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LA RESPUESTA
por Jacinto Muñoz

Tiempo estimado de lectura: 5 min 21 seg

geralt, Pixabay License

Aparqué sobre la explanada de grava.

El exterior del viejo caserón era un desierto de ruina y descuido, los jardines, parterres y bancos que recordaba de mi infancia, nuestros secretos lugares de juegos, eran la imagen de la decadencia y el abandono.

Sentí un escalofrío nervioso a pesar del sofocante calor de julio. Recuerdos de otros veranos, de otro mundo lejano, de otros sueños, de Pilar.

Ella había llamado el día anterior haciéndome comprobar, con una punzada de amargura que la herida aún supuraba. ¡Que absurdo después de tantos años!

La misma voz cargada de promesas que jugaba conmigo, pobre marioneta de sus caprichos. Quería hablarme de su hermano, no sabía a quien recurrir y él siempre me había considerado su mejor amigo. A pesar de todo, añadió, resumiendo en cuatro palabras un año de dolor.

Javier. La física y proteger a Pilar fueron sus dos únicas pasiones. Yo sólo ocupé el pequeño hueco restante. El compañero de estudios, el confidente. No, sólo su doctor Watson, el notario de la genialidad del físico teórico más prometedor del siglo. Un chico simpático al que jamás se le podría haber ocurrido la ridícula idea de aspirar a su hermana.

Cierro los ojos y puedo ver su cara el día que le conté que pensaba declararme, oigo su carcajada y siento la palmada de conmiseración en la espalda.

Después de aquello dejé de verlos. Seguí los trabajos de Javier en las revistas especializadas, el inicio de su fama, los postulados teóricos que abrían nuevos e insospechados caminos a la teoría del campo único. Luego el silencio de años y el olvido. ¿Por qué entonces estaba allí parado frente a esa puerta? ¿Para enterrar de una vez por todas los restos de mi ingenuo corazón de adolescente?

Insistí varias veces. Estaba a punto de girar y marcharme cuando oí pasos en el interior y el chirrido de los cerrojos.

Estaba pálido, sucio y desaliñado, febril. Pestañeó a la luz del día y tardó unos segundos en reconocerme.

—¡Luis! ¡Luis viejo amigo! —me saludó con aspavientos exagerados— ¡que alegría verte! ¿Sabes? Estoy a punto de conseguirlo. Ven te lo mostraré.

Sin darme tiempo a reaccionar, me agarró de un codo y tiró de mí hacia adentro.

Crucé el umbral y me resistí a seguir, anonadado ante el caos de suciedad, desorden y restos de comida.

—Pilar me llamó, esta muy preocupada por... —Intenté explicar.

—¿Pilar? —preguntó él extrañado— Pilar no importa, nada importa —añadió—. ¡La he encontrado! ¿No te das cuenta? ¡La he encontrado!

—¿Qué? —dije vacilante.

—¡La respuesta! ¡He encontrado la respuesta! ¿Recuerdas la facultad? ¿Nuestros sueños?

Un demente, el semblante alucinado de un demente.

—¿Qué respuesta? —atiné a preguntar.

—¡La definitiva! ¡la explicación final! ¡La totalidad! —Su voz se elevó en un crescendo de delirio mientras alzaba los brazos al cielo—. Sígueme, lo verás todo aquí abajo.

Me guió hasta el sótano por estancias que recordaba llenas de vida, ocupadas ahora por muebles y enseres cubiertos con sábanas blancas, silenciosos fantasmas, testigos mudos de un pasado feliz.

—Fue en la boda de mi hermana —él no dejaba de hablar poseído por un incontenible frenesí—. ¡Una iluminación! ¿Te acuerdas cómo nos reíamos de la religión y los crédulos? —acompañó su particular broma de una risa histérica— ¡Entonces lo vi! ¡Vi el camino!

La antigua bodega era un maremagno de mesas repletas de ordenadores zumbando a pleno rendimiento. Las viejas cubas de roble apartadas y rotas en un rincón. El fin de una estirpe, ardiendo en la locura de su último vástago.

—Dios el desconocido y el incognoscible —proclamó— ¿No es evidente? —volvió a reír— es como la estructura de la materia, no podemos verla, ni tocarla, sólo estudiar sus manifestaciones ¡Su revelación! ¿Comprendes?

