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POU
Alexander Afanador Acosta

Tiempo estimado de lectura: 11 min 47 seg

Owensart, Pixabay License

Pou era un tipo abominable; pequeño, escuálido, con largas extremidades más parecidas a tentáculos, la piel verdosa y la mirada siniestra: un duende maligno. Lo configuré de esa forma para que al golpearlo no sintiera remordimiento sino satisfacción. Pude haberle dado el rostro de mi ex novia, o el de mi jefe, pero preferí algo más neutral, algo en lo que pudiera concentrar toda mi furia.

La primera vez que me puse las gafas, Pou apareció frente a mí, al otro lado del escritorio.

—¿Qué demonios? —le grité—. No puedes sentarte ahí. ¡Fuera de mi silla, miserable!

El hombrecito hizo una mueca de disgusto y fue a sentarse en un rincón.

Lo miré con disimulo. Su aspecto me irritaba. Su sola presencia bastaba para sacarme de quicio. Tenía ganas de golpearlo, pero algo me lo impedía. ¿Compasión? No lo creo. No en alguien como yo. Tal vez era sólo el policía interno: No puedes golpear a otra persona No debes. Pero Pou no era una persona, es decir, no una de verdad. Era un programa. Sólo eso. Un software diseñado para gente como yo. Estaba en todo mi derecho... Como sea, no pude hacerle nada esa noche.

Al día siguiente volví a intentarlo. Malhumorado, encendí las gafas. Allí estaba él. Criatura repugnante. Me puse también los guantes de interacción y lo observé durante varios minutos.

—¿No piensas golpearme, maricón?

La pregunta me tomó por sorpresa.

—Este...yo...

—Anda, pégame —insistió el duendecillo.

Mis músculos se tensaron.

—¿O es que no eres lo suficientemente hombre para hacerlo?

No sé si fue una casualidad, pero eso era lo que solía decirme Amanda cuando discutíamos.

Volví en mí y le lancé el pisapapeles. La rana de vidrio atravesó el holograma y se hizo añicos contra la pared del fondo.

—Ya veo por qué te dejó. Eres un idiota.

Perdí el control. Salté por encima del escritorio y le di un puñetazo. De inmediato sentí el dolor en los nudillos ¡Los guantes!

—¡Voy a acabar contigo, hijo de perra! ¡Voy a matarte!

Le di otro puño, esta vez con la izquierda.

Pero Pou no reaccionó como yo esperaba. Es más, ni siquiera lo vi alterarse. Lo único que hizo fue mirarme a los ojos y devolverme una amplia y espeluznante sonrisa.

* * *

Los comentarios del infeliz me dejaron en vela toda noche. ¿Cómo supo lo de Amanda? ¿Cómo se enteró de algo tan personal y tan importante como eso? Y esas palabras: por eso te dejó. Era como si él supiera que me dolía. Quería que me doliera. ¿Los programan para eso? Tenía que averiguarlo.

* * *

Llegué a la tienda a eso de las diez. A pesar de lo temprano, estaba repleta de personas; había tanta gente que era difícil caminar por los pasillos. Cuando logré acercarme a uno de los vendedores, flacuchento y de anteojos, tuve que esperar casi veinte minutos mientras despachaba a un grupo de niños. Me entretuve mirando las pantallas. Ese día proyectaban un documental de la compañía; algo sobre su fundación, cuando un tal Benson diseñó el holograma de su hija muerta, Pauline, la primera Pou.

—Señor, ¿en qué puedo ayudarle? ¡Señor!

El bullicio ahogaba la voz del vendedor.

—¡Ah, sí! —grité cuando me di cuenta—. Quiero hacerle una pregunta.

—¿Desea llevar alguno de nuestros productos? Hoy tenemos diez por ciento de descuento en todos los Pou Pet.

—No, no. Es que ayer... —Traté de avanzar hacia él pero la gente me lo impedía—. Tengo una pre...

