Sitio de Ciencia-Ficción
CEREBRO MENTOR
David Mateo Escudero

Tiempo estimado de lectura: 10 min 41 seg

geralt, Pixabay License

—Señor, el Cerebro Mentor 11/02 está posicionado en el APC.

El doctor Edwin afirmó con un cabeceo y contempló en el monitor el mapa urbano de Washington, D.C. Señaló un lugar determinado y el plano se hizo un poco más amplio. Una nueva pulsación y en las pantallas que llenaban la Sala de Control apareció el apartamento de Ralph Halmann, Senador de los Estados Unidos y candidato por el Partido Demócrata a la Casa Blanca. Acababa de darse una ducha y contemplaba la tele desde el sofá. El tipo estaba en pelotas. Edwin echó un vistazo a su alrededor y observó satisfecho que todos los operadores seguían pendientes de su trabajo. La eficiencia era fundamental en aquel tipo de operaciones.

—Fijen Campo Inductivo con Perceptor Selectivo —ordenó con voz átona.

La consola del APC se puso en funcionamiento. Mientras el superordenador que controlaba los canales de imágenes, los potenciómetros, las placas neuronales, el escáner cerebral y demás pautas vitales del sujeto comenzaba a procesar todos los datos, una segunda consola creó un radio de acción sobre la zona de incidencia telequinética de Cerebro Mentor.

11/02 había conectado con el Senador Halmann.

—En línea —anunció el controlador principal.

—¿Índice del Campo Inductivo?

—En punto cero, cero, cero y subiendo.

El Cerebro Mentor sufrió una sacudida, provocando que los sensores adheridos a su cuerpo oscilaran en la espesa solución líquida.

—Despacio... despacio. Cuidado al ejecutar los Protocolos de Inicio. Es la primera vez para este sujeto.

Edwin se aproximó al tanque de contención y contempló al Cerebro Mentor. Estaba completamente desnudo, las agujas se clavaban por todo su cuerpo, suministrando el continuo flujo anestésico que lo mantenía sedado. Sus ojos se cerraban en un sueño remoto y controlado. Edwin se ajustó la montura de las gafas, acarició el cristal que sellaba el tanque aislante y se preguntó si aquella sensación eufórica que ahora le dominaba sería parecida a la que experimentó Dios el día del Génesis.

* * *

Psicofon S.S.G. les había prometido una vida mejor. Darla Higgins apareció en las instalaciones de la compañía con los dos niños de la mano. Edward, pequeño y de facciones finas, tal como había sido su padre, y Nerea, decidida, alta, desgarbada, y con una larga cabellera negra que brillaba llena de vida bajo el Sol de mediodía. Hacía poco más de un mes que les había llegado el ofrecimiento de la compañía en forma de misiva:

«Enhorabuena, después de revisar sus análisis cerebrales, hemos determinado que su cauce de energía biótica y de telergia atienden a las demandas solicitadas por nuestros especialistas. En Psicofon S.S.G. les aseguramos un cambio en su nivel de vida, a usted y a toda su familia, si deciden incorporarse a nuestro programa de mejora psinéptica. Si tal es el caso póngase en contacto con nuestras oficinas, y el mejor equipo de especialistas trabajarán las veinticuatro horas para asegurarles las mayores comodidades en su nuevo hogar.»

Darla, que en sus veinticinco años de vida jamás había imaginado siquiera una existencia con «las mayores comodidades», no dudó un instante. Descolgó el teléfono y se puso en contacto con el enlace de Psicofon SSG. En menos de un mes abandonaron los suburbios de Delaware y comparecieron ante los dirigentes de la compañía.

Mientras se desnudaba ante la atenta mirada de un grupo de especialistas y se aproximaba al escáner de hondas neuronales, se decía a sí misma que aquello no lo estaba haciendo por ella, sino por Nerea y Edward, sólo por ellos; para ofrecerles una vida que ni tan siquiera hubieran podido soñar.

En las pantallas de control, Ralph Halmann se rascaba los huevos mientras cambiaba con aire distraído los canales de la televisión. Justo en ese instante llamaron a la puerta.

—Índice del Campo Inductivo en cinco, cuatro, tres y estable —anunció el controlador de la APC.

—Sus pautas cardiovasculares y cerebrales también se mantienen estables —añadió Leila Dent, su ayudante médica.

