquidarnos?

—¿Entonces qué son?

—¿Eh? —Becerra se giró. Era otro de los nuevos, alto, de expresión hosca y marcado acento gallego que no había pronunciado dos palabra seguidas en el tiempo que llevaban en la Línea.

—¿Qué son? ¿De dónde han salido? —repitió el novato.

—¿Cómo te llamas, hijo?

—Leiro y no soy tu hijo.

—Sabes una cosa, Leiro que no eres mi hijo —Becerra repasó en un instante todos los rumores que habían circulado sobre el origen de la plaga—, a estas alturas, como dicen en tú tierra, me importa un carajo —terminó de limpiar sus botas y comenzó a calzarse—, deberías dejaros de películas y...

—Ya está bien de charla, os toca salir.

—¿Otra vez mi cabo? —Becerra observó su botas relucientes y el barrizal en que se estaba convirtiendo el terreno—. ¿Tiene que ser justo ahora?

—Cagando leches, Becerra, los tres.

—¿Con estos dos?

—No te quejes, el sargento y Berroeta irán con vosotros.

Becerra suspiró resignado, al menos se libraba de Miñambres.

6

—Son pocos, doscientos o trescientos. Igual tenemos suerte, mi sargento, y se han cansado de perseguirnos.

—Vendrán más, siempre vienen más. Nogués, ponme con el capitán.

—¡Mi sargento! —Berroeta seguía en lo alto del tejado. El sargento dirigió los prismáticos en la dirección que señalaba. Otro grupo más numeroso avanzaba en dirección al río.

—Ahí los tienes.

—¡Perra suerte!

—¡Berroeta baja de ahí! Nos largamos.

Berroeta no le hizo caso, su mirada estaba fija en algo a su espalda y su boca abierta para decir algo. El Sargento se giró sin esperar a oírle.

—¡Nogués! —El grito fue de Becerra. El chico se había alejado unos pasos buscando mejorar la recepción.

Diez, contó el sargento, a menos de quince metros.

Nogués, dejo caer la radio, buscando el fusil. El sargento, Berroeta y Becerra, dispararon casi a la vez, tres menos. Leiro falló el primero y el segundo, acertó al tercero. Cuatro menos.

Los engendros se movían como los lobos y lo hacían rápido, formaron dos grupos y atacaron a Nogués desde ambos lados.

El soldado consiguió hacerse con el arma y soltó una ráfaga nerviosa y precipitada, al aire. Gritó y alzó las manos con el fusil por delante para defenderse. Becerra, Leiro y Berroeta terminaron a tiros con los de la derecha, los de la izquierda, alcanzaron su objetivo.

El Sargento corrió. A poca distancia un cuarenta y cinco con carga hueca era lo mejor, si les dabas en la cabeza o en el pecho estaban listos, en la barriga, se movían, pero poco y a las malas les destrozabas las piernas. En su defecto, un machete ancho y afilado. Una buena hoja capaz de partir un cuello de un sólo golpe.

Uso los dos sistemas. Reventó la cabeza del primero, el segundo saltó en el último instante para quedarse tirado con las tripas colgando y al tercero, que seguía inclinado sobre la garganta desgarrada del muchacho, le despacho de un tajo.

No sirvió de mucho, Nogués estaba muerto. Becerra y Berroeta recogieron sus armas, la munición y la radio y echaron a andar.

—¿Vamos a dejarle ahí?

Varios grupos más se acercaban atraídos por los disparos. Detrás, quedaba todo un continente sembrado de cadáveres medio devorados y sin enterrar.

—Haremos lo mismo contigo o conmigo llegado el caso.

7

El río era ancho y profundo en aquel tramo y eso estaba bien, pensó Salvatore, la superficie del agua, hervía agitada por las rachas de viento y el aguacero y eso, siguió pensando Salvatore, no le gustaba.

A lo lejos, se oyó el primer aullido.

—Ya están aquí —El retintín de Miñambres era de felicidad.

