
Martha
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El edificio frente a él era extremadamente alto, tanto que se perdía entre las nubes y seguía elevándose hasta alcanzar la estratósfera. Entró. Ya en el vestíbulo, buscó dónde se encontraba el ascensor panorámico, lo llamó y ascendió hasta el mirador ubicado en el último piso. Superó la inevitable sensación de vértigo que se siente en tales condiciones, cosa que no fue tan complicada porque estaba entrenado para ello. Allí quedó admirado observando el distante paisaje; hacia abajo apreció la misma vista azul que se vislumbra desde el espacio exterior, cargado de nubes, praderas verdes, amarillos desiertos y turbios océanos. Hacia arriba estaba el inmenso cielo estrellado como nunca se podría ver desde el nivel del mar. Pero, al apoyarse en el pasamanos y mirar recto hacia abajo, sintió el furor del vacío completo.
Tan extasiado estaba en la contemplación que no reparó en lo húmedo que estaba el pavimento. Así fue que resbaló yendo directo encima de la baranda. Giró con la palanca que le hiciera la misma y cayó al distante cielo interminable que había allí a sus pies. Una inmensidad se extendía en la caída, al punto que perdió la sensación y no logró percibir si estaba subiendo o bajando. El descenso se convirtió en algo desesperadamente inacabable. Eran minutos. No, en realidad eran horas, o tal vez días, o meses, o años, o siglos, o más. Gritó con desesperación, profiriendo un terrible alarido sin fin.
Martha
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Despertó. Nuevamente tuvo una de sus reiteradas pesadillas de cien años de duración. Estaba sudando a la gota gorda. ¿Cómo me llamo?
pensó. A esta altura, eso ya no tiene la menor importancia
respondió a sí mismo. Estaba recostado en un catre duro, en una pequeña habitación, tan claustrofóbica como todo aquello que le rodeaba.
Poseía tan solo una mínima ventana circular apuntando a popa. Con dificultad y torpeza ya que aún no había logrado recuperar totalmente la movilidad de sus músculos, avanzó hacia allí. Nunca podría adaptarse a la falta de gravedad y a los calzados con adhesivos que se pegaban al piso rugoso al caminar, impidiéndole así la desagradable sensación de flotar en su marcha.
Ya no se veían más esos dos puntos circulares cada vez más diminutos que eran la Tierra y la Luna. En cuanto al Sol, hasta ahora había sido el elemento más brillante del firmamento, su último contacto con el pasado. Ahora era una estrella más, imposible de identificar a simple vista sin disponer de un mapa estelar. Y no disponía de uno a mano.
Martha
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Cruzó la puerta. Un ambiente algo más grande, con un amplio ventanal al frente junto a un panel lleno de comandos inútiles. Seis puertas daban a la parte posterior, una para cada miembro de la tripulación. Tres de ellas se encontraban vacías, en las otras dos estaban sus habitantes en un sueño del que seguramente nunca despertarían. Y la restante era la suya.
Sintió escalofríos. La órbita de Plutón había sido ampliamente superada y el vacío se extendía hacia delante como un abismo negro que les absorbía de manera inevitable hasta devorarlos en su totalidad. Este era el octavo despertar, es decir que llevaban ochocientos años surcando el espacio, cada vez con menores esperanzas de ser algún día rescatados.
Martha, Martha
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Pero Martha ya no estaba. Con seguridad, cierto día comprendió que él ya nunca regresaría y que su espera se convertiría en algo completamente inútil. Habrá reconstruido su vida al lado de otro hombre que la amara tanto como él. Juntos debieron haber envejecido. Lo más probable es que haya tenido hijos (siempre le gustaron los niños), y luego nietos, más tarde bisnietos, tataranietos... Pero eso ya no importaba. Si hoy mismo surgiera de la nada una nave de rescate y los llevara de nuevo a la Tierra, no encontraría rastro alguno de la descendencia de Martha. Dejó de pensar en eso, era un sueño sin sentido que no valía la pena tener en consideración. La humanidad se había olvidado de ellos hacía mucho tiempo. Puede ser que después de tantos desastres como ese, hubiera cedido ante la presión de los opositores dejando de lado la exploración espacial. O tal vez, una de aquellas tantas guerras sin sentido haya terminado con la existencia del hombre. ¡Qué manera de especular! Lo único cierto era esa soledad en que se hallaba sumido, y la carencia de esperanzas para acabar con tal insoportable situación.
* * *
Los recuerdos volvieron a su mente. Hace una eternidad había decidido ser Ingeniero espacial. Ese era su deseo y su ambición. Entonces no consideraba la posibilidad de convertirse en astronauta, y así se lo había hecho saber a Martha. Se desvelaba por los quasars, novas, agujeros negros y el descubrimiento de mundos distantes, entre tantas otras cosas. Pero sus pies seguían asentados en tierra firme.
También era el capitán y figura principal del equipo de rugby de la universidad. Por consiguiente, además de ser un brillante estudiante, era un gran deportista. A ambas tareas se dedicaba con idéntica devoción.