—¿Quiere llevar un Pou Love? Usted mismo configura a la chica. Rubia, morena, pelirroja...

—No. No quiero un Pou Love. Lo que necesito es...

Una mujer se acercó a preguntarle algo. No aguanté más y aparté los clientes a empujones.

—Lo que necesito —le dije al vendedor cuando lo tuve a un metro de distancia—, es que me responda algunas preguntas.

—Dígame, se... señor.

—Hace unos días compré un Pou, y antes de que me interrumpa, le aclaro: es un Pou Andro. Lo compré para... conversar.

—Sí, señor.

—Resulta que ayer hizo unos comentarios acerca de mi mujer. No entiendo cómo supo esas cosas.

—Es la conexión —respondió casi sin pensarlo—. El programa busca sus datos en la red; historia clínica, récord policial, lugar de trabajo..., todo. Es para que la interacción sea más auténtica, usted sabe. Nosotros no hacemos nada con esa información. El programa la busca y la guarda en un archivo temporal. Si no quiere que eso pase, no se conecte a internet. Basta con ponerse las gafas y abrir el programa. Su Pou aparecerá de todas formas. Pero no sabrá nada de usted.

—Ya veo... Ah, otra cosa: ¿Por qué no se defiende? Es decir..., de... mis... palabras. A veces soy un poco grosero.

El chico, que no era tonto, frunció el ceño.

—Me dice que lo compró hace unos días, ¿verdad?

Asentí.

—Debe ser por eso; se está adaptando. El programa necesita tiempo para aprender de su entorno. Estos días van a ser claves, le advierto. Si usted quiere que sea amable, trátelo con amabilidad. Si quiere que sea tosco, bueno, trátelo de esa manera. Recuerde que no es fácil volver a configurarlo. Se puede dañar. Pero usted todavía está a tiempo. Llévele un regalo y hable con él. ¿Ya vio los nuevos accesorios?

Las palabras del tipo me quedaron dando vueltas en la cabeza. Tal vez tenía razón: yo estaba haciendo las cosas mal.

Salí de la tienda con un regalo para Pou, un regalo que jamás olvidaría.

* * *

Los Pou fueron diseñados como programas terapéuticos. Durante mucho tiempo, las personas los utilizaron para sobrellevar sus pérdidas. Los configuraban con la cara de sus padres, de sus amigos, de sus hijos muertos. Era como volver a tenerlos en casa. Pero había gente que los quería para otro tipo de cosas... Entonces lanzaron los Pou Love, en Filadelfia. En la primera semana vendieron casi 30 millones. La idea de una pareja cariñosa y complaciente era demasiado atractiva, incluso para los casados. Un año después salieron los Pou Pet, especiales para niños. Mascotas virtuales que no despedazaban los muebles. Se podía escoger casi cualquier cosa: lobos, gatos, perros, tigres, osos. Los guantes servían para acariciarlos. Los Pou Andro no tenían un propósito específico; podías usarlos como secretaria o simplemente para conversar, como le dije al vendedor. De cualquier forma, no era bien visto que los golpearas, ni que abusaras de ellos de ninguna manera.

Cuando llegué a la casa, cerré las cortinas y bajé al sótano. Me puse las gafas.

—¿Sabes, Pou? Creo que empezamos con el pie izquierdo. Pero no importa. Acércate, quiero que veas algo.

El hombrecito, con el labio y la mejilla todavía inflamados, caminó hasta donde yo estaba.

—Tengo algo para ti.

—¿En serio? —preguntó—. Sus ojos de cuervo brillaron de alegría.

—Sí, sí. Mira.

Saqué un par de óvalos de mi bolsillo.

La expresión de Pou se transformó.

—Son peines —dijo—. Para los Pet. Yo no soy un Pet. No puedo usarlos.

—No, Pou —le respondí mientras revolvía una gaveta—. No son para usarlos; son para sentirlos.