El estampido de una explosión llegó desde la izquierda.

—¿Que ha sido eso?

—Tranquilo espagueti, acaban de volar el último puente, ya no tendrás que ir de paseo al otro lado. Aunque no te faltará trabajo.

—Es imposible que crucen por aquí —Salvatore señaló el cauce, los densos rollos de alambre de espino y las estacas afiladas que protegían su orilla.

—Espera y verás. El Rin era más ancho.

—Otra vez con el puto Rin. En el Rin no cruzaron por el río.

—Lo que tú digas, espagueti.

—¡Y deja de llamarme espagueti!

—¿Que vas a hacer si no lo hago? ¿Matarme?

—¡Porca troia!

—Vamos, espagueti, ven a por mí —Miñambres se puso en pie y desenvainó el sable.

—¿Que estás haciendo, Miñambres?

Miñambres vio venir al sargento y bajó el sable sin perder el aire desafiante.

—Lo que todos aquí, mi sargento, el idiota.

—No —el sargento avanzó hasta casi rozar su cara— un idiota es alguien que actúa sin inteligencia ni cabeza y tu y yo —alzó la voz para que le escucharan todos los de alrededor— estamos locos, no idiotas.

Miñambres apartó la mirada y envainó el arma.

—Vuelve a tu puesto.

8

No atacaron nada más llegar, se limitaron a aullar y merodear por los alrededores. Las nubes continuaban ocultando el sol, los días eran cotos y tenebrosos y la espera eterna.

—Un escenario ideal para el fin del mundo ¿No están de acuerdo, señores? Por lo menos ha dejado de llover —Estaban todos, oficiales y suboficiales, y ninguno rió la gracia, al coronel no le importó—. Parece que aún nos quedan aviones operativos y una base aérea en algún lugar. Estas fotos han llegado esta mañana, fueron tomadas a unos cien kilómetros de donde estamos, un millón de bestias vienen en nuestra dirección. Los expertos del estado mayor han estado discutiendo sobre el comportamiento, la inteligencia y las tácticas de lo que ellos llaman el enemigo —comenzó a moverse de un lado a otro con las manos a la espalda—. ¿Inteligencia y tácticas? ¡Qué tontería! Según estos mismos expertos, se han vuelto listos y atacarán nuestro punto débil, la zona del canal. De modo que han concentrado allí toda la artillería y nos han dejado el resto, fusiles de asalto, ametralladoras y unos cuantos morteros. Se equivocan como se equivocaron en el Rin, atacaran en toda la Línea, de frente y a lo loco, como siempre, y nosotros con o sin artillería, aguantaremos aquí lo que nos toque, a machetazos si hace falta, ese millón y otro que venga detrás.

El coronel dejó de pasear y sacó pecho.

—Esos engendros de Satanás llegarán en tres o cuatro días, espero lo mejor de cada uno de ustedes, si se mantienen firmes los hombres se mantendrán firmes. ¿Alguna pregunta? —Por si acaso no les dio tiempo—. Bien, así me gusta, blanco y en botella, ya conocen sus órdenes y sus puestos de combate. Pueden retirarse.

9

Intercambiaron algunos saludos breves, despedidas que todos intuían definitivas, pocas palabras, apretones de manos y suertes. Tocaba regresar andando, las reservas de combustible se guardaban para los generadores y los vehículos de emergencias.

—El coronel tiene razón —comentó el capitán como de pasada—, es un escenario ideal para representar el fin del mundo.

Lo malo, pensó el sargento, es que no estamos en una obra de teatro.

—¿Qué opinas de lo que ha dicho?

El sargento no respondió.

—¿Sabe? en general agradezco su silencio pero hay veces que me exaspera.

—Lo que yo opine no cambiará nada, mi capitán.

—Puede, pero la charla acorta el paseo. Un millón ¿Que impulsa a un millón de esas cosas a lanzarse contra una cortina de fuego?

