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EL DESIERTO IMPROBABLE
por Luisfer Romero Calero

Tiempo estimado de lectura: 15 min 53 seg

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Despierto e intuyo que me encuentro en un lugar en el que jamás había puesto los pies. Descubro, con pasmo, que mi atuendo se compone exclusivamente de prendas rojas, de un rojo fuerte, agresivo.

El escenario en que me hallo es extraordinario. No podría decir si su localización es un desierto subsahariano o la selva amazónica. El sol baña con intensidad todo lo visible, hasta el punto de que necesito achinar los ojos para distinguir las figuras humanas que se aproximan hacia mí.

Paran el paso y se quedan observándome. Compruebo que lo de mi vestimenta no es algo anecdótico. Las cuatro personas, porque ahora sé que son cuatro, están vestidas cada una de un color. Violeta, dorado, blanco, verde.

—¿Sabes qué hacemos aquí? —me pregunta el de verde.

—Lo desconozco —respondo con agilidad.

Les estudio con la mirada, y entreveo una escasa propensión al asombro.

Se presentan, solicitándome que haga lo mismo. Milena, modelo; Ford, ingeniero; Torricelli, embajadora; Elias, sacerdote. Cuando llega mi turno, informo de que me llamo Bastien, aunque Bastien no es mi verdadero nombre. Afirmo que soy psicólogo, y que me gusta el sitio.

Pronto realizan varias hipótesis que sospecho poco concluyentes. Nos ponemos de acuerdo para recorrer, lo antes posible, este desierto improbable donde la ausencia de sonido me provoca desconcierto.

En cuanto a mi aportación, descarto el secuestro. No creo que esté drogado, pero eso me deja turbado porque no me quedan causas plausibles. No me aventuro a participar en el debate mucho más allá de la escucha atenta, porque una metedura de pata podría dejarme desacreditado.

Examino el cuerpo cercano a la perfección de Milena, y ella hace la réplica con el principio de una sonrisa, o eso me gustaría interpretar. En todo caso, yo ya he percibido que ella parece más interesada en Ford.

Ford es, a todas luces, el que parece más preparado para erigirse como líder de este grupo circunstancial nuestro, y dar con una solución a los motivos de nuestra situación. Enseguida sus comentarios son tenidos en cuenta.

Decidimos que lo prioritario es la búsqueda de la población más cercana, con el fin de no preocuparnos de la comida y el alojamiento.

Torricelli se agacha, y mirando al suelo, hace un gesto propio de quien ha llegado a una conclusión.

—No hay bichos. Ni hormigas, ni escarabajos, nada. No hay vida aquí.

Tras esta frase de Torricelli, me pregunto si tendré un rol útil mientras dure esta odisea. La oratoria de Torricelli, la actitud conciliadora de Elias, la belleza de Milena y el carácter pasional de Ford, me hacen sentir relegado a un segundo plano.

Mientras Ford procura elegir bien la dirección hacia la que marcharemos, me siento en el suelo, y recuerdo a mi mujer. Anhelo su compañía, y lo que peor me hace sentir es que soy incapaz de medir la distancia exacta que me separa de ella.

Elias me toca en el hombro.

—¿Estás bien? —me pregunta, y pienso en si él quiere saber la respuesta.

—Estaré mejor cuando sepa por qué estamos aquí —he contestado, por educación.

Como tengo cierto temor a que él pregone la acción de una divinidad como causa de todo esto, no hago esfuerzo alguno por continuar la conversación.

Ford ha declarado que nos moveremos hacia el norte. No pregunto si esto está condicionado por algún factor de peso, porque me convenzo de que tendrá sus razones.

Caminamos durante una hora, o dos, no lo sé. La vegetación es ahora más abundante, pero no hemos visto ningún animal. El paisaje, en vez de estar dominado por el color verde, está más sometido por el azul de las hojas de unos árboles que en nada se parecen a los que yo haya visto.

—Árboles azules —dice Milena.

—La suma de ciertos elementos me hace sondear la conjetura de que —comienza Torricelli.

—Ese de ahí parece un olmo, ¿no? —interrumpe Elias.

No sin trabajo, atravesamos parte de un bosque que me deja abrumado por su estructura, en el momento en el que vislumbro que los árboles se extienden hasta una línea muy clara, de un color que no acertaría a decir.

A partir de la línea, los árboles dejan paso a un entorno menos amigable, con un enorme erial gris y seco.

—¿Cruzamos la línea?

—¿Por qué no? —replica Ford.

