
Le gustaba aquel restaurante, a mitad del puerto, con su merendero abierto al valle y el pequeño aparcamiento para tres o cuatro camiones. Sobre todo en esa época del año, cuando la primavera apenas apuntaba y el frío aún mantenía lejos del mirador a los clientes. Apagaba el teléfono, las gafas, todos los cachivaches y así, desenchufado, lograba sentirse sólo, con su abrigo, su gorro calado hasta las orejas, su bocadillo y su cerveza. Solos él y sus pensamientos. Sobre todo en días como aquel, torcidos y desencajados, en que le daban ganas de...
—¡Qué más da! —Susurró. Tiró de la anilla, echó un trago, respiró hondo y cerró los ojos.
El viejo apareció por su derecha, caminando despacio, saludó y se sentó en la mesa de al lado, con un vaso grande de café. Tomó un sorbo y contempló en silencio el paisaje de bosques, casas y carreteras, que se extendía hasta la costa.
—Uno se siente como un pequeño dios aquí arriba ¿Verdad? —dijo al cabo de un rato, sin apartar la vista del horizonte.
Él, no supo si era una pregunta o hablaba sólo. Se decidió por lo segundo.
—Muy por encima de la masa, de las pobres hormigas que pululan por ahí abajo. Por encima del caos —bebió otra pizca de café y asintió varias veces, agitando la borla de su gorro de lana—. El caos. El gran enemigo del orden, el gran enemigo del poder —sentenció alzando un poco la voz.
Él arrugó el entrecejo y le observó de reojo, sin dejar de masticar.
—El poder —continuó el anciano, recuperando un tono pausado y tranquilo, didáctico—, necesita el orden, necesita el control y lo ha buscado siempre, por cualquier medio y a cualquier precio. Con amenazas y castigos, con regalos y promesas, con engaños y falsedades —estiró los brazos y rodeó con las manos enguantadas el vaso de cartón—. Por desgracia, durante siglos, en demasiadas ocasiones fue necesario recurrir a la violencia. Demasiadas guerras, demasiada muerte —suspiró y señaló el móvil y las gafas que descansaban junto a la lata de cerveza—. Todo cambió cuando inventamos esos chismes.
Él, vislumbró el movimiento del dedo y giró la cabeza. El viejo volvía estar de cara al valle, con los ojos entornados, como buscando o recordando algo. Al poco chasqueó la lengua y reanudó su monólogo.
—Ordenador —dijo, recalcando las sílabas—. Sin duda, un término mucho más adecuado que computadora, teléfono inteligente, asistente personal, tecnología de vestir, domótica y tantos otros eufemismos. Ordenador, una máquina capaz de poner orden en el caos, de almacenar, analizar y organizar hasta el más ínfimo detalle, hasta la última estupidez que acumulamos a lo largo de nuestras vidas.
El anciano repitió con ímpetu el gesto de asentir y le miró. Él, terminó la cerveza, estrujó la lata y consideró durante unos segundos si merecía la pena continuar soportando la charla o tomarse el café en el interior. Decidió que no se iba a dejar espantar por los desvaríos de un viejo chocho. Entró en el local y regresó con el café. El viejo, no se había movido del sitio y por su aspecto, tampoco había dejado de hablar.
—...cada movimiento, cada palabra, cada pensamiento, cada latido. La información estaba ahí y no se tardo mucho en desarrollar algoritmos capaces de explotarla, de obtener un rendimiento económico, político o social —agitó una mano en el aire—. El siguiente paso era evidente.
Volvió concentrarse en el horizonte, en silencio. Un silencio que él agradeció. No duró mucho.
—Patrones de normalidad —afirmó como si hubiese dado con la solución a un intrincado problema—. Todos respondemos a un patrón y nos ajustamos él durante toda nuestra vida. Patrones predecibles, ordenados, seguros. Patrones que surgen con precisión diáfana del inmenso tapiz de datos tejido durante décadas con incansable afán. No era necesario mucho más, disponíamos de las herramientas adecuadas, e hicimos lo que teníamos que hacer. Diseñar un sistema capaz de monitorizar en tiempo real todos y cada uno de esos patrones.
—Claro —murmuró él para sí, sonriendo a medias.