—No soy uno de los expertos del estado mayor.

—No te pases. Tú y yo sabemos de los engendros, tanto a más que cualquiera de esos expertos ¿Cuántos más habrá por ahí? ¿Qué crees que han estado haciendo durante todos estos meses?

El sargento se lo pensó antes de contestar.

—No lo sé, capitán, ni me importa.

—Tampoco cree que salgamos de esta.

—Hace tiempo que deje de creer en nada, tampoco me pregunto qué hacemos aquí ni si queda algo que defender.

El capitán se detuvo y le miró.

—Estamos aquí porque somos soldados y cumplimos las órdenes hasta el final.

—Por supuesto, mi capitán.

Caminaron en silencio durante un rato, el sol, un brillo mortecino tras las nubes, se acercaba al ocaso y la niebla que se arrastraba desde el río calaba los huesos.

—¿Cómo está la moral de la tropa?

—Siguen en sus puestos, es más de los que se les puede pedir a cambio de nada.

10

Los aullidos recordaban a los lobos. Lobos enloquecidos, sombras que rondaban en la noche, gritando su rabia sin tregua.

—Lobisomes —murmuró Ferreiro—, lobisomes —repitió persignándose.

—Escúchame bien, Ferreiro, escuchadme bien todos, a ver si os queda claro de una vez, ni son lobisomes ni zombis ni fantasmas, no hace falta un tiro en la cabeza ni una bala de plata, son animales y se les mata como a cualquier animal —¿lo eran de verdad? ¿No quedaba nada de humano en ellos?— Nunca atacan de noche así que olvidados de esos aullidos y descansad. Creedme, cuando ataquen os enteraréis.

11

Se enteraron dos días después. Comenzó con otro alarido, un grito diferente, solitario, fuerte y poderoso, seguido de un coro que inundó el aire ahogando todo lo demás.

La avalancha se inició en la zona del puente, aprovechando los restos de la estructura derruida y se extendió poco después a toda la rivera norte. Un enjambre de bestias surgió entre la vegetación y se lanzó al agua.

—¡Fuego!

Al principió resultó fácil, de pie, de rodillas o cuerpo a tierra, cada uno a su gusto, sin buscar refugio ni protección, lo bueno de los engendros era que no disparaban. El mundo reducido a aullidos, explosiones, tabletear de ametralladoras y estampidos secos de fusiles de asalto. Olor a pólvora y restos de carne flotando en un río turbio de polvo y sangre.

—¡Mantened la calma! ¡No malgastéis munición! ¡Buscad blancos seguros!

A lo lejos hacía el este, se oyó el retumbar de la artillería pesada y algunas escuadrillas de cazabombarderos cruzaron el cielo. Como había predicho el coronel atacaban en toda la Línea.

—¡Tiro al salmón! —Miñambres disfrutaba tumbado en el suelo, apuntaba mejor así, disparando sobre el hervidero de formas que intentaban cruzaba el río nadando como los perros.

Muchos de los nuevos se contagiaron de su demencia uniéndose a sus carcajadas.

Hasta que los fusiles comenzaron a pesar más de lo que sus brazos podían soportar y los cañones sobrecalentados amenazaron con reventar.

Lo bueno era que no disparaban, lo malo, que no daban tregua.

La línea aguantó, los pocos que lograron cruzar se quedaron clavados entre las defensas de estacas y los densos rollos de alambre de espino.

Todo terminó al llegar la noche y los hombres se dejaron caer al suelo sin desplazarse un paso.

12

—Ha sido fácil —No se dirigía a nadie, era una forma de espantar el miedo.

—Becerra —Miñambres le dio una patada a su compañero que dormía dos cuerpos más allá—, escucha lo que dice este pipiolo.

—¡Joder Miñambres! Déjame dormir, estoy muerto.

—Tranquilo, hombre, este chico de aquí los matará a todos y tú podrás descansar todo lo quieras. Dice que es fácil.