Ford hace uso de sus gestos viriles ya habituales, y camina más allá de la línea con una decisión innegable. Tres pasos más tarde, da media vuelta con un rostro asolado por el pánico y con movimientos descoordinados. Elias se ofrece a ayudarle en cuanto regresa a este lado de la línea.

—¿Qué es lo que te ha pasado?

—Espera —suplica Ford sin dejar de jadear. Se aleja de Elias, se pone de rodillas y se masajea el vientre con obstinación. Transcurren unos instantes, y Ford no puede evitar vomitar sobre la hierba azul. Grita en señal de lo que parece ser dolor, de modo que, cuando se levanta, vuelve a caer.

Nos acercamos a él, y en efecto está bastante débil.

—No hay duda —asevera Torricelli, en cuanto cruzamos la línea, hay un ente sistemático que impide realizar más averiguaciones.

—Yo no voy a pasar por ahí —advierte Milena.

¿Cree Milena que sus compañeros de viaje estamos acaso dispuestos a sufrir la misma calamidad? La piel blanca de Ford, sus sudores y sus gemidos de pura aflicción, nos ha parecido consenso suficiente.

Nos sentamos en un pequeño llano mientras aguardamos la recuperación de Ford, que logra dormir a pesar del dolor. No disponemos de medicinas. Por suerte, no hace calor ni frío. Estamos en una ubicación donde el día y la noche se confunden, así que precisar la hora exacta del día, o el transcurrir de los días incluso, se me antoja, cada vez más, una quimera.

Las conversaciones, en las que Torricelli muestra su constante hegemonía a base de verborrea y redundancia, no son muy de mi interés, y consisten únicamente en lamentaciones y narraciones sobre el contraste respecto a sus vidas diarias.

A Ford le lleva varias horas ponerse en pie, y cuando insiste en reanudar la marcha con vehemencia, nos levantamos y reiteramos la idea de encontrar alojamiento y comida.

Es una pena que no tengamos rumbo, porque la meta me parece más lejana a cada paso. Cuando estamos a punto de rendirnos, encontramos una especie de cabaña de considerable superficie, de manera que todos podemos entrar a examinar qué hay dentro.

En una esquina, Elias ha descubierto unas bolsas blancas, del tamaño de un melón. No podría decir que son bolsas de tela, pero no acertamos a dar con el material con el que están hechas. Ford procede a abrirlas por la fuerza. Tres o cuatro tirones. No tenemos nada afilado ni cortante. Enseguida comprendo, que, al igual que no tengo nada en los bolsillos, sucede lo mismo con mis nuevos compañeros.

No era previsible, pero Ford ha abierto una de las bolsas. Ayudamos con las demás, hasta que el resultado final nos deja exhaustos. Es arroz. Son cinco bolsas, así que entiendo que alguien sabe que estamos aquí cinco personas, y que si vamos a pasar aquí mucho tiempo, al menos nos dejará arroz para un periodo de tiempo mucho más que simbólico.

No me atrevo a tocarlo ni a probarlo, pero no necesitamos debatir sobre si es conveniente comer de ese arroz, porque Milena ha comenzado a tomar puñados y metérselos en la boca como si fuera el último alimento que va a ingerir. Y, a estas alturas, puede que lo sea.

Tras no haber comido nada en ¿horas? ¿días? el arroz que mastico, duro, crujiente, me provoca un ilapso que momentáneamente me hace olvidar lo precario de mi actual realidad. Elias, Ford y Torricelli se despojan también de toda dignidad para comer arroz con cierto frenesí. Una vez saciados, nos sentamos en rincones aleatorios de la cabaña.

—Ya tenemos qué comer —comenta Elias.

—Y dónde dormir —añade Ford, que sonríe por primera vez.

Es absolutamente fundamental que establezcamos la prioridad de tantear los posibles motivos de nuestro encierro aquí. Porque podemos llamar encierro, creo yo. En resumidas cuentas... —dice Torricelli.

Para ser una mujer, Torricelli parece demasiado calculadora y fría. No me extrañaría que, en cualquier momento, admita que lo sabía todo desde el principio.

Aunque el ansia por buscar aclaraciones nos lo impide, acordamos que es primordial dormir. Ha sido vasto el desplazamiento, y agotadoras las sensaciones y la incertidumbre que nos dominan ahora.

Duermo con la esperanza de que esto haya sido un sueño, alargado e hiperrealista, que purifique algunos de mis miedos y obsesiones. Que Ford, Milena, Torricelli y Elias no sean reales, o sean en realidad mi padre, la guapa del instituto, una amiga de mi mujer, un conocido del trabajo. Estaría dispuesto a superarlo.