Edwin afirmó satisfecho y observó cómo el Senador Halmann se cubría con una bata y acudía a abrir la puerta del recibidor. Por el otro monitor se alcanzaba a ver el pasillo. Un botones de facciones finas y no demasiado alto aguardaba con el carrito de la cena.

—¿Qué cojones es eso? —inquirió Edwin mientras señalaba la pantalla con un dedo—. Error de transferencia. Suministren a Cerebro Mentor adrenalina.

Los controladores manipularon el teclado y el sujeto sufrió una fuerte convulsión en el interior del tanque. Cuando Edwin volvió a posar la mirada en el monitor, el muchacho había desaparecido y en su lugar había una mujer alta y de largos cabellos morenos. Halmann abrió la puerta y la recibió con una sonrisa.

—Ha faltado poco —susurró Edwin mientras se secaba el sudor de la frente.

En menos de diez meses Darla perdió el cabello, adelgazó casi diez kilos, comenzó a sufrir fuertes hemorragias nasales y no había jornada que concluyese sin que arrojara por el sumidero todo cuanto había ingerido durante el día. Al principio se decía que todo aquello lo hacía por los niños, pues en todos sus años de vida jamás los había visto tan cuidados. La gente de Psicofon SSG los trataba como pequeños principitos. Edward se hizo algo más alto, sus mejillas se volvieron sonrosadas y su porte más esbelto; Nerea recuperó los quilos que había perdido durante los últimos años pasados en los suburbios y la sonrisa retornó a sus delicados labios. Pero conforme las jaquecas se fueron recrudeciendo y comenzó a sangrar por la vagina, la esperanza que hasta ese momento le había proporcionado fuerzas para seguir adelante, fue desvaneciéndose paulatinamente. Pronto existieron tan solo las pruebas, cada vez más dolorosas, cada vez más seguidas, hasta perder completamente su autoestima y cualquier resquicio de dignidad.

Darla se pasaba las noches llorando, encerrada en su celda de mantenimiento y sintiendo que las fuerzas escapaban de su interior con cada jadeo, con cada convulsión de su cuerpo, con cada derrame no deseado. Pero los niños seguían siendo felices. Eso era lo más importante.

Ralph Halmann retozaba como un perro flemático entre los muslos de la mujer, balanceando su culo arriba y abajo mientras la muchacha se contorsionaba bajo su cuerpo. El doctor Edwin escuchó alguna risita malintencionada, pero una mirada dura bastó para acallar cualquier conato de insubordinación.

—Los del servicio secreto están obteniendo muy buen material —murmuró Leila sin apartar la mirada de los monitores. Aunque no tenían audio, los berridos del Senador debían ser atronadores. Los carnosos labios de la enfermera esbozaron una sonrisa lasciva—. Mañana todos los diarios van a tener una primera plana muy suculenta del culo del señor Halmann.

—Señorita Dent, le rogaría que mantuviese los ojos pegados en las constantes vitales del Cerebro Mentor —ordenó Edwin sin cambiar el tono monocorde.

La mujer afirmó con un gesto y agachó la cabeza, pero su mirada continuaba desviándose de vez en cuando hacia los monitores de la sala.

—¿Índice del Campo Inductivo?

—Siete, ocho, nueve y subiendo, señor —anunció el controlador—. Los parámetros escapan del equilibrio aconsejable. En cuanto el índice rebase la escala nueve, nueve, nueve, el radio de acción del Campo Inductivo creado por 11/02 afectará a nuevos Perceptores Selectivos.

—Eso no sucederá. Aunque sea un sujeto excepcional, los del laboratorio han trabajado en él durante más de seis años. Además, parece que el señor Halmann no pone demasiadas objeciones al respecto.

—Quizás mañana la señora Halmann no piense lo mismo —añadió uno de sus ayudantes más jóvenes.

Una retahíla de risillas nerviosas se desató por toda la Sala de Control, aflojando la tensión que se respiraba en el ambiente. El doctor Edwin esta vez guardó silencio. La operación marchaba bien; se podía permitir el lujo de que los hombres se relajaran unos segundos.

—Lamentamos tener que rechazar su solicitud de abandonar el programa, Once Cero Dos.