—Chico —dijo Becerra—, no le hagas ni puto caso a este cabrón y aprovecha para dormir, mañana me lo agradecerás.

—Eso chico, tú no me hagas caso ¿Escuchas los aullidos? En cuanto salga el sol volverán, volverán una y otra vez hasta que el río rebose de cadáveres y puedan cruzar andando y con los cuerpos de sus muertos aplastarán las alambradas y llegarán hasta aquí y te arranarán la cabeza de un mordisco para beberse tu sangre —Miñambres enseñó sus dientes y gruñó.

—¡Todo el mundo en silencio y a dormir!

—Hola cabo —Miñambres curvó lo labios en una sonrisa siniestra—, por un momento pensé que era mi madre.

—A callar, Miñambres y no asustes al chico.

—A sus órdenes, mi cabo —se giró hacía el muchacho y le lanzó un beso—. Que tengas felices sueños, hijo.

El chico no le vio, observaba el resplandor del agua con los ojos muy abiertos y las manos apretando el fusil. Esa noche no consiguió dormir.

13

El cauce no se llenó de muertos, los cadáveres se amontonaron corriente abajo, donde cuervos y buitres aprovecharon para darse un festín, los más osados o más hambrientos, porque tampoco ellos estaban a salvo de las dentelladas de los engendros. Pero Miñambres acertó en todo lo demás, volvieron una y otra vez, sin descanso, alcanzaron la orilla y asaltaron las defensas, cruzando por encima de los cuerpos ensartados en las estacas o enredados en el alambre de espino. El chico vio acercarse a dos con los ojos desorbitados por el pánico y el fusil apuntando al frente, incapaz de apretar el gatillo.

Dos disparos a bocajarro le salvaron la vida.

El chico balbuceó unas palabras inconexas y dejo caer su arma.

—¿Qué te pasa, soldado?

—Nos van a matar a todos, nos van a devorar a todos.

—¡Mírame! —el sargento le sujetó de la mandíbula obligándole a mirarle a la cara—. Si hay que morir aquí, moriremos, pero lo haremos de frente y disparando hasta que agotemos la munición o las armas nos revienten entre las manos. ¿Me has oído?

—Sí.

—¡Sí, mi sargento!

—¡Sí, mi sargento!

—Bien, esta noche retiraremos los cadáveres y repararemos las brechas y mañana aguantaremos un día más y así todas las veces que sea necesario. ¿De acuerdo, soldado?

—De acuerdo, mi sargento.

—Ahora revisa tú arma, come un poco y descansa.

14

—No quedan proyectiles de mortero, a este ritmo, la munición de las ametralladoras se gastará mañana y la de fusil pasado.

—He solicitado más —dijo el capitán—, pero no pueden enviarnos nada, en el canal las están pasando aún más putas que nosotros, todas las reservas han ido para allá. Habrá que resistir a la bayoneta, como en los viejos tiempos, hombro con hombro.

—Cumpliendo las órdenes.

—Cumpliendo las órdenes —el capitán sonrió se quitó el casco y lo arrojó al suelo—, llevamos cinco días y eso el doble de lo que yo calculaba.

—Al otro lado de ese río hay más de un millón de engendros y siguen legando o el coronel nos engañó o le engañaron a él.

—Hoy estás hablador —el capitán no le contradijo—, me alegra que mantengas el buen humor ¿Como vamos de bajas?

—Cincuenta muertos y diez en aislamiento. Han superado las alambradas en los dos últimos ataques. Ninguno ha logrado pasar.

—Bien, eso está muy bien, amigo mío, sobre todo que no logren pasar. Vete a descansar, mañana tenemos mucho trabajo que hacer.

15

—Calad las bayonetas. Hoy no malgastaremos ni una bala. Cuando lleguen a este lado, nos defenderemos hombro con hombro y cuerpo a cuerpo como en los tiempos en que los hombres luchaban de verdad. Sois héroes, hemos resistido cinco días en este maldito río y hoy resistiremos uno más. Si Dios hizo el mundo en siete no dejaremos que se destruya en menos ¿No os parece?