* * *

La voz de Elias me despierta. Cuando abro los ojos completamente, veo que todos estaban despiertos menos yo, y han preferido respetar mi descanso.

—Nos han robado el arroz —dice.

—Creo que es una oportunidad para movernos a otro sitio, y seguir buscando —indica Ford.

—¿Tú qué piensas, Bastien? —pregunta Milena.

El resto me mira con alguna expectación, y saboreo el momento porque creo que, por vez primera, mi opinión va a ser considerada a nivel global.

—Sí, vayámonos —digo con mi laconismo de siempre.

Nos percatamos de lo que nos espera fuera no es mucho mejor. Alcanzamos la zona desértica, y la luz que desprende el sol es exactamente igual, con la misma intensidad. Camino y logro ir al paso de Milena, cuyos movimientos denotan cansancio y apatía. Procuro pensar en un comentario original y simpático que la haga distraerse de la desidia, pero mi mente no me ayuda hasta ese extremo.

—Cansada, ¿eh? —me limito a decir.

Ella me mira, con sus emanantes ojos verdes.

—Es que si supiéramos dónde estamos —dice en tono de queja.

—No te preocupes, mientras sigamos buscando...

Ford se une, y rodea con su brazo los atractivos hombros de Milena.

—Ay, querida Milena, no te canses tú, que ya llegamos, seguro —le anima.

Milena se ríe, y como no dispongo de recursos para poder atraer de nuevo su atención, renuncio a ello, y ando junto a Elias.

—Elias, ¿qué crees? ¿Estamos muertos? ¿Es esto el cielo o el infierno?

Se lo he preguntado sin ironía, aunque parezca lo contrario, porque al fin y al cabo puede ser que tenga una opinión interesante. Elias hace amago de sonreír, animado porque he entrado en su terreno.

—No creo que sea ninguna de las dos. A ver, lo primero que he pensado es que estaba muerto. Que lo estamos todos, pero luego me he dicho. Si esto es el cielo, ¿qué tiene esto de maravilloso? Y si esto es el infierno, pues tampoco estoy tan mal. Además, ¿por qué nosotros cinco? ¿Dónde están los demás? Tanto si estuviéramos en el cielo como en el infierno, esto estaría poblado por millones de personas. Y aún no hemos visto a nadie.

Aunque Elias no ha explicado nada que yo no hubiese meditado, le doy la razón de manera automática porque su reflexión es, ante todo, coherente. Requiero obviedades y aforismos, cuantas más mejor, porque no estoy cómodo con el hecho de que siga pasando el tiempo y nada cambie.

Torricelli ha bajado la guardia y ahora no le importa desvelar que está abatida, tanto mental como físicamente. Rechazo toda tentativa de oír cualquier conferencia que quiera impartirme en medio de este páramo. Pero esto no me exime de contemplarla con algo de compasión. Al final ha resultado ser tan humana como todos los demás.

—Mirad, ahí hay algo —dice Milena.

Corre hacia ese algo, sacando las fuerzas no sabemos de dónde, y cuando llega al sitio, nos grita aunque no la oímos, y nos hace gestos para que acudamos junto a ella.

—¡Es un pozo! —exclama extasiada.

Acelero el ritmo porque acabo de recordar que tengo una sed inconmensurable. Pienso en el agua recorriendo mi lengua, refrescando el paladar, y doy zancadas desesperadas hasta que llego. El pozo, tal y como lo veo, es como un cuenco de enormes proporciones, donde uno puede beber agua o bañarse como si se estuviera en una piscina.

Beber agua nos sumerge en un silencio que sólo se ve interrumpido con nuestros respectivos aaaaaaaah cuando sacamos nuestras cabezas del pozo.

—Esto, de ningún modo, puede ser fruto de la casualidad —dice Torricelli.

El aire, que no es fresco pero tampoco cálido, acaricia mi cara mojada, cierro los ojos y no escucho lo que dice Torricelli. Más adelante, retomo mi atención.

—Sí, desde luego, los mismos que nos han puesto por delante el arroz y nos han trazado esa línea, son los que nos han dejado este pozo —dice ahora Ford.

—Los mismos, ¿quiénes? —pregunta Milena.

El silencio de Ford es una respuesta por sí sola, o al menos así lo entiendo. Doy un par de vueltas al pozo, y miro de nuevo para verificar mi hallazgo.

—No, no hay duda.