Agarré el tubo de pegante instantáneo y lo puse sobre la mesa. Después abrí una caja de cartón y saqué mi viejo bate. Pou me observaba con atención.

—Estos peines son de nanofibra —dije al tiempo que los embadurnaba con pegante—, el mismo material de los guantes. Pero eso ya lo sabes, ¿no?

Silencio.

—Cuestan ochenta dólares la pieza, ¿puedes creerlo? ¡Por un trozo de tela! ¡Vaya robo!

Y continué:

—Ahora bien, el robo no es tan grave si le sacas algo de provecho...

Tomé el bate con la mano izquierda y le adherí los óvalos, con las pequeñas puntas mirando hacia arriba.

El duende dio unos pasos hacia atrás.

—No... no...

—Veamos si funciona.

¡FIUSHHHH!

El bate trazó un semicírculo en el aire. Pou se había agachado justo a tiempo para evitar el golpe.

—Qué buenos reflejos, Pou. ¡Eso me gusta!

—¡Espera! —suplicó, las manos extendidas—. No tienes que...

Le di un golpe fuerte en el costado ¡Cuadrangular!

Pou dejó escapar un grito de dolor. Temí haberle roto una costilla.

—Por favor... por favor... no.

Batazo en la pierna derecha. El duende cayó al piso.

—¡No más! ¡Piedad! ¡No más!

—¡Eso es, maldito! ¡Grita! ¡Suplícame!

Volví a golpearlo, una y otra vez, pero el desgraciado se contenía. Apretaba los dientes para no gritar.

Lo dejé descansar un poco.

—Amor, tenemos que hablar —dijo al fin—. Rick dijo que mañana pasa por mí después del trabajo. Ya no sé qué hacer para quitármelo de encima. Es un verdadero fastidio...

Estaba leyendo un correo electrónico de Amanda. Yo mismo lo había sacado de su cuenta.

—Tú no aprendes, ¿verdad, Pou? Bueno, como quieras.

Sujeté el bate firmemente con las dos manos.

—No, Cris, yo siento que ya no lo quiero. Tú sabes quién es el que me tiene mal... Espera, amiga, creo que viene alguien. Te llamo luego.

—¿De dónde sacaste...? No importa. Después de esto no te van a quedar ganas de volver a buscar.

Lo molí a palos. Le di tan fuerte y durante tanto tiempo que los brazos se me entumecieron.

Cuando vi que no se movía, me agaché y le susurré al oído.

—Escúchame bien, animal. Prepárate para el dolor. Y para la muerte. Eso es lo único que te espera.

* * *

Fue una semana agitada en la empresa. Tuve que trabajar día y noche para cumplir con los pedidos de mi jefe. Informes, contratos, presentaciones, llamadas...Yo me partía el lomo mientras él se acostaba con la secretaria. Pero me pagaban bien, mejor que a la mayoría. El problema era que no me quedaba tiempo para desahogarme. Y eso se empezaba a notar.

La noche del viernes, después de una reunión en la oficina, me puse las gafas. Pou apareció tendido en la alfombra. Pensé que era un truco para evitar otra golpiza, pero un aviso luminoso sobre su cuerpo me informó que estaba herido de gravedad. Me sentí horrible, por supuesto. Saber que Pou estaba a punto de morir me resultaba... inadmisible. ¿Tres mil dólares sólo para eso? ¿En serio? ¡Pero si era nuevo! Yo no iba a permitir que me estafaran, no señor. Había maltratado un poco el producto, es cierto, pero alguna solución tenía que existir; una cláusula, una garantía, no sé. El cliente siempre tiene la razón.

Al día siguiente fui a la tienda y llevé las gafas conmigo. Esta vez no tuve que esperar tanto tiempo al vendedor.

—¡Dios mío! —exclamó al ver a Pou—. ¡¿Qué le hizo?!

La gente volteó a mirarnos.

—Eso no le incumbe —respondí en voz baja, sin mirarlo, tratando de disimular—. Quiero que lo arreglen.