—Por supuesto, el caos no puede ser eliminado de raíz, es inherente a la realidad —el anciano apretó los labios y lo separó dejando escapar un chasquido antes de asentir con energía—. Sí puede ser controlado. Confinado dentro de unos límites razonables, de un perímetro de seguridad. Cuando alguien excede los límites, por el bien de todos, debe ser neutralizado. Retirado de la circulación —le miró a los ojos, entornando los suyos—. Este es su caso.
Él, enarcó una ceja.
—¿Qué? —Sacudió la cabeza—. Venga abuelo, vuélvase al asilo y déjeme en paz.
No vio a la furgoneta gris detenerse a su espalda ni a los dos hombres de negro que descendieron de ella, en silencio. Sintió el pinchazo en el cuello y nada más.
* * *
Su cerebro recuperó la lucidez en oleadas lentas, cómo la marea retrocediendo por una playa ancha y suave. Abrió los ojos, sus músculos tardaron en responder, gruñó, resopló y con mucho esfuerzo, se incorporó a medias, apoyándose en un codo.
—¿Dónde cojones...? —masculló.
Estaba en una cama, cubierto por una sábana gris, vestido con una bata gris, en una habitación gris. Una mesa y dos sillas completaban todo el mobiliario.
—¿Dónde cojones...? —Repitió.
Los recuerdos regresaron a su memoria en fogonazos rápidos y dispersos que giraron en espiral, difusos y desordenados hasta encajar en sus moldes, tomando forma: el mirador, el anciano, la cháchara, el pinchazo.
—¡Mierda! —Exclamó— ¡Maldito viejo!
Y como respondiendo a una llamada, una sección de la pared se deslizo en silencio y el anciano cruzó la entrada con una tableta bajo el brazo y un teléfono.
—¿Cómo se encuentra? —saludo con amabilidad.
Él gruñó y saltó de la cama con intención de abalanzarse sobre él. Sus piernas fallaron y cayó golpeando el suelo con las rodillas y los codos.
El anciano apretó los labios y negó con aire resignado. Alzó una mano. Dos celadores cruzaron la puerta, se acercaron hasta él, le alzaron sujetándole por las axilas, le dejaron sobre la silla y se marcharon sin prestar atención a sus juramentos.
El viejo agitó el teléfono, lo dejó sobre la mesa y, durante unos segundos, contempló el aparato con expresión nostálgica.
—Puede una llamada —dijo antes de marcharse.
* * *
—Esto no puede estar pasando. No es real —recorrió con la mirada las paredes lisas en impolutas de la habitación, gris y silenciosa, sin zumbidos ni susurros que delatasen la presencia de acondicionadores de aire o cualquier otra tecnología—. No es real —murmuró de nuevo, con la mirada fija en la pantalla del móvil. Era el suyo.
Alargó el índice, pulsó en el centro y espero hasta que su huella activó el aparato. La pantalla mostró el histórico de llamadas. Dos del trabajo y una de su abogado, la misma que había comenzado a torcer el día. Desplazó el dedo hasta ella sin tomarse la molestia de acceder a los contactos.
La respuesta fue casi inmediata.
—Hola —saludó el abogado. Los cristales oscuros de las gafas RA le ocultaban los ojos, el resto de sus facciones se mantenían tensas—. Lo siento mucho.
—¡Qué! ¿Qué coño sientes?
—Me he enterado por la actualización de esta mañana. Ya sabes que nuestra red... —el abogado suspiró— En tu situación no puedo hacer nada.
—¿En mi situación? —Gritó él— ¿Quien es esta gente?
—Mi consejo es que colabores en todo lo que te pidan.
—No me jodas Luis.
—Lo siento —repitió el abogado—. Esto está fuera de mi alcance y del de cualquier otro abogado. Lo siento —dijo por tercera vez y cortó la comunicación.
Estrelló el teléfono contra la pared. El aparato rebotó con ruido sordo, enrollándose sobre sí mismo y osciló varias veces antes de quedarse quieto, intacto, desafiante.
—¡Eh! —gritó a las paredes— ¿Hay alguien ahí?
El panel se deslizó a un lado y el viejo, con su pad en la mano, cruzó la puerta.
* * *
El efecto de la droga había pasado y él se irguió, tensando los músculos. Un ligero impulso y mandaría al maldito viejo a...
—Es una mala idea. No sea tonto —dijo el anciano dejando la tableta, encendida, sobre la mesa. Un escudo, similar al de tantas agencias del gobierno, atrajo su mirada. Debajo, en rojo, brillaba la palabra informe y en la parte inferior, sus datos de identificación.