Varios metros a la derecha del pozo, mirando desde donde veníamos, está La Línea.

—Eh —digo a los demás.

—Sí, lo acabamos de ver —se adelanta Ford.

Me maldigo por no haberlo visto antes, porque querría haberlo encontrado en exclusividad. Mi interior suplica mayor protagonismo en este clan, y no puedo corresponderle. De pronto se me ocurre.

Podríamos hacer un mapa del sitio, ahora que ya lo tenemos delimitado, sugiero.

—¿Sí? —sonríe Ford—. ¿Y con qué y dónde lo escribimos?

Discurro varios segundos, y vuelvo a hablar.

—En una hoja. Con sangre.

Terminan por admitir que mi propuesta es bien sencilla, aunque hay que arreglar el asunto de la sangre.

—Me hice una herida en la rodilla, justo cuando desperté, antes de encontrarme con Torricelli —dice Elias—. Si me quito la costra, a lo mejor sangra lo suficiente como para...

No termina su frase, y con una mirada, intento comunicarle que me parece bien su sacrificio.

Andamos otra vez, para acercarnos a la zona con más vegetación. Arranco una hoja azul al azar e, ignorando la repugnancia que me produce hurgar en una herida ajena, inserto el dedo y lo unto con la sangre de Elias.

Dibujo la forma ovoide que he intuido por la distribución de La Línea, y separo con claridad el bosque azul del área desértica. Ford me sugiere dónde debemos colocar el pozo, y señalo con una cruz el lugar donde Ford traspasó La Línea, con un círculo el pozo, y con una flecha la cabaña, que según Torricelli, está aproximadamente al otro lado. Por un momento nos recreamos en nuestras dotes de orientación. Ford no muestra objeción al mapa definitivo, lo que me hace pensar que, cuando decía que iríamos al norte, en realidad estaba haciendo el paripé. He tenido que meter el dedo en la herida seis veces para que el dibujo fuera nítido.

El mapa me ha colocado en la élite. Me preguntan ahora, incluido Ford y a pesar de su arrogancia, cuál debería ser nuestro siguiente movimiento.

Respondo con serenidad que sería conveniente volver a la cabaña, que quizás lo del arroz ha sido accidental.

El retorno a la cabaña, con el mapa por delante, se hace más ameno y el grupo está más eufórico en general, quién sabe por qué. Nuestra situación no ha cambiado lo más mínimo, y por lo contrario ahora conocemos con relativa precisión la cárcel abstracta en la que estamos aprisionados.

Hemos llegado a la cabaña con asombrosa facilidad. Es como si ya sintiéramos que este lugar es nuestro nuevo hábitat. Milena grita con fuerza, y cuando puedo observarla, veo que es pura alegría.

Luego entiendo qué ha ocurrido. El arroz ha vuelto, o al menos eso parece.

—Dios nos quita, y Dios nos da —dice Elias.

Nos sentamos, esta vez con más calma, a comer arroz. Torricelli se levanta, y descubre un mensaje escrito en el suelo.

Cinco raciones de arroz para cinco personas.

—Bueno, a mí ya me queda claro que alguien nos vigila —digo.

—Nos cuida, más bien —corrige Milena.

—No es un sueño, y no estamos muertos, así que ¿qué más se os ocurre? —empieza Ford.

—Yo creo, que urge saber el significado de esa línea, ¿de verdad es una frontera para nosotros? Quiero decir que —expone Elias.

—No quieres saberlo. En mi vida me he sentido peor —reconoce Ford.

—Hay algo que, bajo mi humilde punto de vista, nos embriagaría de información relevante respecto a nuestro contexto —dice Torricelli.

—¿Y es?

—Esta cabaña, ¿con qué está construida?

—No parece madera.

—Tampoco es paja, y desde luego no es hormigón ni plástico.

—Sin embargo, es marrón —aclara Elias.

Milena no interviene porque está demasiado ocupada con el arroz, y en cualquier caso no es que posea mucha capacidad para aportar elucubraciones trascendentes.

Nos levantamos varios, para poder inspeccionar la cabaña con exhaustividad. Elias nos llama para que veamos algo.

—Mirad esto. Es una etiqueta, o un cartel.

—Sí, pero ¿qué dice?

—No puedo saberlo.

—¿Qué idioma es este?

—Hay puntos y rectas. Pero no es braille. Conozco el braille, porque mi hermano es invidente. Tampoco es código Morse. Pero eliminar esas opciones, nos deja muy perdidos.

