
—Es nuestra última oportunidad —decía Tuya— No tenemos más que convencer a dos o tres personajes y ¡tendremos la vida resuelta!
José Antonio Corrales le escuchaba desde detrás del escritorio de su polvorienta oficina. Miró cansinamente la puerta de cristal donde con un pequeño esfuerzo mental podía leerse al revés el nombre de su compañía: C&T, todo para el mundo del espectáculo. Todo menos suerte
pensó Corrales.
Los negocios iban mal, rematadamente mal. En el fichero no les quedaban más de diez fichas de sus artistas representados. Hacía media hora que el último de ellos se había ido dando un portazo, harto de esperar que le consiguiesen un contrato. Ya no era la época de los actores reales. Hoy en día todo era simulado: escenarios fractales generados por computadora, actores virtuales controlados por expertos desde detrás de sus teclados...
La esencia del cine y la televisión se había visto trastocada por el desarrollo tecnológico.
—¿Me estás escuchando? —preguntó Tuya con su clásica sonrisa ladeada, indiferente ante los turbios elementos sobre los que navegaban actualmente. Apoyó un dedo sobre el extraño artefacto que había traído bajo el brazo y que había depositado sobre la mesa tapando una de las fotos favoritas de Corrales: Al lado de María Barranco el día que recogió el Premio Nacional de Interpretación. Estaba hermosa con el satén blanco.
Era una diva. Corrales dejó vagar su pensamientoà
—No me ha costado más que doscientas mil pesetas —dijo Tuya.
Corrales se puso en pié de un salto.
—¿Y no estarás pensando en pagarla con nuestra exhausta cuenta empresarial, verdad?
—Tu tienes mucho don de gentes —Tuya ignoró su pregunta—. Estoy seguro de que podrías convencer a alguno pronto y saldremos de este bache. Piénsalo J.A., necesitamos a un tipo realmente grande, que se embolse un contrato millonario y nos arrastre a nosotros, sus representantes. ¿Te acuerdas de cuando aún nos invitaban a la cena de los Premios Goya? Todo eso puede volver.
—Estás soñando despierto —le espetó Corrales—. ¿De verdad te crees lo que contó el que te vendió ese chisme?— Corrales imaginó al embaucador disfrutando de sus doscientas mil pesetas mientras se reía de la credulidad de su compañero.
—Funcionará, estoy seguro. Escucha J.A.: era un tipo desesperado, con ese aire extraño que rodea a los genios de la imagen. Podría ser un experto en realidad virtual, o un as de los efectos especiales con problemas. Seguro que robó el aparato a los de la IL&M —Tuya parecía realmente entusiasmada.
—No te negarás a que lo probemos ¿Verdad?
—¡A que lo pruebe yo! querrás decir —respondió Corrales.
—Ya sabes que los aparatos de control mental me producen unas migrañas terribles. Recuerda cuando probamos aquel proyector de sensación total
. ¡Casi tienen que ingresarme!
—Eso te pasó por escoger los discursos del Rey en el Día de las Fuerzas Armadas —contraatacó Corrales.
—Mira, J.A. ¿Qué pierdes por intentarlo?
Corrales pensó en el dinero estafado, frunció el ceño y preparó alguna respuesta mordaz. No se le ocurrió ninguna. La verdad es que no tenía nada mejor que hacer.
—De acuerdo, lo probaré. Pero prométeme una cosa.
—Lo que quieras, J.A.
—Si no funciona, es decir, con toda seguridad, intentarás encontrar al tipo que te lo vendió para que te devuelva el dinero.
—Claro, J.A. —dijo Tuya sin escucharle—. Venga túmbate aquí.
—¿Qué se supone que debo hacer? —preguntó Corrales.
—Mira, —comenzó Tuya— Nosotros no podemos permitirnos los colosales precios de los computadores y mecanismos para la generación de películas virtuales ¿Verdad? Pues bien: esta caja contiene una pequeña Inteligencia Artificial que se encargará de soñarlos para nosotros.
—Te recuerdo —interrumpió Corrales—, que las I.A. se declararon fuera de la Ley desde que el proyecto Elucubrador máximo
tomó el control del Departamento de Matemáticas de la Universidad de Oviedo.