—No se puede. Yo se lo dije.

—¿Qué hay de la garantía?

—La garantía cubre el programa. Y el suyo funciona bien. Ahora, lo que usted haga con su Pou... bueno, eso es asunto suyo. Es como si fuera a la tienda de videojuegos y les reclamara por haber perdido, ¿me entiende?

—¿Entonces no se puede hacer nada? ¡Maldita sea!

El chico extrajo la pequeña memoria y la examinó entre sus manos.

—No. Si altero la programación su Pou quedaría... no sé.

—¿O sea que sí puede?

Al principio dudó, pero luego miró hacia ambos lados y dijo.

—Podría intentarlo.

Saqué un par de billetes de mi abrigo y se los pasé cuando me devolvió las gafas.

—Entonces inténtelo.

* * *

Volví a la tienda el martes por la noche. El vendedor me condujo a una esquina apartada dentro del local y me entregó la memoria. La inserté en la ranura de las gafas y pude ver a Pou, de pie frente a nosotros. Tenía buen semblante.

Me puse el guante de la mano derecha.

—¿Puedo...?

—Claro, dijo el vendedor, secándose el sudor de la frente.

Me acerqué al duende y llevé la mano hacia su cabeza. La rechazó de un manotazo.

—Creo que está bien.

—Bueno, entonces váyase.

—Sí, sí. Pero tengo una duda: ¿Por qué no se murió? Lo dejé casi una semana...

—No tengo idea, señor —interrumpió—. Supongo que aún no tenía ganas de morirse.

* * *

Ya en casa, la emprendí contra el duende a puñetazos. Pero noté algo diferente. No en él sino en mí. Era un sentimiento extraño, un vacío, lo mismo del primer día. ¿Qué me pasaba? Tal vez era el cansancio. Tenía que ser eso. Agarré el bate y lo agité en el aire, con las dos manos. Pou me miraba. ¡Demonios! No podía hacerlo. Simplemente no podía. Me sentí como un completo miserable. Dejé el bate sobre la mesa y subí a tomarme un escocés.

Todo el año transcurrió así: entre golpizas y remordimientos. A veces era fácil; llegaba molesto de la oficina y Pou soltaba algún comentario. Lo golpeaba hasta dejarlo inconsciente y luego me iba satisfecho, incluso feliz. Otras veces, sin embargo, todo se complicaba. No sé si eran sus gritos de dolor o sus ojos suplicantes los que me hacían bajar los puños. Pensé en eso durante mucho tiempo. Debe ser lástima, concluí. Sé que era absurdo, en especial porque Pou ni siquiera existía. Pero era una buena razón y me ayudaba a dormir en las noches.

* * *

El vendedor de la tienda, Troy, se convirtió en una especie de proveedor personal. Me llevaba toda clase de artículos hasta mi casa: látigos, martillos, navajas... Había perdido su empleo y ahora se dedicaba a la fabricación y distribución de accesorios para los Pou. Era un negocio ilegal, fuertemente castigado, pero a Troy no le importaba. Era uno de esos genios incomprendidos, uno de esos locos brillantes que hacen fortuna al margen de la ley.

Un domingo llegó a mi casa con un librito bajo el brazo.

—Vea esto, señor.

Abrió el libro en una página que mostraba a un tipo vestido de blanco.

—¿Y esto?

—Es un traje completo de nanofibra. Son muy populares en Japón. Voy a hacer un pedido esta semana. Tal vez le interese.

—¿Un traje? Vaya. La gente sí que está loca... Bueno, tráeme uno. ¿Cuándo llegan?

—A finales de junio, más o menos. Los controles han aumentado.

—No hay problema. ¿Cuánto me va a costar?

—Mi contacto no me deja venderlos por menos de tres mil, pero con usted voy a hacer una excepción. Dos mil ochocientos. Mucho más barato que los originales.

—No sueñes, Troy. Dos mil quinientos y es mi última oferta.