—¿Por qué? —La voz de la joven sonaba apocada, demasiado débil. Últimamente ni tan siquiera le quedaban fuerzas para hablar.

—Como usted sabrá Psicofon SSG es una empresa subsidiaria del gobierno de los Estados Unidos. Cuando usted firmó el contrato que le une a nosotros, aceptó una cláusula de confidencialidad y protección de datos.

—Le prometo que jamás diré nada de lo que hacen aquí, pero por favor... no puedo seguir adelante...

—Once Cero Dos, los experimentos que se realizan bajo el amparo de Psicofon SSG están vinculados al Departamento de Defensa de los EEUU. Todos los sujetos que residen en estas instalaciones están acogidos a la vigésimo cuarta enmienda aprobada por el Senado el uno de enero del 2010. En ella se establece que el armamento así como todas las entidades o elementos destinados a la protección y defensa de suelo norteamericano están protegidos por la Ley Derogativa de los Derechos Humanos.

—Yo no soy un elemento...

—Se equivoca, Once Cero Dos. En el momento en el que firmó el contrato con Psicofon SSG usted se ha convertido en una unidad tratada por nuestros expertos, beneficiándose de nuestra tecnología y poniendo su vida al servicio de los EEUU. Desde este momento usted y sus hijos forman parte de Psicofon SSG.

—¿M-mis hijos?

—Sus pautas cerebrales son prometedoras. Podríamos incluirlos en un proyecto futuro.

—U-ustedes no pueden hacer eso...Son menores de edad... —balbuceó Darla horrorizada.

—Pero ahora su tutela corre a cargo de Psicofon SSG. Nuestros abogados han trabajado concienzudamente para ello.

Edwin detectó un fallo en el proceso cuando la imagen de la mujer morena comenzó a sufrir oscilaciones. Al principio, el Senador Halmann no apreció aquella pequeña fluctuación. La imagen seguía siendo sólida y, por su parte, el viejo político ya tenía bastante con mantener el pene erguido en las entrañas de su amante mientras resoplaba como un mulo deshidratado. Cuando la mujer se desvaneció sin dejar ningún rastro, el asunto comenzó a resultar peliagudo.

—¿Qué ha pasado? —Edwin estudió a todos sus ayudantes con gesto cabreado.

—¡El Índice del Campo Inductivo se encuentra en ocho, seis, nueve y subiendo, señor! —informó uno de los controladores—. ¡Estamos a punto de entrar en un nuevo protocolo de inducción!

—El pulso del Cerebro Mentor ha aumentado alarmantemente —añadió Leila Dent mientras observaba las pantallas del APC con ojos desorbitados—. Su ritmo cardiovascular se está disparando. ¡Más de ciento treinta pulsaciones por minuto!

Cerebro Mentor se convulsionaba cada vez con mayor violencia en el interior del tanque. Las agujas se le clavaban en la piel, provocando que la sangre manara por las pequeñas incisiones.

—¡Aumenten el nivel de morfina, disminuyan las cargas de adrenalina!

En la pantalla del ordenador, el Senador Ralph Halmann observaba el apartamento con una mirada vacía. Sus ojos comenzaban a estar vidriosos.

—Índice del Campo Inductivo en nueve, dos, nueve y subiendo, señor.

—El Cerebro Mentor no responde a los factores de contención —replicó Leia desquiciada.

Edwin se secó el sudor que empapaba su frente y volvió a observar a la criatura que yacía sumergida en el tanque. Las convulsiones habían aumentado y sus extremidades se agitaban en un frenesí incontrolable, enrollándose con los cables que atenazaban todo su cuerpo.

—¡Señor! —El grito desquiciado de uno de los controladores lo devolvió abruptamente a la realidad—. ¡El Perceptor Selectivo actúa de forma anómala! ¡Cerebro Mentor está interactuando sobre su mente!

¡Dios mío! ¡Eso no estaba previsto! Con la garganta seca, Edwin se volvió hacia una de las pantallas y vio al Senador Halmann caminar hasta situarse frente a la ventana. Estaba completamente desnudo. Su mirada se diluía en la inmensidad.

—¡Joder, corten el Campo Inductivo! —gritó a la desesperada.

Los controladores del APC se apresuraron a seguir sus indicaciones. El ruido de los teclados llenó el pequeño y oscuro recinto.