No. No comprendía nada. Su discurso era un desvarío desaforado, una explosión de irracionalidad. No supe que hacer y negué inseguro con la cabeza. Él sacudió la suya irritado.

—Tan torpe como de costumbre —gruñó despreciativo— Siéntate, te lo explicaré más despacio.

Sacudí el polvo de una silla y forcé una expresión atenta, recordando lo de los locos y la razón.

—Siempre hemos buscado las soluciones manipulando la realidad, manoseándola. Disparamos cañonazos para descubrir la composición de un muro y destruimos para siempre lo que queremos analizar.

Me miró exigiendo un gesto aprobación y yo asentí despacio.

—Bien —dijo con una suavidad cargada de amenazas—. Escarbamos y escarbamos para destapar misterio tras misterio y en nuestra vanidad nos olvidamos de algo elemental —hizo una pausa dramática, alzando un dedo acusador— Quedarnos quietos, pararnos a observar, a contemplar las maravillas del universo, dejar que él se nos revele por propia iniciativa.

Yo no contemplaba otra cosa que su demencia. Él abarcó en un gesto circular de su brazo, las máquinas y comenzó a hablar en susurros como si temiese espantar algún esquivo espíritu del conocimiento.

—Una percepción que ha estado ahí desde el origen de los tiempos —prosiguió casi inaudible—, latiendo en nuestra propia materia como parte que somos de la materia del cosmos. ¿Cómo rastrear esa esencia? ¿Dónde buscar? —acompañó las preguntas con ademanes de ilusionista preparando un prodigioso truco—. Los primeros intentos de explicar la naturaleza terminaron en la invención de mitos y fantasías que hoy despreciamos por irracionales. pero ¿Qué es lo que hay en el origen de esos mitos? ¿Qué percibieron nuestros ancestros antes de cegar su entendimiento con reglas y preceptos morales, con una pesada carga de prejuicios y conocimientos?

Aquello tenía toda la pinta de desembocar en un desvarío esotérico. No era la primera vez que me encontraba mentes lúcidas perdidas en aquellos recovecos, quizá porque la genialidad en el extremo se veía abocada a deslizarse por una frontera tan frágil. Sin embargo nunca hubiera pensado que aquel intelecto tan racional, tan frío, tan egoísta.

—Hace diez años comencé a estudiar los textos sagrados de todas las religiones conocidas. Un trabajo ingente, miles de horas, amigo mío, desbrozando, quitando la paja de milenios de manipulación, buscando las palabras, los sonidos originales, las combinaciones correctas.

—¡La cábala! —Exclamé sin poder soportarlo más— ¿crees en la cábala?

—¡No seas estúpido! —Ladró Javier. Por su expresión pensé que estaba a punto de darme una bofetada. Se contuvo y suspiró como ante un alumno especialmente negado— Tienes que concentrarte —masculló— Hasta tú puedes entenderlo. No se trata de jugar con letras, hablo de sensaciones físicas, percepciones subliminales hasta el nivel cuántico, la manifestación pura del universo, sin alterar por nuestros burdos intentos de medida. Eones de experiencia traducida con torpeza a palabras y escritos, alejándose a cada paso de la verdad.

Continuó su exposición en un tono que pretendía ser didáctico, dando cortos paseos entre las mesas, mirando alternativamente al techo y a mi cara. Manteniendo a duras penas la calma.

—Fue difícil encontrar la pauta, lenguas muertas, sonidos perdidos en la noche de los tiempos. Desesperé, cien veces estuve a punto de abandonar y al final cuando encontré la solución, su sentido se manifestó como una revelación: funciones de onda, estados cuánticos iniciales, vectores que podía representar en un espacio de Hilbert. Diseñé un programa y puse a trabajar los mejores ordenadores que pude conseguir sin ayuda. Aún quedan algunos meses para el resultado definitivo y cuando lo tenga, cuando tenga el dibujo de la piedra angular, de los componentes básicos, será fácil deducir la formula magistral, ¡el campo único! ¡La ecuación que contendrá todas las respuestas! —anunció con un gesto de triunfo—. Aunque ya es posibles intuir su forma ¡Admira el tejido de la realidad! —terminó, pulsando el interruptor que conectaba los monitores que cubrían las mesas.

