
—¿Qué, Otra noche dura?
Ernesto abrió los ojos con aire cansado, se incorporó a medias apoyando un codo en uno de los brazos del sillón y movió las pupilas con el habitual gesto exagerado que usaba al manipular los controles del implante. Torció la boca ante mi expresión irónica y sonrió poco después saboreando una retorcida venganza.
—Sí, ha sido una noche muy dura, la peor en mis diez años de servicio.
—Ya. Y ahora me dirás que tenemos un paciente grave.
—Ingresó hace exactamente una hora ¿Y sabes quien se va a encargar del caso a partir de… —Ernesto volvió a girar los ojos con la misma exageración buscando la hora— exactamente dos minutos?
—¡Mierda! —mascullé— El maldito cabrón no estaba bromeando.
Mi compañero, aún sonriendo, se levanto del sillón y cambió su bata blanca por una colorida americana que saco de su taquilla.
—Nada menos que un ingeniero de ecosistemas con un cuadro clínico como no he visto en mi vida, lo tienes bien sedado y a tu entera disposición en la sala cuatro.
—¡No jodas!
—El expediente completo está en el archivo, un pez de los gordos, el mejor caso que puedas soñar para relanzar tu maltrecho prestigio. Es todo tuyo —me palmeó la espalda con sorna y abrió la puerta.
—¿Sabes lo que voy a hacer yo ahora? Seleccionaré una música alegre camino de mi casa, es probable que continúe con ella mientras me ducho, después algo relajante para dormir al menos dieciséis horas, y mañana de madrugada preparé mi equipo y me largaré a uno de esos ríos de montaña recién restaurados. Supongo que recuerdas que hoy comienzan mis vacaciones.
Mi agenda lo había recordado con precisión. Había sido el primer mensaje que vi cuando abrí los ojos por la mañana.
—¿Has descendido alguna vez unos buenos rápidos al ritmo de la cabalgata de las Walkirias? la versión de Johansen, la que estrenó en 2022 tiene aire más...
—Vete a tomar por...
—Cuida ese leguaje, muchacho, se supone que tienes estudios —lució sus blancos y perfectos dientes, salió pasillo y antes de marcharse consumó su venganza—, por cierto, Juan no puede venir a cubrir mi baja, los de la central nos mandan un becario. Su expediente también está en el ordenador.
—¡Vete a la mierda! ¡Así te ahogues en tu jodido río!
Mi último deseo se estrelló contra una puerta cerrada.
Me cambié, me senté en el sillón, bajé el volumen de la música —estudios y baladas de Chopin, me gustaba su emoción cargada de melancolía— a un punto por encima del nivel subliminal y cerré los ojos para revisar los informes. Siempre me ha resultado más sencillo leer las proyecciones del implante de retina con los ojos cerrados, una costumbre como otra cualquiera.
A las siete de la mañana, una unidad de los servicios de emergencia había traído a un individuo identificado como Arturo Watt, cuarenta años, ingeniero de ecosistemas, director jefe de proyectos en la zona norte de la capital. Como había señalado Ernesto, un pez de los gordos. Afortunadamente no estaba casado, su única familia era un hermano que trabajaba en Australia y el todopoderoso ministerio de Bioregeneración y control de recursos naturales, aún no había respirado, eso me daba un cierto margen de tranquilidad antes de que me exigieran resultados.
Conecté con la cámara de sala cuatro y ajusté la imagen a la totalidad de mi campo de visión. El ingeniero estaba en apariencia tranquilo bajo los efectos del sedante, desplegué a mi derecha el diagnóstico previo y el tratamiento propuesto para descubrir que el miserable de mi colega, una vez confirmado que no existían riesgos inmediatos, se había limitado a sedarle y trasladarme todo el marrón sin solicitar ningún diagnóstico a la red, justificando su actuación por la hora del ingreso y el estado sobreexcitado del paciente. Resoplé, cerré la ventana y abrí el monitor de las constantes vitales, tensión y ritmo cardiaco, eran normales pero su actividad cerebral era inusitada, como si se encontrara inmerso en una agobiante pesadilla.