Los ojos del capitán eran los de un hombre que se preparaba para morir. Desenvainó su sable y lo alzó, el cielo estaba casi despejado y la hoja centelleó con los primeros rayos del sol. El primer de aullido de la mañana, estalló en el otro lado. El sargento también alzó su machete, Miñambres se unió a ellos y gritó con todas sus fuerzas, siguió gritando hasta que toda la compañía gritó con él y por una vez la locura de los hombres se impuso a la de las bestias.

16

Hombro con hombro y sangre con sangre.

El chico que lo vio fácil, había caído ante la primera oleada, poco después les tocó a Ferreiro y a Cabanillas y a otros muchos mientras el sargento agotaba el cargador y comenzaba a repartir tajos pronunciando sus nombres en voz alta. Vio a Miñambres atacar a cuatro engendros que rodeaban a Becerra, su sable subió y bajo segando carne y huesos con precisión brutal. Berroeta y Salvatore se le unieron. Becerra escapó del barullo de cuerpos a gatas y regresó a la lucha.

El capitán encontró lo que buscaba, cuando el sargento llegó a su lado, la mitad de su cara era escabeche y de su pierna desgarrada manaba sangre a chorros. Los cuerpos de dos engendros y las cabezas de cuatro yacían a su lado, una de ellas aún conservaba carne entre los dientes. Un último destelló de vida brilló en su ojo sano, se clavó en él y se apagó.

Cuando el sol desapareció la mitad de los hombres habían huido, que ochenta siguieran vivos y en pie era un milagro.

—Mi sargento.

—¿Que pasa cabo? —qué más podía pasar.

—Miñambres.

Miñambres estaba apoyado contra unas cajas vacías con una venda improvisada en el muslo, sin armas y rodeado por Salvatore, Salomón, Becerra y Leiro.

—Maldita sea, no me pasa nada, estoy bien.

—Le han mordido —explicó Becerra.

—Por salvarte ti cabrón desagradecido.

—Es verdad, yo... Lo siento.

No era el momento de lamentarse.

—Ya sabes cómo funciona esto.

—No me joda, mi sargento, le repito que estoy bien.

—Lo estarás —el sargento se paso un dedo por la cicatriz de su mejilla—, he pasado por lo mismo.

—¡Mierda! —Miñambres resopló y bajó la vista.

—La zona de aislamiento ya no existe —el cabo sacudió la cabeza—, rompieron la valla, no sé como estarán en los demás sectores, pero aquí.

—Calma cabo, quiero que organices patrullas de limpieza por si algún bicho ha logrado cruzar. Usa a los veteranos y envía un grupo al cuartel general, que informen de la muerte del capitán y si es posible que manden refuerzos y municiones. Los demás a la orilla.

—A la orden, mi sargento.

—¿Qué hacemos con...? —preguntó Becerra.

—Atadle a un árbol. Leiro, quédate con él, si hay cambios avísame.

17

Un larga noche más. Los aullidos eran lo de menos, ya no los oía. Quedaban tres horas para el amanecer, el sargento calculó sus opciones: un frente imposible de cubrir y unas defensas destrozadas, esa noche sería la última.

—Mi sargento —Salvatore regresaba del cuartel general acompañado por Salomón y otros diez que no eran de la compañía, tampoco del regimiento. El italiano parecía feliz—, he encontrado a unos compatriotas, también traigo, alemanes, portugueses, franceses, un irlandés y una chica —añadió guiñando un ojo—. Estaban perdidos y he pensado que nos vendrían bien.

El sargento torció la boca.

—Han roto la línea en varios puntos en el este —explicó Salomón—, la mitad del ejército corre en dirección a la costa y de la otra mitad no se sabe nada. Nuestro sector ha resistido mejor, pero el coronel ha muerto.

—¿Hay órdenes que cumplir?