Tras varios minutos, hemos pospuesto nuestra investigación, y ahora, gracias a Ford, podemos centrarnos en las medidas. No hemos hablado del racionamiento, pero como sabemos que alguien se encarga de reponer nuestras provisiones, no valoramos que sea crucial pensar sobre ello.

—¿Cuánto hay del pozo a la cabaña? ¿Media hora? ¿Una hora?

—El sol no cambia de posición. Así es difícil saberlo —dice Ford.

—Invito a los presentes a madurar la idea de que el tiempo no tiene, por ahora, sentido para nosotros. Nunca es de día o de noche, ni tenemos reloj, así que podemos determinar que el pozo está a una distancia indefinida de la cabaña, de acuerdo, ¿por qué no nos basta la localización de ambas? ¿Tenemos, en este instante, otra cosa que hacer que ir a por agua? —propone Torricelli.

—Podemos turnarnos para ir a por agua —dice Elias.

—Yo seré el primero, cuando despertemos —dice Ford.

—¿Y cómo la traeremos?

—Podemos distribuir el arroz en las bolsas que hayamos vaciado, y traer el agua en la misma bolsa. Parece que es impermeable, sea lo que sea de lo que esté hecha.

Aunque no lo digo, pienso que un asunto fundamental como es la higiene, aún no se ha tratado. Me escama también que hayan aceptado tan pronto su condición, sin sentir excesiva nostalgia por lo que tan sólo hace unos días vivíamos en nuestros lugares de residencia.

Creo que La Línea no debería ser semejante obstáculo. Si hay terreno detrás de La Línea, ¿qué es exactamente lo que nos impide cruzar? ¿Qué jalona? En un ejercicio de escepticismo, me pregunto si Ford, como ingeniero, es un infiltrado entre nosotros, y en realidad está actuando. Podría haber tomado una sustancia para hacernos creer que fue La Línea la que provocó esos efectos.

La ropa tampoco ayuda. Mi hastío hacia el rojo ya es más fuerte, y ver cómo los demás parecen uniformados como si perteneciéramos a una secta, me hace sentir molesto.

—Señores, con vuestro permiso voy a cruzar La Línea —les digo, sin esperar su aprobación.

Ford me avisa, exaltado y con persistencia, pero quiero comprobar por mí mismo, sea lo que sea.

Paseo por el bosque azul como si yo mismo hubiera elegido estar allí. Tras varios minutos, he llegado al límite. No hay árboles más allá de La Línea. No hay hierba. No hay vida. Sólo piedras y cielo gris.

Pongo un pie fuera. El otro. No siento nada.

Echo a correr, y no me importa si con ello dejo a los demás atrás. Hace varios días, no les conocía y no me preocupaba su destino. Tampoco ha de hacerlo ahora.

Varios pasos después, las piernas comienzan a fallar, como por desgaste. Cuando me doy cuenta, no me puedo mover, como si mis piernas fueran dos troncos inertes, pura ornamentación acoplada al resto de mi cuerpo. Respiro con fuerza, porque el oxígeno a duras penas llega a mi boca y luego a mis pulmones.

El aire irrespirable me provoca una náusea tan potente que tengo ganas de llorar. Suena un estruendo que nunca cesa. Podría ser un grito, o un violín en su nota más grave, pero no baja su intensidad. De repente, estoy preso de una angustia incontrolable, y sólo quiero morir. Deseo no haber nacido nunca para no tener que pasar por esto.

Siento un dolor de cabeza tal que deseo darme golpes contra el suelo, para matarme antes de que lo haga esta explosión de agonía. No creo poder manejar mis esfínteres y mi psicomotricidad. No me extrañaría si me orino encima o si voy defecando por el camino, de la misma manera que podría vomitar en cualquier momento.

Con todo, repto hacia el sentido contrario. Tengo que volver al bosque azul. No puedo evitar gemitar para suavizar la náusea, el dolor de cabeza me obliga a ir con los ojos cerrados porque el simple acto de usar la vista, es un lujo.

Con un débil grito, respondo a las llamadas de los demás, que gritan Bastien una vez tras otra en el umbral.

—Mira que te lo dije —me dice Ford mientras intenta que me ponga de pie.

—Pero, no lo entiendo —dice Milena.

Caigo al suelo, y no tengo ganas sino de dormir.

Abro los ojos y estoy en la cabaña. Lo sé inmediatamente porque ya reconozco su techo en forma de pirámide, las paredes de marrón claro, las bolsas de arroz. No hay nadie, pero pasa un tiempo en el que no pienso nada en especial, y aparece Milena.