El anciano encogió los hombros.
—Un modelo muy antiguo, lo sé. Manías de viejo.
—¿Quien es usted? ¿Por qué estoy aquí?
—Veo que no me prestó mucha atención en el restaurante. Ya se lo expliqué. Por su propio bien y por el de sus conciudadanos, ha sido usted retirado de la circulación.
—¿Retirado de la circulación? ¿Qué clase de estupidez es esa? —Intentó dar a su voz una seguridad que perdía por segundos— ¿Con qué derecho?
El anciano chasqueó la lengua un par de veces al tiempo que negaba con la cabeza.
—Aquí no hay necesidad de derechos. El derecho surge en el conflicto y en la duda. Nosotros trabajamos con certezas. El sistema, es infalible.
—¿Ya está otra vez con su puto sistema?
El viejo curvó los labios unos pocos milímetros.
—Parece que después de todo, sí me escucho.
—Escuché la sarta de disparates de un viejo loco en un bar de carretera antes de que me drogaran y encerraran en alguna parte. ¿No pretenderá que lo asuma, así sin más?
—¿Aún no me cree? ¿No se fía de su abogado?
Él bufó.
—Ese gilipollas no ha hecho otra cosa que sacarme el dinero y complicarme la vida.
El viejo amplió la sonrisa.
—En eso puede que tenga razón.
Él torció la boca y apretó los puños. El viejo deslizo un dedo por el pad y leyó algunas líneas.
—¿Qué pensaba hacer con su camión esta mañana?
—¡Qué!
—A las ocho y cinco AM recibió una llamada de su abogado informándole de las condiciones dictadas por el juez en su sentencia de divorcio. Unas condiciones que le dejan casi en la indigencia. Colgó, maldijo con palabras bastante soeces a su asesor legal, a su ex mujer y al juez, golpeó ocho veces con los puños sobre el salpicadero del vehículo y a los tres minutos y veintiocho segundos, recordó que conducía un camión cargado de hidrógeno liquido y que su ruta pasaba muy cerca del edificio de oficinas donde, por una de esas casualidades, trabajan tanto su abogado como su ex, en la primera y en la segunda planta, incluso consideró la posibilidad de que ambos estuviesen conchabados.
—Eran ideas, fruto de la rabia, nunca las escribí ni las pronuncie en alto... —Su voz, poco más que un murmullo se fue apagando hasta desaparecer.
—Telepatía.
Él le miró de soslayo y el viejo rió, complacido.
—No sea ridículo, no necesitamos piruetas paranormales. Basta con observar y analizar: sus movimientos, ritmo cardiaco, sudoración, la dirección de su mirada, reacciones pasadas ante situaciones similares. Tan simple como aplicar su patrón de comportamiento.
—¡Por dios! Si tan listos son también sabrán que...
—Claro, claro —le cortó el anciano—. Treinta y dos minutos y diez segundos después, superado el arranque de ira, decidió cambiar de abogado y recurrir la sentencia y doce minutos y quince segundos más tarde, descartó la opción por costosa y comenzó a calcular los gastos que debe recortar para mantener su actual apartamento. Teniendo en cuenta, además, que un supervisor no puede alterar la ruta de un vehículo cargado con mercancías peligrosas y mucho menos estrellarlo contra un edificio, sus actividades de esta mañana alcanzaron el mismo nivel de alarma que la posibilidad de un accidente de tráfico en las autovías de entrada a la ciudad. Riesgo nulo.
Por primera vez, desde que viera acercarse al viejo a la mesa del mirador, él sonrió.
—Se equivoca —replicó el anciano, sonriendo a su vez—. Ninguno de los tres puentes que imaginó habría funcionado.
—¡Es imposible que sepa también eso! —exclamó él abriendo mucho los ojos.
El viejo no le hizo caso, pasó de página, leyó por encima los nuevos datos y arrugó el entrecejo.
—¿Por qué un ingeniero tan brillante, terminó de simple supervisor de vehículos pesados?
Él bufó y se echó para atrás en la silla.
—Pregúntele a su maldito sistema. ¿No lo sabe todo?
—Me gustaría oír su respuesta.
—¿Por qué?
—Considérelo otra de mis manías.
Él le observó durante unos segundos, considerando donde podía meterse sus manías, al final, respondió soltando otro bufido.
—Porque es un trabajo sencillo y rutinario que me permite estar solo.