Salomón no podía captar el doble sentido de la pregunta.

—El comandante Gavia está ahora al mando. La orden sigue siendo resistir.

Resistir con qué.

—Nos han dicho —continuó Salomón con cara de no creérselo— que han recibido noticias del alto mando. La aviación arrasará mañana el norte del río, según parece estaban esperando a que los engendros se concentrasen en un número suficiente, para que el ataque fuese de máxima eficacia.

El sargento asintió. Mentira, era todo mentira, no quedaba una fuerza aérea capaz barrer un territorio tan extenso, ni siquiera cuando estaban en el Rin.

—Son buenas noticias —que otra esperanza podía darle a sus hombres—. Que corra la voz de ese ataque y dile al cabo que se encargue de distribuir a los nuevos donde sean más necesarios.

—A la orden, mi sargento.

La chica se quedó rezagada, mirándole, evaluándole. Sujetaba un fusil de precisión y sonreía. Parecía la niña buena de una historia de terror.

—¿Cómo te llamas, soldado?

—Veronique.

—Eres buena con eso.

—La mejor.

—Tendrás ocasión de demostrarlo.

18

—El frente se derrumba, no es posible esperar más.

—¿Cómo hemos podido llegar a esto? ¿Cómo hemos podido llegar a esto?

En el mapa que presidía la sala, el color rojo se extendía por toda Europa exceptuando una estrecha franja verde que recorría la frontera entre Francia y España. El resto del mundo era tierra ignota.

—Tenemos que actuar ya, señor presidente, más de diez millones de engendros confluyen en estos momentos sobre ese río, estarán allí mañana, es la ocasión de arrasarlos a todos.

—Arrasarlos a todos sin distinción. Tal y como lo planeo.

—Tal y como lo planeamos —recalcó el general.

—¿Y después qué, general?

—Después tendremos una oportunidad.

—Una oportunidad ¿De verdad lo cree?

—Hay que hacerlo ahora. Mientras conservemos el control de los silos, la red puede fallar en cualquier momento.

19

El cabo entró sin llamar y se sentó.

—¿Es verdad lo de ese ataque aéreo?

El sargento levantó los ojos del mapa y le miró, llevaban juntos desde reclutas, el cabo era un buen hombre, de fiar, su única pega era que preguntaba demasiado.

—Es lo que han dicho.

—¿Quién? ¿Ese idiota de Gavia?

—El alto mando.

—¿Queda un alto mando en alguna parte?

El sargento no respondió.

—En fin, mi sargento, este sitio es tan bueno como cualquier otro para morir. Ha sido un placer combatir a tu lado en esta estúpida, jodida y absurda guerra.

—Todas las guerras son estúpidas.

—Si tú lo dices, será verdad —el cabo se levantó y recogió su casco—. Falta poco para el amanecer, habrá que prepararse —Cruzó las manos a la espalda y saco pecho, imitando al coronel—. Todo lo que queda de nuestro mundo es esta línea y este río y aquí lo defenderemos o moriremos.

Su amigo no le oyó, recordaba otras palabras menos pretenciosas.

Van a esterilizar toda la zona de costa a costa, desde aquí hasta las montañas, bombas de vacío, incendiarias, todo lo que tengamos en los arsenales exceptuando el armamento nuclear. Exceptuando el armamento nuclear. Aún quedaban armas capaces de arrasar el continente entero.

—¿En qué estás pensando?

El sargento plegó el mapa y se lo guardó.

—Que todo el mundo recoja de sus raciones de emergencia, toda la munición que puedan cargar y estén atentos a mis órdenes.

—¿Vamos a desertar?

—Moriremos todos, cabo, eso no quiere decir que nos dejemos matar.

—¡Mi sargento! —Leiro entró en la tienda de mando. Tampoco se preocupó de llamar ni nadie montaba guardia fuera para impedirle el paso ni le hizo falta decir nada.