—Está bien, pero... —el chico hizo un gesto con la boca.

—¿Qué pasa?

—Es que hay un problema, señor: su talla. No tenemos trajes tan grandes.

Subí por la billetera y le di los dos mil quinientos mas otros cincuenta.

—Pues consigue uno.

* * *

El traje fue mejor que los otros juguetes. Ahora podía golpear a Pou con los codos, con las rodillas, con los pies. Siempre había pensado que una golpiza no está completa sin una buena patada. Y lo confirmé. Los demás accesorios eran interesantes, lo admito, pero no para mi propósito: yo compré a Pou para desahogarme; no para torturarlo. ¿Qué sacas con darle un martillazo a un tipo y ver cómo se desploma? ¿De verdad le harías eso a alguien que te vive recordando lo perdedor que eres?

* * *

Como dije antes, no todo fue bueno para mí. Pou, como de costumbre, me había hecho enfadar hasta el punto de querer matarlo. Ciego de la ira, empuñé el bate y lancé un golpe con todas mis fuerzas. El duende dio un salto y el palo siguió su camino. Escuché un ¡Crack!

Esta vez fui yo quien gritó de dolor. La fuerza del movimiento me había desencajado el hombro derecho. ¡Mi brazo, mi brazo! ¡Hijo de perra! No necesitaba ser médico para conocer el diagnóstico: dislocación. El dolor era insoportable. Mi brazo colgaba como un péndulo mientras yo trataba de asirlo. Pou, llama a emergencias Haz algo, maldito El duende observaba en silencio desde una esquina. Mirada de satisfacción.

Tuve que esperar varios meses para recuperar la movilidad, y otros tantos para recuperarme por completo. La actividad física había sido relegada, al menos temporalmente, así que, aunque lo quisiera, no volví a utilizar al duende.

* * *

Ese año los yankees llegaron a semifinales. Como yo había prescindido de los dispositivos táctiles, por lo del brazo, me puse las gafas para ver la lista de jugadores y activé el programa por accidente (eso es lo que he preferido creer). La voz chillona del duende me sobresaltó.

—¡Esos idiotas! ¿No entienden que Rivera es el que debe ir por el jardín izquierdo?

El comentario era mío. Estaba en una carta que mandé a la revista deportiva.

—Bien dicho, Pou.

Un silencio extraño invadió la sala durante varios segundos.

—Y ese tonto de Bell —prosiguió, señalando al televisor—. ¿Cuántas temporadas lleva haciendo el ridículo?

—Por lo menos tres —respondí—. ¿Viste lo que hizo en el último juego?

—¿Cómo deja escapar esa bola? ¡Tremendo zoquete!

—Tremendo idiota... Ven aquí, Pou. Siéntate. Ya va a empezar el partido.

Los yankees perdieron esa noche, pero fue un juego entretenido. Pou y yo hablamos hasta el amanecer. El duende resultó buen conversador; descargaba comentarios y estadísticas de internet para apoyar todo lo que yo decía. Al principio me sentí muy extraño, sobre todo porque nunca había tenido esa sensación: que alguien pensara lo mismo que yo y me apoyara incluso en lo que parecía falso o incomprensible. Pero Pou no me iba a contradecir, a menos que amara las golpizas. No le quedaba otra que seguirme la corriente.

Al día siguiente volvimos a hablar, en la oficina. Le pedí que buscara un archivo, algo simple, para ver cómo se desenvolvía. Después le dije que me ayudara a organizar la información, a cotejar los datos, a revisar las presentaciones... Para mi sorpresa, el duende cumplió con todas las tareas en tiempo récord y sin vacilar. Era un asistente productivo ¿Cómo no se me había ocurrido antes?