En su historial y análisis genético no constaba ningún antecedente significativo, un individuo perfecto con una salud perfecta. Hasta ese día. Me desconecté de la cámara y volví al dossier: El señor Watt había salido sobre las doce de la mañana del día anterior a realizar una inspección rutinaria en los márgenes de un riachuelo, según sus compañeros disfrutaba con su trabajo, era habitual que desapareciera durante horas y no comenzaron a preocuparse hasta que a las once de la noche el equipo de guardia le llamó sin obtener respuesta. Siguiendo su señal de posición le encontraron acurrucado contra un árbol, temblando y protegiéndose la cabeza con los brazos, no respondió a sus preguntas y gritó y pataleo cuando intentaron levantarle. Tardaron un par de horas en llevarle hasta el puesto de primeros auxilios más cercano, desde allí lo trasladaron al hospital de zona que lo derivó a nuestro centro psiquiátrico un poco más tarde.
Parpadeé sorprendido ¡Aquello parecía un ataque de pánico!
Conecté con sistema de diagnóstico y tratamiento. Repasé los resultados, descartado por su historial y los análisis realizados en el hospital cualquier enfermedad o agente patógeno la respuesta fue: estrés postraumático.
No tenía ningún sentido, la sierra norte era un lugar completamente controlado, un lugar donde todo lo que podía ocurrirte era una mala caída y en el peor de los casos un hueso roto, dándose además la circunstancia de que mi paciente tenía a su disposición en tiempo real todos y cada uno de los datos disponibles sobre la zona, cada rugosidad del terreno, las gotas de lluvia caídas, el número de animales y plantas y su ubicación. Seguro que hasta podía saber, si quería, el crecimiento de un arbusto o la cantidad de alimento ingerida por una ardilla desde el día de su nacimiento.
¿Qué trauma podía alterar hasta ese punto al hombre que en la práctica tenía el control absoluto de aquel sitio?
Programé una nueva analítica, un escáner completo y un estudio genético. Hacer por hacer. La posibilidad de que se le hubiese escapado un factor tan importante a nuestro sistema sanitario durante cuarenta años era aún más improbable que el trauma.
El primer avisó llegó, en forma de parpadeo rojo en la esquina superior izquierda de mi campo de visión, antes de que el ingeniero despertara. Era un mensaje de mi jefe, prioridad uno, el ministerio de Bioregeneración, solicitaba, no, exigía un informe completo del estado del paciente, evolución previsible, duración del tratamiento y evaluación de medidas a tomar en caso de agentes infecciosos. Un minuto después otro parpadeo en la misma zona me avisó de que el sujeto estaba recuperando la consciencia y que sus constantes se disparaban. Cursé un aviso al enfermero de guardia, y reenvié a mi jefe la información disponible junto con mis primeras conclusiones, descartando cualquier peligro de infección y, sin hacer referencia al estrés postraumático, comentando vagamente la necesidad de algunas pruebas. Eso me daría otro par de horas de calma.
Abrí los ojos, subí dos puntos el volumen de Chopín y me dirigí a la sala cuatro.
Los ojos de Arturo Watt giraban enloquecidos como si estuviese devorando páginas y mas páginas a una velocidad sobrehumana. De repente un estremecimiento recorrió su cuerpo, se llevó las manos a los oídos y comenzó a gritar: ¡No! ¡No! Agitando la cabeza.
El enfermero le sujetó y me miró interrogante. Yo ordené una nueva dosis de sedante, lo justo para estabilizar su ritmo cardiaco sin que perdiera la conciencia y poder hablar con él. Al poco rato el estremecimiento cesó y se quedo rígido con la mirada desborda por la angustia.
—¿Me oye? ¿Sabe donde se encuentra? —pregunté con suavidad.
No respondió, se limitó a mover la cabeza en un gesto que igual podía ser una afirmación, una negación o un acto reflejo y sus pupilas regresaron al frenético baile de recorrer lo que fuera que el implante proyectaba en su retina.
Lo intenté otra vez con idéntico efecto y busqué el resultado de las pruebas, los análisis estaban en marcha pero el escáner se había detenido en cuanto el enfermo comenzó a moverse. Podía volver a dormirle o seguir intentando la comunicación. Solicité consejo al sistema de diagnóstico: Su recomendación fue administrar un compuesto de sertralina y cuando el estado del paciente lo permitiera, conseguir mediante una entrevista que relatase su experiencia en un entorno seguro y relajante. A continuación mostraba la posología del fármaco y una lista de las entrevistas dirigidas que se consideraban mas efectivas.