—Desde luego, has tenido valor para hacerlo —opina.

Me trae agua en una hoja azul, y la bebo con rapidez.

—¿De verdad no había nada ahí afuera?

—Nada, el paisaje no cambia pero poco a poco te vas sintiendo peor, hasta que se hace insoportable.

—¿Y los demás?

—No sé, pero Ford ha pensado que podríamos hacer un túnel por debajo de La Línea.

Ella está de cuclillas, de manera que puedo analizar sus curvas sin prisa. El traje dorado es generoso, y me deja ver el inicio de sus senos, que adivino turgentes y firmes. Es el primer pensamiento concupiscente que albergo desde que estoy aquí.

—No te vas a creer el mensaje que hemos encontrado —dice Milena.

Está tan cerca de mí que lo que quiero hacer es agarrar su traje dorado y poseerla salvajemente. Si siento algo dentro de mí, quiero sentirlo con ella.

—¿Qué?

—Otro mensaje, aquí al lado, cerca de la cabaña.

—¿Qué dice?

El único será salvado.

Me cercioro de que el posible significado de la frase, es el único con lógica.

—Bueno, veo que estás mejor. Hasta luego —dice Milena, levantándose y saliendo de la cabaña.

La odio por haber hecho eso, pero no la culpo. Logro ponerme en pie, y tras haber comprobado que traspasar La Línea es una misión impracticable, ojeo el cartel que encontraron en la cabaña. Repaso las paredes hasta que doy con ella.

No es ningún idioma que conozca. Pero es un idioma. La disposición de los puntos, la distancia entre éstos. ¿Por qué, sin embargo, hemos recibido mensaje en nuestra lengua?

¿Y si...?

Salgo de la cabaña y vislumbro por mí mismo el mensaje. El único será salvado.

—Hola, Bastien —dice Elias. Aún creen que me llamo Bastien.

—Hola.

—¿Mejor?

—Sí. Pero no quiero ni acordarme. Horroroso.

—Ya.

—¿Ford está construyendo un túnel?

—Estaba. Hemos visto que es imposible.

—¿Por qué?

—A un metro bajo tierra, es un material indestructible, como un metal.

—Vaya.

—Y el mensaje, lo has visto, ¿verdad?

—Sí.

Me quedo frente a Elias, con esa mirada pacífica y voz hipnótica, y veo luego a Ford y Milena hablando cordialmente.

—¿Y Torricelli?

—Hace un tiempo que no la vemos. No sabemos a dónde ha ido.

Yo sí lo sé. Ha interpretado el mensaje de la misma forma que yo. Sólo puede quedar uno. Ford, Milena y Elias no parecen perder la cordura ni las fuerzas para progresar, pero creo que todo irá a peor. Llegará el declive, la resignación, la desconfianza. Me pregunto qué hago yo aquí, fijo la vista en uno de los árboles, y se me ocurre una idea.

Ford se acerca. Creo que me respeta. Al menos, más que a Elias.

Torricelli se ha ido, y lo del túnel no ha sido una buena idea, reconoce Ford.

—¿Qué se os ocurre que podemos hacer ahora? —pregunta Elias.

—Dormir —dice Milena.

A todos les parece bien, y yo acojo con aplomo la decisión, a pesar de que he estado mucho tiempo dormido tras cruzar La Línea.

Nos acomodamos en la cabaña. Antes de hacer silencio, Ford observa durante un rato la extraña etiqueta de puntos y rectas de la esquina, sin llegar a ninguna conclusión.

* * *

Despierto y me pregunto cómo funcionará nuestro reloj biológico interno, para que a pesar de no haber sonido, ni podamos discernir entre noche y día, podamos dormir una serie de horas fija. Doy una vuelta por el bosque azul, orino y me recreo en pisar lentamente la hierba blanda.

Un golpe en la cabeza me aturde, y tardo en reaccionar. Abro los ojos y estoy tumbado en el suelo. Torricelli está encima de mí, apretando los dientes y con sus manos alrededor de mi cuello. Está llorando. Aunque casi no puedo hablar, intento quejarme.

—Pero, ¿qué haces?

—Es indignante que aún no lo hayáis asumido. El único será salvado. ¿Es que no has memorizado el mensaje? ¡Sólo puede quedar uno! —gime Torricelli.