Fue uno de sus profesores quien le hiciera cambiar de opinión. Decía que era un desperdicio que un científico de sus condiciones, con su fortaleza física, desaprovechara semejante oportunidad. Así fue como, apenas graduado, realizó la solicitud para integrarse a esa misión. La misma no parecía revestir grandes dificultades. Consistía en salir a la persecución y dar caza a un satélite meteorológico que, afectado por un virus, se apartó de su órbita y comenzaba a alejarse más allá de la Luna. Su tarea como Ingeniero Espacial era la de reprogramar el sistema informático del satélite para, una vez culminado y en perfecto estado de funcionamiento, reincorporarlo a su órbita asignada. Luego estaría todo acabado y podrían regresar felices a casa, con la satisfacción del deber cumplido.
Participó con gran entusiasmo del entrenamiento durante los seis meses de duración. Eso resultó ser algo similar a una experiencia surrealista en su existencia. Parecía imposible estar viviendo una situación así. Le dijo a Martha que ésta sería la primera y última vez que viajaría al espacio, que con sus ganancias, podrían armar una vida plena en la Tierra. Ahora sí, haría lo acordado y trabajaría de lleno en un observatorio astronómico. Pero él sabía que llegado el momento, Martha jamás le negaría una invalorable posibilidad de desarrollo profesional.
Llegó el día de la partida y con él, un sinnúmero de ilusiones. Por fin estaba en el espacio ejerciendo plenamente su profesión.
Pero todo iba a salir mal. Nunca alcanzarían su objetivo. Al poco de partir, la fatalidad quiso que un meteorito de escaso calibre penetrara en el fuselaje, precisamente en la zona de máquinas. Era una posibilidad en un millón, y justo les tuvo que pasar a ellos. Un sinfín de microchips quedó de esa forma arruinado y la nave continuó su viaje por inercia, sin control alguno por parte de la tripulación. Junto con sus compañeros, revisó los equipos tanto desde el exterior con escafandras como desde el interior, llegando a la conclusión de que no disponían de los instrumentos necesarios para proceder a la reparación. Estaban varados en el espacio, alejándose de casa sin que hubiera ninguna posibilidad de retorno.
El capitán citó a la tripulación y dijo;
—Bien muchachos, ustedes ya conocen la situación. Los equipos de radio también fueron afectados por lo que, aparte de estar solos, también permanecemos incomunicados. En cambio, el aire y los alimentos se mantienen en perfecto estado, lo que nos da algún respiro. Lo más importante es que, en la Tierra ya tienen que saber que estamos vivos por los mensajes luminosos que les acabamos de enviar. Desde unos cuantos observatorios, habrán visto las señales, lo que nos permite albergar la esperanza de ser rescatados algún día. Y no quiero que me malentiendan. No estoy hablando de ninguna quimera.
—Pero no disponen de la tecnología necesaria para enviar una nave lo suficientemente veloz como para darnos alcance y regresar sanos y salvos – objetó la primera navegante.
—Es verdad, pero nuestra marcha es muy lenta en relación a las distancias cósmicas. Al carecer de equipos en funcionamiento, es imposible para nosotros determinar nuestra velocidad y dirección, pero sabemos que pasarán cientos de años hasta que crucemos la línea de Plutón. Y para alcanzar la estrella más próxima, si es que vamos en una marcha de aproximación, va a pasar un eternidad según nuestros esquemas temporales.
—Pero nos está hablando de cientos a millones de años. Para entonces ya no van a quedar ni siquiera nuestras cenizas. —Quien interrumpió esta vez, fue el médico de a bordo. Con esta intervención, logró la aprobación de sus compañeros.
—Cierto, aunque existe una posibilidad digna de consideración. Disponemos del equipamiento para el enfriamiento de aire, el cual no fue dañado. Lo que propongo, si ustedes están de acuerdo, es congelarnos en nuestros camerinos por cien años. Luego de despertar, si no fuimos aún rescatados, permanecemos despiertos por espacio de una semana, y luego volvemos a congelarnos una centuria más. No sé si alguien tiene una propuesta mejor.
Nadie la tenía, así que todos la aceptaron y comenzaron de inmediato con los preparativos.
Adiós Martha
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* * *
Vino el primer despertar y junto al mismo, llegó la primera de una serie de grandes frustraciones. El pensamiento inicial que afloró en su mente fue para Martha. Pero eso era completamente inútil, había pasado mucho tiempo y Martha ya no podía seguir con vida.
Al comprobar que nadie llegó en ese lapso temporal a rescatarles, comenzó la primera gran depresión en sus tan alicaídos ánimos. El capitán (quien parecía en ese entonces ser el más optimista) intentó imbuirles nuevos pensamientos positivos al recordarles que el tiempo trascurrido tal vez no haya sido suficiente para el progreso tecnológico necesario.