20

La mirada turbia, desenfocada, fiebre y delirios. Miñambres agonizaba apoyado en el árbol. De cada diez cinco morían, uno no pasaba de unas décimas y cuatro...

Una mañana mas el alarido, el maldito alarido, se elevó al otro lado. El sol salía.

Demasiado tarde, maldijo en silencio el sargento.

—Cabo, que todo el mundo se prepare, nos largamos, a la carrera. ¡Ya!

—Mi sargento —quizá fue el aullido, la mirada de soldado era lúcida, más que nunca—, mi sargento, no deje que me convierta en una de esas cosas.

Los engendros comenzaron a cruzar el río sin que nadie lo impidiera, los hombres corrían en todas direcciones y el cabo se desgañitaba gritando ordenes.

—Descansa en paz.

Sacó la pistola y le pegó un tiro.

—¡Cabo! ¡Hacia el suroeste! ¡Todos hacia el suroeste!

21

Quedaban treinta, la granja podía servir de refugio durante unas horas, pero los engendros no tardarían en llegar. Los engendros o algo peor.

Había tomado la decisión demasiado tarde.

—Hay que salir de aquí.

—Si salimos a campo abierto estamos listos.

—Estamos listos de todas formas. Vamos.

Lo último que habría esperado al asomar la cabeza por la ventana era escuchar el rugido de las aspas de un helicóptero y menos aún que fuera real. El aparato pintado de blanco con un logotipo comercial y letras en ruso, descendió dando tumbos.

—Deus ex machina —murmuró Becerra.

—¡Se va a estrellar! ¡Ese maldito idiota se va estrellar! —exclamó Salvatore.

No lo hizo, aterrizó con un golpe seco sobre el prado y sin que el rotor llegara a pararse se abrió la puerta y un cuerpo ensangrentado se desplomó en el suelo.

—Mierda, el piloto está muerto.

Con piloto o sin piloto aquel cacharro era su única posibilidad.

—Todo el mundo al helicóptero.

—Mi sargento, ninguno sabemos pilotar.

—Buscaremos un manual.

—¿En ruso?

—Todos al helicóptero ¡Ahora!

Había otro hombre, saltó al suelo, se quitó la gorra, observó al muerto y se pasó la mano por una reluciente calva. Cuando vio llegar a un sargento apuntándole con una pistola, alzó los brazos y masculló en un idioma extraño.

—¿Quién es usted?

—Españoles —dijo con acento eslavo—. Es un placer, soldado Leminski, mecánico de antigüedades del ejército polaco a sus ordenes —se presentó señalando el aparto—. Tuve que matarle —explicó a continuación equivocando el motivo por el que le encañonaban—, comenzó a delirar, le mordieron en nuestra última parada, había unos cuantos escondidos en el hangar, no les vimos y.

—Este cacharro puede volar.

—Esto es un Mi-8T construido por la fabrica Mil de Moscú. Por supuesto que puede volar.

—¿Sabes pilotar?

—¿Quién se cree que lo ha aterrizado? —respondió orgulloso.

—Pues quiero ver como vuelves a elevarlo.

* * *

Se elevó, con sobrecarga, pero se elevó mientras Leminski explicaba cómo habían cruzado toda Europa buscando ayuda y cómo unos días antes captaron unas transmisiones desde una base que al parecer aún era segura. Dijeron algo que él no entendió aunque no debía ser bueno porque su difunto compañero no dejaba de maldecir y aterrizó en el primer aeródromo disponible sin tomar precauciones. Por eso le mordieron, aunque la herida no le impidió repostar y lanzarse a toda la velocidad que permitían los motores. Hasta que la fiebre pudo más. Añadió que chapurreaba el castellano porque siendo niño su padre...

—Hablas demasiado Leminski ¿Sabes por qué corría tu compañero?

—No, ya le he dicho que.

—Yo sí y más te vale que corras más que él.

FIN.

Jacinto Muñoz
© Jacinto Muñoz, (5.404 palabras) Créditos
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