No me pareció que aquella cama rodeada de tubos y sensores pudiese ser catalogada de habiente seguro y relajante, ni que el paciente estuviese en condiciones de responder a muchas preguntas, de modo que volví a sedarle, programe un nuevo escáner y añadí el antidepresivo recomendado a la medicación.
Regresé a mi despacho. No tenía muchas esperanzas en que los resultados indicaran otra causa que no fuese estrés postraumático y no era capaz de imaginar ningún trauma posible en un ambiente como su lugar de trabajo. ¿Habría alguna pista en lo que estaban examinando, en aquel baile desaforado sus globos oculares? Me conecté a la red del ministerio y solicité una copia de los últimos diez minutos, los datos accesibles para un técnico de su categoría eran en su mayor parte información reservada y no esperaba conseguir autorización para mucho más. Tampoco la obtuve para esto, al parecer lo consultado por Arturo Watt, no era reservado sino reservadísimos. Podía, no obstante, enviar una solicitud con una clara justificación del motivo y destino que pensaba dar a dicha información. Dada las circunstancias era probable que me lo concedieran, pero bastante más tarde que el siguiente mensaje de mi jefe, que temía ver parpadear en cualquier momento.
Decidí buscar por otro camino.
Llamé al centro de Bioconservación y contacté con uno de los compañero de Arturo Watt. El rostro, amable y sonriente, me confirmó que en los alrededores del lugar donde le habían encontrado no existía, animal persona o planta potencialmente peligroso ni, por supuesto, nada capaz de provocar una estrés postraumático como el que los síntomas de mi paciente mostraban. También me garantizó que el director era una persona equilibrada y capaz, que jamás había mostrado síntomas o indicios de enfermedad mental. Solicité acceso a su red de observación ambiental y escundándose en las medidas de seguridad de todo lo relacionado con el medio ambiente, me permitió acceder a un canal con pocas opciones más que las disponibles para el público en general.
Me recosté en el sillón y cerré los ojos. Comencé con una vista panorámica de un agradable día en la sierra, lucía el sol y una ligera brisa susurraba entre los árboles. Ajusté el zum al máximo y busqué el lugar donde habían encontrado al ingeniero. Era un camino de tierra, una vereda para pasear o recorrer en bici, pasé por encima de dos montañeros con el rostro difuminado por la cámara satélite y enfoqué el árbol, un pinus nigra, según me indicó la leyenda que se desplegó a mi derecha reseñando sus principales características. No vi nada particular en aquel árbol. Unos metros más atrás el suelo descendía hasta llegar a la orilla de un pequeño río de aguas cristalinas. La pendiente era abrupta pero no infranqueable. Estaba a punto de bajar hasta el río cuando me interrumpió el esperado mensaje de mi jefe. Lo abrí. ¿Que qué coño pasaba? ¿Que si me estaba tocando los cojones en lugar de trabajar? ¿Que qué mierda de pruebas estaba realizando? Y que si además de los datos de las investigaciones y experiencia acumulada durante siglos en el sistema de diagnóstico y tratamiento mas avanzado del país necesitaba que él me metiera un palo por el culo para que obtuviese un maldito resultado —debo reconocer que lo trascrito aquí es una traducción libre, mi jefe tenía la extraña habilidad de hacerme imaginar todo tipo de amenazadores exabruptos en mensajes redactados con la mas estricta corrección.
¡Menuda mañanita¡Abandoné el bosque, donde no encontraba nada destacable y estudie sin ningún consuelo el resultado de las pruebas: Todo confirmaba una salud perfecta. El estrés postraumático era la única explicación. En realidad, averiguar la causa, tampoco era esencial, podía limitarme a aplicar el tratamiento de antidepresivos sugerido por el sistema y esperar a que el ingeniero, una vez controlada la angustia, me contase él mismo lo que le había ocurrido. Y ese habría sido el procedimiento de no tratarse de algo relacionado —aunque solo hubiese sido en grado remoto— con nuestro mimado, frágil y protegido medio ambiente. Ese mismo hecho convertía en muy delicado mencionar una palabra como traumático en mi segundo informe y la deslice con suavidad y muchas comillas. El efecto fue inmediato, el parpadeo avisando de la respuesta tardó tres minutos y en lugar de un mensaje de texto me encontré con las pobladas cejas de mi jefe sobre dos trozos de acero que me clavaron en el asiento. En el resto de su rostro no pude fijarme.