—Mal pagado —dijo el anciano consultando las cifras—. Está capacitado para trabajos mucho más interesantes.
—Probé y no me gustó lo que vi.
—¿Que vio?
—Trepas, lameculos, envidiosos, traidores, capullos, la lista es infinita.
—¿Y decidió que no merecía la pena?
—Sí.
—Miente —el viejo lo dijo sin rastro de acusación ni condena, ojeó algunas páginas más y volvió a leer, saltándose líneas—. Es ambicioso y tenía planes. Nada más salir de la universidad recibió buenas ofertas. Llegó a trabajar en cinco compañías de nivel y en todas le fue mal. Sus diseños fracasaron y su carácter irascible le llevo a enfrentarse con jefes y compañeros. Terminó por intentarlo por su cuenta y también fracasó. Estaba en las últimas cuando un antiguo amigo le ofreció su actual empleo y aceptó. Es cierto que le permite vivir sin relacionarse con demasiada gente y circula por las carreteras rumiando proyectos que nunca llevará a la práctica. Con los años se ha construido una bonita fantasía de genio incomprendido y misántropo que casi ha llegado a creerse.
—Ja, ja. ¿Es su opinión o la del sistema?
—Es un diagnóstico, no una opinión.
—Pues dígale de mi parte a esa... —alzó el brazo derecho moviéndolo de un lado a otro— cosa, que se equivoca.
—Podemos profundizar si lo desea. El cinco de septiembre de dos mil...
—¡No! No quiero profundizar —él se inclinó hacia adelante apoyando las manos sobre la mesa—. Venga, bien, vale. Admitamos que soy un solitario amargado que se engaña a sí mismo ¿Y qué? El mundo está lleno de tipos como yo.
—Cada vez menos, por suerte.
—¡Vaya! ¿Nos están encerrando a todos?
—No, claro que no.
—¿Entonces, cual es mi crimen?
—Lo ignoro.
—¿Lo ignora? —él golpeó la mesa con las palmas y soltó una carcajada seca— Así que su maldito sistema no es tan listo cómo se cree y con esta pantomima pretende que confiese un delito que no he cometido.
El anciano negó, echó un vistazo a su viejo reloj de pulsera y apagó la tableta con ademanes mesurados.
—El sistema se limita a puntuar comportamientos, los números son precisos las palabras no —explico con mucha calma—, si alguien, cómo ha sido su caso, supera la cifra límite, actuamos. Es un procedimiento simple y eficaz. Usted ya ha sido clasificado, nada de lo que diga o haga puede alterar ese hecho ni sus consecuencias —él se le quedo mirando con un exabrupto en la boca que llegó a soltar. El anciano esbozo una sonrisa casi culpable—. Esta... pantomima, nos es más que otra de mis inocentes manías, que se me permite por ser uno de los fundadores del proyecto y porque toda información es útil.
—¡Qué! —Él se levantó tirando la silla y apretando los puños— Todo esto es ridículo. Ustedes no son más que una banda de lunáticos que se hacen pasar por... por...
El anciano sacudió la cabeza.
—No continúe engañándose, sabe quiénes somos —extendió los brazos con las manos abiertas—. Todo el mundo lo sabe o lo sospecha. Con uno u otro nombre a lo largo de la historia, somos los que manejamos la información, toda la información —recalcó—. Lo que tal vez no lleguen a imaginar es hasta qué punto la palabra toda, es real. Hasta qué punto hemos perfeccionado nuestra capacidad de captarla, almacenarla, procesarla y utilizar los resultados —se puso en pie y recogió la tableta—. Da igual, están dispuestos a asumir cualquier cosa porque los resultados están ahí: una paz y una seguridad nunca vistas en más de seis mil años de civilización humana.
Alzó un brazo y el panel se deslizó en silencio.
Él retrocedió hasta la pared, observando el gesto tranquilo y desapasionado del viejo sin rastro de locura, apoyó la espalda sobre la superficie lisa y gris del muro, se dejó caer hasta el suelo y hundió la cabeza entre las manos
—¿Y ahora qué? ¿Qué van a hacer conmigo?
—Ni idea.
—¡Cómo!
—Del reciclaje se encarga otro departamento. No tengo acceso a esa información. Ni me interesa.
El viejo se encogió de hombros, sonrió, cruzó la puerta y el panel se cerró a sus espaldas.