Yo observé atónito las pantallas: miles, millones de puntos luminosos en un caos sin sentido ni propósito, como los argumentos de su creador. Después miré a mi antiguo amigo con lástima.

El capto el gesto y su cara se encendió con aquella ira de niño consentido que tantas veces, en el pasado, había descargado sobre mí.

—¡Idiota! —gritó— ¡Torpe! ¡Necio! ¡Eres otro necio, igual que ellos!

—¿Ellos quienes son ellos? —balbucí. Tiempo después descubrí que había intentado enviar el resultado de su paranoia a varias prestigiosas universidades con el resultado esperado.

—¡Fuera! —gritó de nuevo.

Me levanté de la silla alzando las palmas de las manos en un intento de tranquilizarle.

—Javier, por favor espera, tal vez si pudiera estudiar un poco mejor los resultados.

—¡Fuera! —volvió a gritar y con una agilidad inesperada sacó de alguna parte la vieja escopeta de su padre, la misma con la que juntos habíamos aprendido a disparar, y me encañonó—. ¡Sal de mi casa, traidor!

No me cupo la menor duda, mi amigo había perdido por completo la cordura. Yo no sabía si aquella antigualla aún funcionaba. Sí que estaba dispuesto a usarla y a fin de cuentas hacía mucho tiempo que no le debía nada a aquella familia. Tenía gracia que fuese él quien me llamase traidor.

Abandoné la finca sin más y al día siguiente, como último gesto de cortesía, informé a Pilar del resultado de mi visita. Ella me dio las gracias con voz distante y yo me prometí enterrarlos a los dos en lo más profundo de mi memoria.

Volví a mis vida en la universidad y no supe más de Javier hasta que un día, en las páginas interiores de un periódico local, junto con una breve reseña de su carrera, leí la noticia del su internamiento en un hospital psiquiátrico.

No se muy bien por qué decidí visitarle, tal vez porque algunas noches me despertaba con la inquietante imagen de una nube de puntos luminosos conjugándose en un significado imposible. Un significado que se perdía en el frágil recuerdo de los sueños.

No recibía visitas, no hablaba con nadie, lo alimentaban a base de papillas que tragaba como un muñeco. El médico me dijo que no necesitaban sedarle. Estaba sentado en una silla sin conocer, sin hablar. Me acerqué a él, su mirada me atravesó como si no existiera, sin restos de la febril ansiedad de la última vez que le vi. No era el rostro de un iluminado. No. Era la expresión de mortal aburrimiento de aquel al que no le queda nada por descubrir, del que conoce todas las respuestas del juego.

¿Lo habría conseguido? ¿Había conseguido la ecuación o sólo era el estadio final de su locura?

—¿Lo lograste? —musité acercando los labios a su oído.

—Es inútil —dijo el médico— lo hemos intentado todo. Parece un síndrome esquizofrénico pero nunca me había enfrentado a un caso parecido de catatonia.

Apenas le escuché, una única idea se impuso en mi acelerado cerebro, la posibilidad de...

No se si vi o imaginé una tenue sonrisa dibujarse en la cara de Javier cuando salí precipitadamente de allí ante la mirada atónita del psiquiatra.

Esta vez no me importó llamarla y por primera vez nuestros papeles cambiaron. Fui yo quien exigió mientras ella, desconcertada, accedía a mis demandas. Pilar no importaba, nada importaba, sólo correr como un loco antes de que la empresa contratada por la familia para borrar todo vestigio de la demencia de su último descendiente varón, terminase su trabajo.

Los tengo delante de mi, en un sótano alquilado lleno de desorden y restos de comida. Veintiséis ordenadores, conectados según las notas que pude rescatar, procesando a pleno rendimiento. Estoy a punto de llegar a la fase definitiva y he escrito esta historia antes de encender los monitores, por si... La idea me parece un desatino, me cuesta dejarla por escrito, pensar que... que aún no estamos preparados, que nuestro limitado entendimiento no puede soportar la visión de la verdad absoluta.

FIN

Jacinto Muñoz
© Jacinto Muñoz, (1.926 palabras) Créditos
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