—¡Que mierda es eso del estrés postraumático, García ¡.
En realidad lo que dijo fue: ¿Podría explicarme en que se basa para afirmar que el Ingeniero D. Arturo Watt ha sufrido una experiencia traumática
? Pero su mirada y suave tono obraban en mi, y en cualquiera, el mismo efecto que sus escritos.
Huí echando balones fuera.
—Ese ha sido el diagnóstico del sistema.
—Es culpa del sistema claro, ¿Que otra cosa se puede esperar de semejantes inútiles? —el calificativo me incluía a mi, a mis compañeros y al resto de la raza humana— ¿Y pude explicarme, usted o el sistema, que jodido trauma pude haberle sucedido a un ingeniero ambiental en el ambiente que el mismo dirige? —no insistiré en que transcribo mis sensaciones no el exquisito lenguaje de mi ilustre superior.
—No lo sé —contesté a la defensiva y no se por qué, se me ocurrió una peregrina salida—, es muy extraño, por eso había pensado en acercarme personalmente a investigar en el lugar del los hechos.
—¿Personalmente? —la imagen de un funcionario psiquiatra despegando el trasero de su cálido sillón para desplazarse a investigar en persona las circunstancias de un caso, debió de parecerle tan fantástica a mi jefe que por un instante se quedó sin palabras. Y la treta funcionó—. Esta bien, dispone de seis horas para presentarme unas conclusiones convincentes —me espetó—. Seis horas —repitió y para dejarlo claro activó un cronómetro en las esquina inferior izquierda de mi pantalla, algo que su nivel de acceso permitía y que el mío no podía anular.
Había ganado seis horas y no tenía ni idea de que hacer con ellas.
Acuciado por el cronómetro pegado a un molesto ángulo de mi campo de visión, sustituí al melancólico Chopin por el desafiante Beethoven, marqué las coordenadas de destino y me puse en marcha.
No me gusta la suave vocecita que va indicando lo que tienes que hacer a cada momento, prefiero el plano virtual sobreimpreso al real y las flechas indicadoras. Su guía me condujo al metro y después a un tren de alta velocidad hasta la estación de la sierra, allí me sugirió alquilar una bicicleta. Claro está, que aunque nunca se me ha dado bien pedalear, no se me paso por la cabeza no aceptar la sugerencia y hora y media después, agotado, llegué hasta el pinus nigra y me puse a mirarlo con la misma claridad de ideas que al principio de mi viaje. Me conecté con el centro y eché un vistazo a mi paciente, estaba dormido y el tratamiento seguía el curso programado. El cronómetro apretaba y pensé que recorrer la misma ruta que el ingeniero podía ser un comienzo. Contacte de nuevo con el centro de control ecológico y solicité lo datos. Me respondió el mismo tipo sonriente. Hubo suerte, no era una información demasiado reservada.
—Enseguida se la envío —dijo, pero enseguida debía ser un concepto distinto para los ecólogos, porque pasaron los minutos sin que mi mapa mostrase ninguna ruta.
Volví a llamar.
—Hay un problema —contestó la misma persona con un gesto extraño.
—¿Que problema?
—Bueno, parece que hay... una laguna.
—¿Una laguna? En mi mapa no hay ninguna laguna.
—No quiero decir que... vera la ruta completa no quedó registrada en su totalidad, estamos investigando el fallo. Puedo enviarle los datos parciales,.
—Si es tan amable —tardé en responder un poco alterado por la noticia ¿Un fallo en el ordenador de control ecológico? ¡Aquello si que era algo inimaginable!
Un instante después la ruta seguida por Arturo Watt se dibujó en color azul sobre el plano y observe la laguna en uno de los extremos. Un salto en blanco, como si el ingeniero se hubiese teletransportado treinta metros. No, la teleportación no era un ejemplo adecuado porque había invertido mas de tres horas en la operación. Volví a mirar el hueco vacío y sentí miedo. Si el ordenador estaba fallando era posible que hubiese animales peligrosos fuera de control, bestias feroces capaces de originar el trauma cuyas consecuencias había apreciado aquella mañana. Respiré hondo un par de veces, solicité la información sobre la fauna de la zona y confirmé que ninguno de sus miembros podía causar mas trauma que un mordisco o un picotazo. Suponer que corría algún peligro allí, era absurdo y llevaba casi tres cuartos de hora parado frente a aquel árbol mientras el ultimátum de mi jefe seguía en pie.