—¡Imposible, señor! ¡Cerebro Mentor fuera de control!

—¡Las pulsaciones del Cerebro Mentor han aumentado a ciento treinta y cinco! —gritó Leila histérica.

—Índice de Campo Inductivo en nueve, ocho, nueve. ¡Como siga así, el espectro del Campo Inductivo va a aumentar su alcance!

Pero todas aquellas palabras sonaban incoherentes en los oídos del doctor Edwin. Sus ojos permanecían clavados en el Senador Halmann, que situado sobre el quicio de la ventana, contemplaba el abismo que le aguardaba desde el ático del Washington Hilton, más de doscientos diez metros de caída libre. Sangraba por los oídos y por la nariz, sin embargo, su pene seguía enhiesto, apuntando hacia las nubes, como un ariete irreductible.

Edwin pudo escuchar un grito a sus espaldas cuando el cuerpo del Senador Halmann se precipitó al vacío.

Venían a por ellos. Algo en su interior se lo decía una y otra vez. Podía escuchar sus pasos retumbar por el pasillo, creando ecos en lo más profundo de su cabeza. La ansiedad se apoderó de todo su ser. ¿Por qué la tomaban con los pequeños? Ellos eran inocentes, no merecían someterse a las pruebas. Se incorporó del sofá donde solía pasarse las horas muertas y la náusea provocó que su cuerpo se doblara. Clavó la mirada en la puerta de entrada y volvió a experimentar una sensación acuciante de peligro que le produjo un nudo en el estómago. Los pasos seguían restallando en su cerebro, invariables y estruendosos; una amenaza que se cernía sobre la seguridad de sus pequeños.

Se tambaleó hasta la entrada de la habitación de Edward y pulsó el botón que abría la puerta presurizada. No permitiría que ellos se apoderaran de lo único que le quedaba. No permitiría que sus hijos atravesaran el trance por el que ella había pasado. Sus ojos se humedecieron y las lágrimas, mezcladas con la sangre que manaba de los capilares rotos, surcaron su faz. Se apoyó contra una de las paredes y clavó la mirada en el rostro que se distinguía entre las sábanas y la almohada. Unos ojitos se abrían en mitad de la oscuridad.

—No te preocupes... —murmuró en un suave arrullo—... mamá está aquí...

Edward se estremeció y Darla creyó distinguir un atisbo de miedo en sus pupilas dilatadas.

—Todo pasará pronto, cariño mío. Todo pasará pronto.

Cerró los ojos y dejó que el don que ellos habían despertado fluyera hasta la cabeza del niño. Sintió un pequeño conato de resistencia cuando las defensas psíquicas de Edward trataron de detenerla, pero su capacidad no estaba tan desarrollada como la suya. Un simple chasquido y la cabeza de Edward se rajó por el cráneo. Darla pudo escuchar el crujido en lo más profundo de su cerebro, entremezclándose con los pasos, cada vez más próximos. Un reguero de sangre caliente manchó el cabezal de la cama y el pequeño Edward, bajito y de facciones delicadas, se desplomó sobre el colchón, con los ojos salidos de las órbitas.

Darla sintió un pinchazo en lo más profundo de su cabeza, era la primera vez que usaba su don con ese propósito. Se tambaleó fuera de la habitación y se arrastró hacia la puerta de Nerea. Sus piernas fallaron y cayó de rodillas. Fue presa de la impotencia cuando escuchó los pasos apresurados que atravesaban el pasillo. ¡No, no podía permitir que ellos se la llevaran! Gimió desesperada y trató de llegar hasta el botón que abría la puerta de la habitación. Podía sentir al otro lado de la pared a su pequeña, revolviéndose intranquila entre las sábanas, atrapada por un mal sueño. Ya no tenía tiempo. Ellos estaban a un suspiro de su habitación. Quizás pudiera hacerlo desde allí. Era su deber poner fin a sus pesadillas antes de que la manipularan con sus experimentos.