Sus manos oprimen mi cuello, y yo me resisto moviendo todo mi cuerpo. Aún puedo usar mis manos, por lo que propino puñetazos a su vientre, araño, doy golpes e intento llegar a su cara. Cuando lo logro, consigo que sus manos se alejen de mi cuello. Torricelli yace en la hierba, y le doy un puñetazo en la cara, para asegurarme de que está inconsciente. Como se ha movido, he vuelto a pegarle, esta vez más fuerte. No lo he pensado; simplemente lo he hecho.

Me levanto y echo a correr. No recuerdo dónde estaba, pero seguro que no muy lejos de la cabaña. Abandono allí a Torricelli, que quizás está medio muerta. No tengo problema en admitirlo. Lo he hecho en defensa propia, y toda argumentación que defendiese que acabo de cometer un acto inmoral me parecería baladí.

La codicia de Torricelli me preocupa. Esta escena de erosión es, supongo, sólo el principio.

Regreso a la cabaña, y resuelvo que no voy a explicar nada sobre Torricelli. Prefiero que piensen que se fue, y no volvió.

El rostro compungido de Elias me augura nuevas y malas noticias. Sin decirme palabra, me señala el mensaje en el suelo de la cabaña.

Cuatro raciones de arroz para cuatro personas.

Ford no está mucho más alegre que Elias.

—Quieren provocar cizaña, que nos matemos unos a otros —dice Ford.

—Si nos mantenemos todos unidos, puede que, comienza a decir Elias.

Milena no habla. Está tan asustada que dudo mucho que nos vaya a ser útil de aquí al final de este incidente.

—Dentro de la cabaña hay, justamente, cuatro bolsas de arroz. Y mañana, si es que hay un mañana, serán tres —concluye Ford.

Caminamos a lo largo de La Línea. Esperamos hallar una salida, pero ésta no se encuentra en ninguna parte. No podemos salir por arriba, porque no tenemos medio para volar. No podemos hacerlo tampoco por abajo. El día se torna poco fructífero. Ahora nos limitamos a comer cada uno una bolsa de arroz, el agua necesaria para calmar la sed, no sea que también mermen las reservas de agua.

Ford decide que hará guardia por la noche, con el fin de identificar a los autores de los mensajes. Al menor sonido, Ford nos despertará para que entre todos, podamos neutralizar a los culpables de nuestra situación.

—¿Cómo piensas entretenerte? —le pregunta Milena.

—No sé, recordaré a todas las personas que conozco cuyo nombre empieza por eme —responde Ford.

Procuro dormir, pero la inquietud que me invade es colosal. Escucho la respiración de todos, y vuelvo a pensar en mi mujer.

* * *

—¡Ford! ¡Oh, Ford! —grita Milena.

Me levanto de forma brusca, y contemplo el cuerpo inmóvil de Ford.

No lo reconozco ante los demás, pero estoy aterrado. Ahora que Ford está muerto, la perspectiva de salvarse de esto, se me hace remota e ilusoria.

—¿Quién ha hecho esto? ¿Quién?

Ante el llanto de Milena, Elias y yo nos estudiamos con los ojos. El mensaje en el suelo revela lo que ya conocemos.

Tres raciones de arroz para tres personas.

Comienzo a comer el arroz, porque sé que yo no he sido. Debo mantenerme tranquilo, porque tengo un enemigo de entre las dos personas que habitan en esta cabaña.

—No puedo creer que comas como si nada —me dice Milena.

—No soy un asesino —contesto.

Es relevante el hecho de que si yo no he dicho la verdad sobre mi nombre y mi oficio, tampoco ellos han tenido por qué hacerlo. Habría sido objeto de escarnio, como lo era antes de llegar aquí. ¿Y si Elias no es sacerdote?

—No os preocupéis. Dios proveerá —dice Elias, y yo me río, porque no me puede parecerme más absurdo el presente comentario en este preciso instante.

—Es una tontería que podamos confiar los unos en los otros, porque no nos conocemos —afirmo.

Miro hacia el cielo, y quedo absorto ante la extraña luz del sol. Luego vuelvo la cabeza hacia el horizonte, y cuando fijo la vista en uno de los árboles, se me ocurre una idea.

No sé por qué la he tenido, y si el tiempo va a otorgarme la razón, pero ya me tiene obsesionado. La idea de que yo, cuando era pequeño, jugaba con mi hermano a poner varias hormigas dentro de una copa de cristal, y le daba la vuelta a la copa, volcada sobre una mesa, para deleitarme con el espectáculo de ver cómo probaban algunos caminos, intentaban escalar el vidrio, sus reacciones se volvían caóticas, averiguaban las fronteras, se percataban de su establecimiento en un marco nuevo, desconocido. Ver cómo se peleaban porque eran muchas en un espacio tan reducido. La idea de que alguien está haciendo lo mismo con nosotros. De que ese idioma de la etiqueta en la cabaña, el paisaje y La Línea son parte de una cultura y una civilización no humanas. De que les servimos de diversión, a modo de safari, zoo o parque natural, y por eso tenemos garantizadas agua, comida y alojamiento, a temperatura constante y sin noción del tiempo.