* * *

Cada vez hubo menos golpizas y más conversaciones. Por alguna razón, ya no me sentía tan encolerizado. Poco a poco, dejé de culpar a Pou por mi trabajo tedioso, por mi relación destrozada, por mi vida mediocre... Los fines de semana nos sentábamos en la sala y, como un par de buenos amigos, hablábamos de todo lo que se nos ocurría: política, ciencia, historia, arte, deporte... Era inevitable que un día se filtrara el tema de Amanda.

—¿Nunca te has preguntado por qué compré esta casa, Pou? ¿Por qué no preferí un lugar más pequeño?

Pou bajó la mirada mientras recopilaba información.

—Los archivos del préstamo dicen que era para una vivienda familiar.

—Si, así es. Era para Amanda. Para ella y para los hijos que planeábamos tener.

—Lo siento.

—No, no. Está bien. A veces me pregunto cómo le estará yendo con ese...

—¿Te gustaría saber? Puedo entrar a su cuenta, si quieres.

Sonreí.

—Hace mucho cambió la clave.

—Lo sé. Aún así puedo hacerlo.

Bebí un trago doble de whisky.

—Hazlo y me dices qué encuentras.

Pou tardó casi un minuto en volver a hablar. Mi corazón latía con fuerza.

—La está pasando muy mal —dijo—. Tienen muchos problemas. Él la llama perra infeliz.

Tal vez estaba mintiendo, pero su mentira me gustaba. Serví otro whisky y lo levanté, ofreciéndoselo, como en un brindis.

—Por la perra infeliz.

* * *

El tiempo, que no da tregua, siguió avanzando. Varios años pasaron antes de que yo volviera a golpear a Pou. El motivo, nunca pude recordarlo, pero supongo que fue alguna banalidad. Me puse los guantes, como en mis peores días, y lo enfrenté en el sótano. No pude asestarle más de dos golpes, y ninguno directo. El duende era ágil; se agachaba y esquivaba los puños como si pudiera verlos en cámara lenta. Pou se estaba volviendo más rápido. O tal vez yo me estaba volviendo más lento.

Como vi que no tenía caso seguir golpeándolo —o tratando de hacerlo—, y como ya no me sentía molesto ni frustrado, me dediqué a cultivar su amistad. Volví a llamar a Troy, que para entonces se había convertido en todo un empresario, y le pedí que cambiara su apariencia física. Quiero que sea como él, le dije, mostrándole una vieja fotografía. La imagen había sido tomada en Yale, treinta años atrás. En ella, Robert Winkel y yo posábamos sonrientes. Era profesor emérito de Estadística; el tipo más inteligente que conocí en toda mi vida.

Siempre supe que ibas a encariñarte con él, dijo Troy antes de irse. Su voz ya no era la de un chico. ¿Quieres que le modifique algo más?.

Bien, como su cara era la del profesor Winkel decidí que lo más razonable era que también tuviera el resto de su apariencia.

—¿Estás de acuerdo, Pou?

—Me gusta.

* * *

Pronto llegó el día de mi jubilación. Más de treinta años dedicados a la empresa. Pero el crédito no era sólo mío, no: Pou se había hecho cargo de todo en la última década. Era mucho más práctico que yo, evidentemente más listo y definitivamente más técnico. Por supuesto, nadie se enteró de que yo tenía un asistente, mucho menos Palmer, el jefe, hijo del jefe anterior. La despedida consistió en un trozo de pastel, un reloj barato y unas palabras fingidas. Eso fue todo. Esa fue la recompensa por haberles entregado mi vida.

Esa noche bebí hasta embriagarme. Recuerdo que antes de quedarme dormido me puse el traje y pasé mi brazo alrededor del cuello de Pou. Tú eres mi único amigo, le dije. Sé que nunca lo he demostrado, pero aprecio tu compañía. Compañía..., eso era lo que yo necesitaba, lo que siempre estuve pidiendo a gritos. Por eso los golpes nunca me llenaron. Por eso, desde que hablaba con él, me sentía más tranquilo, más completo.