La entrada de la celda de mantenimiento se abrió y cuatro sombras se precipitaron en la estancia. Iban armados con rifles de asalto y blindados con uniformes de kevlar. Darla trató de llegar hasta sus cerebros. Le fue imposible. Portaban máscara neuronales aislantes. Se puso en pie y se precipitó sobre el primero de ellos. No tocarían a Nerea. No permitiría que la manipulasen como habían hecho con ella. Lanzó un gemido mezcla de rabia y de impotencia al discernir el logotipo de Psicofon SSG en sus uniformes y, antes de que pudiera hacer algo, recibió un golpe de culata en la boca. Se desplomó como un muñeco, presa de un dolor punzante que se extendía por toda su mandíbula. Se retorció agonizante mientras un diente se desprendía de su boca.

—Ha matado al niño —La voz de uno de los soldados sonó distorsionada por la estática.

—Hija de puta —rugió otro mientras le propinaba una patada en el costado.

Volvió a retorcerse en el suelo y un gemido escapó de sus labios hinchados. Pero todo el dolor que pudiera sentir fue sepultado por una intensa sensación de frustración cuando escuchó el chillido histérico de Nerea.

—No... por favor... —La sangre chorreaba por su boca y agriaba su garganta—. No os la llevéis...

Volvió a recibir otra patada y su cuerpo se dobló hasta alcanzar una posición fetal. Trató de alzar la cabeza, pero incluso aquel pequeño movimiento se le antojó imposible; estaba demasiado débil.

—Nerea...

Los gritos de la pequeña se convirtieron en un agudo estertor que llenaban su cabeza:

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!

Uno de los soldados salió de la habitación con la pequeña en brazos. La niña se resistía, estirando sus bracitos hacia ella en una señal desesperada de auxilio. Sus chillidos se volvieron más intensos al ver a su madre tumbada en el suelo.

—No... por favor... devolvédmela... por favor...

No existió clemencia para ninguna de las dos. El soldado abandonó la habitación y su hija desapareció para siempre.

—... por favor...

No hubo más golpes, no hubo más insultos, tan sólo el ruido de varias botas al abandonar la estancia y el sonido de una puerta al cerrarse; después se quedó sola, rota por el dolor y asfixiada por una intensa sensación de fracaso. Las lágrimas llegaron hasta su boca.

—Índice del Campo Inductivo a nueve nueve nueve punto, ocho siete nueve y subiendo. Nos encontramos en escala crítica, con más de doscientos ochenta y nueve Perceptores Selectivos desconocidos bajo la influencia de 11/02 y a punto de entrar en nuevo protocolo de inducción. ¡Nunca antes habíamos dado con un Cerebro Mentor de semejante potencia!

La verborrea del controlador se distorsionaba en su interior, convirtiéndose en un galimatías indescifrable que se confundía con los murmullos y los gemidos que le rodeaban. El doctor Edwin, desabrochándose los botones de la camisa, mantenía la mirada fija en el pequeño monitor que ocupaba una buena parte de la consola. Las llamas devoraban el Hotel Hilton, convirtiendo el inmenso rascacielos en una tea incontrolable. La gente se lanzaba desde las ventanas o se amontonaba en la fachada del edificio, arrollándose unos a otros, o enfrascándose en una lucha fraticida por evitar el fuego. Los cuerpos que se perdían en la inmensidad, se perdían entre el humo negro que enquistaba el cielo. La Avenida Decimosexta se había transformado en un hormiguero de coches empotrados y autobuses volcados. Allá donde pusiese la vista, alcanzaba a distinguir cuerpos desmembrados sobre la acera, mutilados por la creciente ola de violencia que se expandía por todo el distrito Columbia. El Campo Inductivo se había convertido en una ola de choque que alcanzaba a todo aquél que se interponía en su camino.

Los servicios de urgencia llenaban las calles; las sirenas, las luces rojas y amarillas, el frenesí de las masas, el bullicio de los altercados, convertían toda la manzana en un caos demencial. Edwin cerró los puños con rabia y las uñas se le clavaban en las palmas de las manos. ¿Cómo diablos había permitido que aquel asunto llegara tan lejos? Horrorizado, se volvió hacia el tanque de contención y contempló a la criatura que yacía suspendida en su interior. Su rostro, castigado por la tensión, no dejaba de ser hermoso. Posó una mano sobre el vidrio y pudo sentir el empuje de la energía que emanaba de su interior.

—¡Índice del Campo Inductivo a nueve nueve nueve punto, nueve nueve nueve punto, dos seis ocho y creciendo! —aulló el controlador de la APC.