Prisioneros de algo que no entendemos, hasta que sólo quede uno. El único será salvado.

No pienso en lo desafortunado que soy, porque creo que tengo que centrarme en sobrevivir como sea. Elias y Milena. Uno de los dos ha asesinado a Ford. Y lo harán conmigo en cuanto tengan ocasión. Podría renunciar a la cabaña, y acudir a un destierro que me mantuviese protegido de ellos. Pero está el problema del arroz. Y el pozo.

Elias y Milena no están. Los busco tímidamente, escondiéndome tras los árboles, y no aparecen. Podría aprovechar, y hacer de la cabaña mi baluarte. Pero lo descarto. Lo mejor sería llegar a un pacto con ellos.

Al fin, a lo lejos, veo una silueta, pero la tenue luz del bosque no me permite diferenciar si se trata de Milena o de Elias.

Es Milena. Aprieto los puños, anticipándome a una posible lucha.

Milena se acerca a mí, estremecida y con la respiración entrecortada. Está sangrando, y cojea de la pierna derecha. No sé qué pensar. ¿Habrá matado a Elias, y son esos sus síntomas de la resistencia de éste?

—Elias ha...

—Muerto.

—Sí.

—Se ha suicidado, ahogándose en el pozo.

—¿Por qué?

—Porque dijo que había matado a Ford, y que Dios no se lo perdonaría.

No sé si creer esta historia, pero el rostro de Milena, lleno de heridas, me hace dudar. Su nariz sangra y tiene rozaduras en los brazos.

—¿Cómo te has herido?

—Fue al intentar salvar a Elias. Ha sido horrible, de verdad.

Me abraza y yo la acojo en mi regazo. Quizás todo ha terminado. Nunca me cayó bien Elias. Estaba claro que escondía algo, con su hiperbólico comportamiento zen, y su aparente conformismo.

Volvemos a la cabaña a paso lento. No sabemos cómo escaparemos de ésta, pero la compañía de Milena, ahora más entregada, me hace olvidarme de mi mujer.

Tropiezo con una piedra, y no caigo al suelo por poco. Las fuerzas comienzan a fallarme. Ha sido constante el cansancio. Mi grado de extenuación me impide mirar más allá de los próximos cinco minutos. Recapacito la idea del zoo. El único será salvado.

—Durmamos juntos. Tengo miedo —me invita Milena.

Dos raciones de arroz para dos personas.

Nos recostamos en medio de la cabaña, y ella me acaricia el pecho, mientras llora en voz baja. El llanto se convierte en sollozo, y cuando se calma, se duerme y yo me quedo mirando el techo piramidal, porque hay algo que no he planificado. Algo que...

Finalmente, me duermo.

* * *

Despierto y me confunde lo que veo. Es como si no hubiera luz. Me cuesta respirar. Intento tocarme la cara, y no lo consigo. Asimilo lo que me ocurre: tengo una de esas bolsas de arroz cubriéndome la cabeza.

¡Milena!

—¡Milena!

—Estoy aquí —dice Milena—. No te resistas, o será peor.

Lucho todo lo que puedo, pero mucho me temo que estoy vencido.

Una voz de una sonoridad omnipotente me deslumbra.

¡Y la ganadora del concurso es Selena Halvorsen, alias Milena! —dice la voz.

Ahora lo recuerdo. El concurso. Firmé mi condición de concursante. Se me prometió que si ganaba... me prometieron tantas cosas. Acepté que se me borrara selectivamente la memoria, para que no pudiera acordarme de que estaba en un certamen. Me dijeron que todo valía en este concurso, todo con tal de ganar.

Qué equivocado estaba. El aire no llega. Las inhalaciones son cada vez más costosas, no puedo respirar por la nariz. Me duele la cabeza. Voy a morir.

—Bastien, no te resistas, ya he ganado, —dice Milena.

Cómo echo de menos a mi mujer.

Cierro la boca y mantengo en mis pulmones el último soplo de aire.

noviembre 2010 - enero 2011.

Luisfer Romero Calero
© Luisfer Romero Calero, (5.721 palabras) Créditos
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