—Lo sé, lo sé —dijo Tuya—. Mediante sutiles ardides psicológicos la Inteligencia Artificial que crearon corrompió el cerebro sus operadores humanos produciendo una temporada de inaceptable eficiencia que no tardó en ser detectada y censurada por los órganos directivos del Campus. Los humanos tienen miedo de que las I.As se rebelen contra nuestra demostrada improductividad, ¿sabes? —Tuya señaló el aparato— Esto que tenemos aquí no es una Inteligencia Artificial completa. Le falta el generador de personalidad y sin el no es en absoluto peligrosa. Nunca podría desarrollar pensamientos propios ni tomar el control de los tuyos.
—Pero —interrumpió Corrales con tono impaciente—, si no tiene personalidad ¿qué demonios puede hacer para ayudarnos? No podría convertirse en un buen actor sin impulsarlo con un carácter muy personal, que pudiese convertirlo en una estrella.
—Tiene algo mejor —continuó Tuya—. ¡Este aparato puede utilizar la personalidad de los personajes más interesantes de la historia de la literatura! Mira. No tienes más que poner aquí en este lector —Tuya abrió un cajoncito en el borde del aparato— un libro con las aventuras del personaje que nos interese y la máquina generará para nosotros la personalidad correspondiente.
—¿Y yo qué tengo que hacer?
—La personalidad generada permanece viviendo dentro de la máquina en el mundo virtual que se corresponde con el libro que le has suministrado —dijo Tuya—. Seguirá su vida normal sin darse cuenta de nada hasta que tu entres allí —señaló el aparato— y se lo expliques. No tienes más que convencerlo o convencerla de que la oportunidad que le ofreces no la puede despreciar.
—Ya —dijo Corrales sombríamente—. ¿Qué oportunidad?
—¡La de trabajar en el Cine, pedazo de melón! ¡Ser una estrella! ¡Sentirse el motor de las emociones de millones de personas que les verán en los sensos de sus hogares! Autógrafos, fotógrafos, entrevistas, escándalos... ¡La fama! —Tuya abrió los brazos y se quedó como pasmado unos segundos— No podrán negarse —concluyó golpeando el aparato con la palma de la mano—. Convénceles y nos haremos de oro como representantes de actores virtuales.
—Cada vez que se te ocurre una idea piensas que seremos ricos, famosos o las dos cosas a la vez. Déjame que te recuerde cuando querías convencer a los de El Deseo
de que podrías hacer que Almodóvar dirigiese alguna nueva película sin sacarlo del sueño criogénico.
—¡Calla, provocador! Venga, ponte esta banda en la cabeza.
Corrales se tumbó en el diván espantando a varias polillas que se alejaron malhumoradas. La verdad es que la posibilidad era interesante; si pudiese convencer a alguna de las imponentes personalidades de la literatura de que confiase en ellos barrerían del mercado de actores a todos esos fríos operarios de la Escuela de Arte Cibernético, que interpretaban a Julio César usando los mismos gestos y poses que usaron para hacer de Rambo XVI. Corrales ensoñó un poco con el glamour de los viejos tiempos, con actores y actrices humanos. Tenían sus manías, desde luego, y su mal genio, y sus delirios de grandeza. Pero cuando se ponían frente a la cámara el resto mundo desaparecía y sólo existían ellos.
—Ya está —Tuya le sacó de su ensueño—. Relájate ahora, J.A. Corrales había utilizado anteriormente los proyectores de sensación total
, pero cuando se aclaró la neblina de su mente se quedó virtualmente (y nunca mejor dicho) con la boca abierta.
Estaba al aire libre, en una tosca calle cuyo piso era una escalera de amplios escalones rodeada de muros mucho más altos que él. No había luz artificial pero la Luna llena brillaba en el cielo dándole un aire fantasmagórico a la escena. Corrales recordó en ése momento que no le había preguntado a Tuya con que libro iban a probar en primer lugar.
—Parece que funciona —murmuró asombrado.
Se quedó de pié en el medio de la escalinata mirando la luna extrañado al no ver en ella la publicidad habitual. Se oían perros en la lejanía y estaba refrescando. Se preguntó si Tuya le estaría monitorizando desde la consola del despacho e hizo un gesto obsceno a las alturas. A falta de alguna idea mejor, comenzó a ascender por la calle. Había puertas en los muros que la rodeaban. Algunas eran de madera y no dejaban entrever lo que había detrás. Otras tenían verjas a través de las que podían adivinarse huertos descuidados y llenos de maleza. Corrales intentó atisbar algo que le diera una pista de dónde se encontraba.