* * *

Algunos años después, en primavera, otro vendedor tocó a la puerta de mi casa y me preguntó si quería asegurar mi programa. El proceso consistía en la instalación de un chip diminuto en las retinas —lo cual eliminaba las molestas gafas— y un algoritmo de operación vitalicia, algo así como una garantía de que mi amigo no iba a morir antes que yo. También me ofreció un juego de nodos subdérmicos para no tener que volver a usar el traje. Como no tenía razones para desconfiar, acepté todo y además le di a Pou el control de varios dispositivos dentro de la casa. Ahora él podía escoger la música, la iluminación, las películas.

* * *

Pou era un tipo admirable; me cuidaba, se encargaba de mis cosas, me daba su cariño... Era como tener un hijo, un amigo y un hermano, todo en el mismo paquete. Cuando me sentía triste por algún motivo, se sentaba junto a mí y apoyaba su cabeza contra mi hombro, el mismo que años atrás me disloqué tratando de darle un golpe. Lamento haber sido tan malo contigo, le decía. Lo lamento tanto... Él no hablaba. Sólo se quedaba allí, inmóvil, esperando a que yo me durmiera.

* * *

Una mañana, después del desayuno, me desperté con un dolor agudo en la cabeza. Pensé en llamar a un médico, pero Pou me convenció de que no era necesario. Dijo que se trataba de algo pasajero, un achaque de la vejez; que lo mejor era esperar a que se fuera por sí solo.

Pero varios meses más tarde, cuando vi que el dolor no se iba sino que empeoraba, agarré mi abrigo y mi bastón y fui a visitar al especialista. La clínica estaba muy cerca, pero luego de caminar unas cuadras me sentí fatigado. Mi cuerpo voluminoso ya no respondía como antes. Ahora era lento y pesado, como un viejo camión. Atrás habían quedado los días en que andaba ligero hasta mi trabajo, ubicado a varios kilómetros de allí.

El especialista era un doctor prototípico de apellido Clark. Después de las preguntas de rigor me hizo subir a una máquina cilíndrica y luego se sentó a analizar los resultados. Su expresión era una mezcla entre preocupado y aturdido.

—No tengo buenas noticias, señor Marshall.

—¿Qué ocurre?

—La máquina encontró un tumor en su cerebro.

Una oleada de terror sacudió mi cuerpo.

—Pero... podemos... hacer algo, ¿verdad? Un tratamiento.

El médico volvió a mirar los resultados. Después de un minuto, que me pareció una hora, dejó escapar un suspiro.

—La enfermedad ya está en un punto muy avanzado. Cualquier cosa que hagamos es inútil.

—¿O sea que me voy a morir? ¿Eso es lo que me está diciendo?

—Lo siento mucho, señor Marshall.

—¿Cuánto tiempo?

—No hay forma de saberlo con exactitud. Puede ser un año, tal vez dos. Le recomiendo que organice sus asuntos.

Salí del consultorio dando tumbos. No sabía qué hacer, ni adónde ir. ¿Por qué la vida es así?, me preguntaba. Primero te haces viejo y torpe y luego una enfermedad te fulmina. Dios no es muy compasivo, después de todo. Y eso que yo siempre fui un hombre honesto. Bueno, al menos me quedaba un consuelo: Pou. Mi buen Pou. El único ser en el mundo al que le importaba la suerte de este pobre viejo. De seguro él ya lo sabía. ¿Estaría muy afectado? ¿Qué palabras me diría para animarme?

Volví a la casa y lo encontré esperándome en el sótano.

—¡Pou, Pou! —le grité cuando lo vi, y una lágrima se deslizó por mi mejilla.

Pero él no me abrazó, como yo pensaba. Me tomó por la cintura y puso su cabeza junto a la mía. Quería susurrarme algo al oído.

—Escúchame bien, animal. Prepárate para el dolor. Y para la muerte. Eso es lo único que te espera.

En su cara había una amplia y espeluznante sonrisa.

© Alexander Afanador Acosta, (4.245 palabras) Créditos
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