—¡Como sigamos así vamos a arrasar media ciudad! —aseguró Leila Dent, aferrándose con fuerza a la consola—. Tenemos que iniciar el Protocolo de Desconexión.

El doctor Edwin sintió un escalofrío al escuchar aquellas palabras. ¿El Protocolo de Desconexión? ¿Sacrificar a una criatura que había mostrado unos índices tan altos? ¡Aquello era una locura! Volvió a contemplar al Cerebro Mentor y pudo ver una lágrima solitaria surcando su mejilla. Su cuerpo volvió a convulsionarse en el ectoplasma y algunas de las agujas se desclavaron de su carne. La sangre se mezcló con el denso líquido.

—Doctor Edwin... por favor...

El brazo de Leila Dent rodeó su espalda y lo condujo de nuevo hasta uno de los monitores. Edwin entrecerró los ojos al volver a ver los cadáveres que se amontonaban en las aceras, al sentir en su propia alma el caos que se adueñaba rápidamente de las calles de la ciudad. El incendio se había propagado por los edificios que circundaban al Hilton. Las fuerzas de seguridad se rendían ante el influjo del Campo Inductivo y cargaban contra las masas indefensas. El fuego parecía dominarlo todo, creando una nube tóxica que cubría buena parte del distrito Columbia.

—No puede permitir que esta locura prosiga, doctor Edwin... —suplicó Leila Dent—. La operación ha fracasado. De la orden... se lo ruego...

Edwin se volvió hacia el Cerebro Mentor y sintió un nudo en el estómago. El poder del sujeto era avasallador.

Yacía sola en mitad de la habitación, mutilada por dentro. Atrapada por una locura que desgarraba su alma...

Edwin respiró hondo y afirmó con un cabeceo. La situación se había vuelto descontrolada.

—... lo hice por vosotros...

Se sentía abandonada a una fuerte conmoción de aislamiento que engullía cualquier pensamiento.

—Adelante con los Protocolos de Desconexión. —indicó Edwin con frialdad.

Los controladores se apresuraron a manipular la consola de la APC. Los goteros que llegaban por vía intravenosa hasta el cuerpo del Cerebro Mentor comenzaron a suministrar Tiopentotal Sódico. Edwin vio que la criatura se estremecía presa de una repentina taquicardia. Las lágrimas manaron por sus mejillas y su cuerpo se agarrotó a causa de la hipertensión muscular. Las convulsiones aumentaron cuando el Bromuro de Pacuronio se diluyó en su sangre.

Edwin, incapaz de contener la rabia, cerró los puños y golpeó con saña el tanque de contención.

Cerebro Mentor abrió los ojos de repente y sus labios se retorcieron en una mueca de intenso dolor. Durante unos segundos Edwin pudo sentir en su interior todo el sufrimiento que experimentaba la criatura, dejándolo abrumado y tembloroso. Aquella sensación pasó rápido; el Cloruro de Potasio había llegado hasta el corazón del sujeto, deteniendo sus constantes vitales.

Cerró los ojos y su cuerpo fue devorado por la oscuridad que dominaba la habitación.

—...sólo por vosotros. —Sus palabras se perdieron en un mar infinito.

—Constantes vitales de Cerebro Mentor 11/02 inexistentes.

—Índice del Campo Inductivo a cero cero cero.

Edwin respiró profundamente.

—Resultado de la operación... —Sus ojos se pusieron por última vez en los monitores y contempló el caos que se extendía por buena parte de la ciudad; después, involuntariamente, se volvió hasta el cuerpo que flotaba sin vida en el tanque de contención—: fracaso esperanzador.

© David Mateo Escudero, (3.849 palabras) Créditos
*Comentar este relato (Ya hay 3 comentarios)
 
Este relato ha sido leído 1536 veces desde el 15/10/06

Las opi­nio­nes expre­sa­das en los ar­tí­cu­los son de exclu­si­va res­pon­sa­bi­li­dad del co­la­bo­ra­dor fir­man­te, y no re­fle­jan, sal­vo ad­he­sión explí­ci­ta, los pun­tos de vis­ta del res­to de co­la­bo­ra­do­res ni de la ad­mi­nistra­ción del Sitio.

El Sitio no recopila datos de los navegantes y (casi) no usa cookies.ExplícameloTe creo