Pasó bajo un árbol cuya copa sobresalía sobre el muro. Corrales lo miró admirado. Igual que los del museo de ciencias,
pensó. Estaba ensimismado contemplando las curiosas bolas verdes que pendían de las ramas cuando sintió un golpe a sus espaldas. Se volvió para ver rodar por el suelo la figura de un hombre corpulento, vestido con capa y un sombrero de ala ancha. Mientras lo miraba nervioso el hombre se incorporó. Le pareció que iba enmascarado, aunque a la escasa luz nocturna no lo podría asegurar.
—¿De-de dónde sale usted? —tartamudeó Corrales.
—De la Luna —dijo el hombre con voz de falsete.
—¿De la...?
—¿Qué hora es? —dijo el hombre mirando hacia atrás como si sintiese que alguien le observaba. Corrales permaneció silencioso. Los ojos como platos, era una sensación de realidad que nunca había sentido en los sensos habituales.
—Decídmelo, os lo pido: ¿Qué país? ¿Qué estación? ¿Qué día? ¿Qué año? el golpe me ha aturdido —prosiguió el hombre.
—¿Se encuentra usted bien? —preguntó Corrales en un intento de recuperar su habitual aplomo ante los extraños que tan útil le había resultado en su vida.
—Ahora mismo de la luna llego —dijo el extraño. Iba enmascarado, eso era seguro.
—¿Cómo?
—¡De la luna! ¿Lo negáis?
—Pues... —Corrales se quedó en silencio ante la perorata del otro. El hombre pareció dudar un momento y fijó sus ojos en los de Corrales—. ¿Vos, caballero... no sois...? —comenzó. Sonaron unos pasos subir por la escalera y una figura entró en la escena.
—¿Qué es esto? —dijo el hombre deteniéndose. Era alto y delgado, también con capa y sombrero. La funda de su espada se resaltaba al contraluz—. Dejad libre mi camino, Caballeros.
—De la Luna vengo... —comenzó el primer hombre con poca convicción.
—¿Está loco? —respondió el segundo.
—Perdonen —comenzó Corrales—, er, soy nuevo en éste pueblo y me en-cuentro un poco perdido. ¿No podrían indicarme...?
—¡Aparta entrometido! —dijo el primer hombre con voz grave. Y cerro el paso al segundo haciendo trastabillar a Corrales contra un muro.
—Esa voz... la conozco —dijo el hombre sin máscara.
—Es imposible, caballero, pues de la Luna acabo de caer. —dijo recuperando el falsete.
—¡Paso!
—¡Os lo imploro! ¡Decídmelo! —dijo el presunto selenita.
—¡Ah! —exclamó el recién llegado visiblemente contrariado.
—¡Ahhhh! —suspiró Corrales.
—¡Ah! —gruñó el enmascarado mirando torvamente a Corrales.
El enmascarado continuó con su discurso girando en torno al enfadado caballero mientras subían las escaleras. Corrales los siguió a prudente distancia hasta una hermosa plaza adoquinada iluminada por antorchas. Frente a la puerta de un gran caserón los hombres se detuvieron y el enmascarado explicó como es que a la Luna había llegado para luego regresar. Corrales escuchaba la conversación tras el soportal, encantado con el fraseo de ese hombre que sería el mejor actor de todos los tiempos en cuanto él y Tuya le pusiesen la mano (guante-de-datos) encima. Cyrano entretuvo al Conde de Guiche el tiempo suficiente para que el matrimonio de Roxana y Cristián pudiese celebrarse en la capilla que Corrales sabía habían improvisado en el recibidor del gran caserón.
Cuando todo hubo terminado y de Guiche descendía malhumorado las escaleras, Corrales se acercó al desenmascarado Cyrano que daba la espalda al abrazo de la desconsolada pareja.
—Permitidme, Señor. —dijo extendiendo la mano—. Me llamo Corrales, de C&T. Tengo una proposición que haceros.
—¡Dejadme, patán!
—Sólamente le robare unos minutos de su seguramente precioso tiempo, verá. Mi firma de representantes...
—¡Basta! ¡Alejaos de mi!
—Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo, caballero.
—¡Ay!
—¿Que os pasa? —preguntó Corrales preocupado por la salud de su futura mina de molibdeno.
—¡Le dio un calambre a mi espada! Con el ocio se entumece —explicó Cyrano—, ¡Veamos! —dijo, desenvainando.
Corrales bajó corriendo los escalones de la calle Villefranche perseguido de cerca por Cyrano. Llegando al parque de Cuchy ya tenía el puño del espadachín apretando su golilla. Una niebla repentina comenzó a formarse alrededor y la cara de Cyrano se transformó en la de Tuya, que le miraba con su eterna sonrisa.