No me quedó mas remedio que hacer acopio de valor y ponerme en marcha.
Mi guía ajusto mis pasos a la ruta azul, indicándome en cada momento los accidentes del terreno, donde tener cuidado y donde no, y siguiendo sus fiables indicaciones no me costó demasiado recorrer el itinerario hasta el borde zona en blanco. Allí me detuve, había varias posibilidades de enlazar con el siguiente punto registrado y elegí una al azar, avance y sucedió la catástrofe.
Fue una amputación brutal, de repente todo se oscureció, el plano, el mapa, la música de Smetana que había elegido para mi paseo por el campo, hasta el cronómetro de mi jefe desapreció. Mi pantalla de datos estaba completamente en blanco y el sonido del exterior invadió mis oídos sin ningún tipo de filtro. Grité, intenté contactar, con el centro de control, nada, con el psiquiátrico, nada, con mi jefe, nada, con el servicio de emergencias, nada. Sentí como si me hubiesen arrancado la mitad del cerebro, había ocurrido lo impensable, ¡me había quedado sin cobertura! desconectado de la red, sólo, sólo y desamparado en medio de ninguna parte. Me dejé caer convencido de que había llegado mi hora.
* * *
Todos guardamos algún secreto, detalles de nuestro pasado que nos avergüenzan y no nos atrevemos a compartir, el mío es que mis padres eran notec. Sí, pertenecían a esa secta de ilusos que se negaban cualquier contacto con la tecnología y creían que el regreso a la naturaleza, sin más medios que nuestras manos, era el único camino para redimir al ser humano. Me crié en una comuna hasta que el estado, aplicando las leyes de escolarización obligatoria, intervino y se encargó de mi custodia. No recibí el implante hasta los seis años y aquello fue mi salvación. Según parece mi cerebro desarrolló en ese tiempo una serie de recursos, una especie de instinto de supervivencia autónomo que me libró de caer en la locura. Fue pura suerte que el ingeniero se arrastrara hasta el lugar donde le hallaron, en mi caso fui capaz de reaccionar y también arrastrándome, pero sin perder del todo la cordura, conseguí llegar a un lugar seguro y restablecer las comunicaciones. Un par de semanas de reposo después estaba completamente recuperado. A Arturo Watt le costó bastante más y nunca lo logró del todo.
La investigación posterior desveló que la zona de sombra se debía a un raro caso de interferencia que anulaba las señal en una pequeña depresión cerca del riachuelo, el problema se solucionó con facilidad y la lógica alarma social llevo a revisar, descubrir y corregir otros puntos similares por todo el globo.
A mi, el caso me hizo rico. No tuvo nada que ver con breve prestigió que me deparó sino con una idea que se me ocurrió durante las semanas de convalecencia. Con mis conocimientos de psiquiatría y la ayuda de un cuñado informático diseñe y patenté un pequeño dispositivo de copia de seguridad, es portátil, almacena varios cientos de teras y se puede llevar con facilidad en cualquier bolsillo. En él se guarda de forma automática la información esencial para sobrevivir en caso de aislamiento: número de identificación, agenda, un mapa básico del mundo con nuestra localización en él, las conversaciones de cinco años, un plano de nuestra vivienda con la distribución de armarios, ropas y enseres, una selección de música e imágenes, en fin todas esas pequeñas cosas sin las que la vida no sería posible. Tras las medidas de seguridad adoptadas es mil veces menos probables que se produzca un accidente como el mío, pero ¿quien sabe? una gigantesca tormenta solar, un meteorito, la sola idea de quedarse sin cobertura genera en la población suficiente angustia como para que las ventas de Memento (TM) sean millonarias.
Dejé mi trabajo de psiquiatra y... Se me olvidaba, es un detalle insignificante y, porque no, mezquino, pero que sigo recordando con agrado: debido a mi repentina baja, mi compañero Ernesto se vio obligado a posponer varias semanas sus vacaciones. Estaba en la puerta de su casa, con las maletas preparadas, cuando se lo notificaron.