Pero, el siguiente despertar acabó por ser algo por completo deprimente. Estaban cada vez más lejos y más solos. Por las ventanas se veían dos círculos más y más pequeños, reduciéndose hasta ser tan solo dos puntitos insignificantes. Y el Sol cada vez más diminuto amenazaba con seguir la misma suerte frente a sus ojos. No hay antecedentes de tripulaciones que hayan vivido una situación semejante y, aunque la hubiera, no se podría alcanzar a conocer los efectos de semejante aislamiento en la psiquis de los individuos.
Pobre Martha
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La angustia se vuelve total y es muy contagiosa. Si logramos sobrevivir a ella, la locura pasa a ser inminente. Y no se puede hacer nada para combatirla.
Luego del tercer despertar y, aún sin novedades del rescate, comenzó la tragedia. El Técnico en comunicaciones se puso el traje espacial, entró en la esclusa de descompresión y se dejó llevar por la inducción al vacío. Los demás lo vieron por una de las ventanillas, alejándose hasta perderse de vista en el estrellado firmamento, saludando con el brazo, diciendo un adiós póstumo a sus últimos camaradas. Nadie tuvo la oportunidad de salvarlo.
El siguiente caso fue en el cuarto despertar y resultó mucho más patético. La primera navegante, la chica más hermosa que hombre alguno pudiera imaginar y el sueño imposible, el centro de todas las fantasías sexuales de los otros miembros masculinos de la tripulación, penetró en la esclusa sin escafandra y la abrió. Entonces, la descompresión la hizo estallar en mil pedazos, quedando sus restos amorfos e irreconocibles pegados a las paredes sin que hubiera alguna posibilidad de limpieza. De esa forma, quienes aún permanecían con vida, no intentaron nunca más abandonar la nave, nadie soportaría presenciar semejante espectáculo.
Luego fue el turno del médico. Lo encontraron flotando en la sala de mandos rodeado de una gran mancha de sangre dispersa por todo el volumen de la habitación. Se había cortado las venas. Al doctor lo pudieron sacar de la nave a través del ducto de residuos. Éste era lo suficientemente ancho para que entrara un cuerpo humano en él. Pero su sangre siguió recorriendo los distintos ambientes de la nave sin que supieran qué hacer para retirarla.
Por último, el capitán y la segunda navegante enloquecieron. Comenzaron a desvariar, hablando de más y diciendo todo tipo de incoherencias. Solo quedaba una persona que mantenía la cordura entre los tres sobrevivientes.
Martha, ayúdame si me escuchas
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Tuvo que tomar una determinación drástica. Los sedó y condujo a sus respectivos camerinos activando el congelado, sin hacer funcionar la programación requerida para el despertar. De esa forma se aseguró que no harían ningún disparate cuando abrieran los ojos. A menos que sucediera algo inesperado, ya no lo harían.
Y el se acostó a dormir por cien años más. Fue el octavo sueño, la octava pesadilla, el octavo recuerdo de Martha. También fue su última oportunidad de mantenerse lúcido.
* * *
La soledad tan deprimente era su peor compañía. Le martillaba el cerebro y le hacía sentir que sus menguadas fuerzas lo terminaban de abandonar. Veía imágenes de su distante pasado en la Tierra, personas que ya no estaban y que parecían dirigirse a él con las mismas palabras que se usan ante quien tenemos normalmente a nuestro lado. Por el ventanal veía pasar una amplia variedad de animales fabulosos, superiores a los que podría imaginar la mente más alucinante. Ahora los encontraba también a su alrededor, en el cuarto de control. Aquello se tornó cada vez más insoportable. Su cerebro parecía a punto de estallar. Es una sensación terrible la de estar enloqueciendo y ser conciente de ello, sabiendo que nada podemos hacer para evitarlo. Debía actuar ya, antes de perder su último vestigio de lucidez.
Reprogramó su próximo congelamiento. No tenía sentido hacerlo como de costumbre, por cien años. Podría tal vez hacer que durara ochocientos. Esto parecía ser bastante más lógico, pero pensándolo bien, no tenía la más mínima razón de ser. Las voces que le hablaban eran más drásticas, le decían que debía apretar el botón de autodestrucción y acabar de una vez por todas con aquello. Pero, así no habría ninguna esperanza de futuro para él; eso no lo podría aceptar. Tal vez dormir para siempre como sus compañeros. Era lo mismo que morir. Pero quedaba la remota posibilidad de ser encontrados algún día por una civilización extraterrestre que los devolviera a la vida. Eso sería como un nuevo despertar del hombre.
Se levantó y observó por los visores de las puertas, a sus dos compañeros congelados. La segunda navegante era una mujer fea e insulsa que no poseía ningún atractivo para los hombres. Resultaba paradójico que justamente ella pudiera llegar a convertirse en la madre de una nueva humanidad.
No pensó más. Sus últimos tramos de cordura estaban en juego y ya no podría tomar nuevas decisiones racionales a menos que lo hiciera ya.
¿Volvería a soñar como las otras veces? Esperaba que no; sería terrible de considerar el infierno de una nueva pesadilla, ahora eterna. Y así fue como se despidió de la vida, acostándose a dormir en su camerino y llevando consigo un último recuerdo de Martha.
FIN.