—Faltó poco, ¿Verdad?
—¡Uff! —resopló Corrales, y se puso la mano sobre el enloquecido corazón—. Ha sido una experiencia alucinante que no me gustaría repetir jamás. Por un momento había olvidado que sólo es un sueño y que no corro peligro.
Tuya hizo una mueca.
—Por que no corro peligro ¿verdad? —preguntó Corrales frunciendo el ceño.
—Bueno. Si te hubiesen hecho daño durante el tiempo en que estuviste conectado sentirías el dolor como si hubiese sido real. Contacto total
¿Recuerdas? Y si hubieses muerto, el shock... pero no te preocupes, usaremos libros menos peligrosos. Corrales tiró de los cables intentando quitarse la banda de la cabeza, pero Tuya ya había puesto otro libro en el lector. Sus ojos se cerraron.
El sol caía con fuerza sobre la cara de Corrales. Estaba tumbado en la arena, la cabeza apoyada en una pared ruinosa. El ocre del desierto dominaba el paisaje. Corrales pensó en varias imprecaciones que había oído ayer cruzarse entre presidentes de dos clubes de fútbol en una charla-coloquio en la televisión y miró hacia el cielo como un profeta dudando si maldecir a su Dios.
El calor era sofocante y se quitó la chaqueta. Me voy a constipar
pensó. Del frío de la noche parisina al calor del desierto. Tuya me va a oír.
Dejó la chaqueta sobre el muro derruido. En ese momento una pequeña serpiente amarilla se asomó entre dos piedras cercanas. Corrales dio un respingo y se alejó un par de pasos.
—¡Un cocodrilo! ¡lo que me faltaba! —gritó. Tomó una gran piedra del suelo y se la arrojó al indefenso animal. A pesar de que no había intentado hacer nada parecido en su vida, la suerte quiso que el objetivo quedase impreso en el muro de muy mala manera.
—¿Por qué has hecho eso? —dijo una voz.
Corrales se volvió para contemplar un niño de unos diez o doce años, con una melena corta y rubia que reflejaba el sol del desierto. Iba vestido con un traje de seda muy amplio y botas de cuero. Su semblante era grave.
—¡Eh! —dijo Corrales, sobresaltado.
—¿Por que has hecho eso?
—Pero... ¿Qué haces aquí, pequeño?
—¿Por que has hecho eso? —repitió el niño poniendo una voz muy seria.
—¿El cocodrilo? Lo maté para que no me comiese —dijo corrales, agachándose para poner sus ojos a la altura de la cara del niño. Era muy guapo, aunque quizás demasiado serio
pensó. Quizás estaría bien en un drama costumbrista, haciendo de joven príncipe. Las películas con niños habían sido éxitos plenos desde qque el cine era cine.
—¡La serpiente me había prometido devolverme a mi casa! —sollozó el niño—. ¡Que hará ahora mi rosa! ¡Es tan débil! ¡Y tan ingenua! Tiene cuatro espinas insignificantes para protegerse contra el mundo...
—¡Qué ocurre aquí! —rugió un tremendo vozarrón. ¿Qué le ha hecho a éste pequeño?
Corrales sintió un nudo en la garganta. Un hombre enorme vestido con un mono de piloto le sujetaba el brazo como quien sujeta una linterna.
—Yo... —comenzó—. Sólo maté un cocodrilo y...
—¿Qué ha matado a la serpiente? —Rugió de nuevo la voz—. ¿Y ahora cómo podrá volver a su casa el Principito? Amigo, no me gustan los tipos que andan metiéndose donde nadie les llama. —el otro extendió su brazo de aviador para golpear a Corrales...
* * *
La neblina se dispersó y Tuya abrió los ojos. Parpadeó con aire estúpido sin poder creer lo que veía. Estaba en un estrado de madera, rodeado de gradas donde se sentaba una gran multitud compuesta por toda clase de pajaritos y bestias. A su alrededor y en posición de firmes estaba el mazo entero de la baraja. Tuya se asomó sobre el borde del estrado. Bill, la lagartija se volvió y chilló asustado al verle.
—¿Quién es ése? ¿Quién es ése? —murmuraron todos. Hubo un momento de silencio tras el cual Tuya sintió sobre él toda la ira de Corrales cuando la Reina gritó a pleno pulmón: Que le corten la cabeza
.