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FURIA
FURIA EE. UU., 1936
Título original: Fury
Dirección: Fritz Lang
Guión: Fritz Lang y Bartlett Cormack sobre una historia de Norman Krasna
Producción: Joseph L. Mankiewicz para Metro-Goldwyn-Mayer
Música: Frank Waxman
Fotografía: Joseph Ruttemberg
Duración: 92 min.
IMDb: tt0027652. Doblaje: (es-ES)
Reparto: Spencer Tracy (Joe Wilson); Sylvia Sidney (Katharine Grant); Walter Abel (fiscal del distrito); Bruce Cabot (Kirby Dawson); Walter Brennan (Bugs Meyers); Edward Ellis (Sheriff); Frank Albertson (Charlie); George Wallcott (Tom); Arthur Stone (Dunkin); Morgan Wallace (Fred Garrett); George Chandler (Milton Jackson); Roger Gray (forastero); Edwind Maxwell (Vickery); Howard Hickman (Gobernador); Jonathan Hale (abogado defensor); Leila Bennett (Edna Hooper); Esther Dale (señora Whipple); Helen Flint (Franchette)

Tiempo estimado de lectura: 9 min 53 seg

Sinopsis

Joe Wilson es confundido con uno de los autores del secuestro de una muchacha y retenido por el sheriff de Strand. El rapto ha exacerbado los ánimos de la pequeña población, que pronto es un semillero de rumores infundados que agravan la situación. Una turba asalta la cárcel con la intención de hacer justicia, y tras arrollar al sheriff, y al no poder acceder a las celdas, opta por incendiar el edificio para que el detenido muera abrasado. Pero éste logra sobrevivir y comienza a planear su venganza.

La turba furiosa
La turba furiosa

FURIA es un título importante en la historia de la cinematografía por ser la primera película americana de Fritz Lang, el film que inauguró su destacadísima producción hollywoodense. Lang, maestro indiscutible del cine germano, tras rodar la fabulosa EL TESTAMENTO DEL DR. MABUSE (DAS TESTAMENT DES DR MABUSE, 1932), huyó de Alemania para no verse obligado a dirigir la producción fílmica nazi, como pretendía el que sería ministro de propaganda del nuevo régimen, doctor Joseph Goebbels. Dejándolo todo atrás, incluida su segunda esposa, Thea Von Harbou, guionista y ferviente nacionalsocialista con la que ya no convivía, Lang marchó a Francia, donde dirigiría una anodina película antes de cruzar el Atlántico, contratado por la Metro-Goldwyn-Mayer. Sus primeros proyectos cinematográficos, indudablemente muy personales, fueron mal recibidos, razón por la que optó por plegarse un tanto a las normas genéricas imperantes en la Meca del Cine, aunque sin renunciar a su inconfundible impronta personal. Tras dos años de tira y afloja con los Estudios llegaría FURIA, que no sólo fue su primer trabajo en América, sino uno de los más emblemáticos.

Lang era un admirador de la historia y la cultura norteamericana, incluyendo en ésta última los cómics, pero también era consciente de los defectos que empañaban la imagen de USA, por lo que aprovechó la coyuntura para poner el dedo en la llaga de una de las lacras más notables de la joven nación: el linchamiento. A Lang, como a la mayoría de los europeos emigrados al Nuevo Mundo, le repelían las masas que se tomaban la justicia por su mano, algo demasiado habitual en los Estados Unidos. Los antiguos estados esclavistas del Sur eran los plusmarquistas del linchamiento, con miles de negros ahorcados, apaleados, tiroteados o quemados por turbas enfurecidas o por pequeños grupos de ciudadanos. Pero en el resto del país el problema también era preocupante, abundando los casos en los que los ciudadanos pasaban por encima de las leyes y de los tribunales, juzgando, condenando y ejecutando a los sospechosos de algún delito. En muchas ocasiones se descubría más tarde que aquellas personas eran inocentes, pero pocos linchadores habían sido juzgados y menos aún condenados por tales hechos. Decidido a tratar de poner remedio a aquello, siquiera fuera en la ficción cinematográfica, y a sacudir la conciencia colectiva de los estadounidenses para que castigasen aquellas prácticas infames, el maestro Lang dirigió en 1936 una cinta tan emotiva como polémica, producida por un Joseph Leo Mankiewicz que habría dado cualquier cosa por dirigirla él.

En FURIA Lang presenta la historia de Joe Wilson, un hombre inocente encarcelado por equivocación, víctima propiciatoria de la ira de un rebaño ciudadano espoleado por la vesania vengativa y los comentarios absurdos de un puñado de imbéciles, que se salva casi milagrosamente del incendio de la prisión en que se halla recluido. Tras su linchamiento, son detenidos los verdaderos culpables del crímen que se le imputaba. Aquellos que tomaron parte en tan vergonzoso hecho, lejos de sentirse responsables, tratan de ocultar el asunto tras un muro de silencio. Pero Wilson, vivo y oculto, planea su venganza meticulosamente, dispuesto a sentar a aquellas alimañas en el banquillo, y a poner en la picota mediática a todo el pueblo de Strand, que secundo y jaleó a los linchadores.

FURIA, sin duda el film más poderoso de Lang y el mejor de su etapa americana, escenifica sin ambages una realidad incómoda para la sociedad norteamericana de aquel tiempo. Nunca se había hecho una película así, una cinta que denunciara con tanta claridad y contundencia una práctica que casi era común en algunas comunidades rurales, por lo que no resulta extraño que su exhibición fuese vetada en algunas partes del país. Estamos ante una de las películas más duras jamás producidas por Hollywood, un perturbador relato fílmico que encierra una de las críticas más feroces a eso que se ha dado en llamar la masa, y también a ese histérico estado de cosas que algunos definen ahora como alarma social, elementos que, en demasiadas ocasiones por desgracia, sirven de excusa para llegar a saltarse el estado de Derecho en nombre de la verdadera justicia. El argumento de la película es mucho más significativo por cuanto la acción transcurre en los Estados Unidos de los años 30, una nación que se arrogaba la defensa de la democracia y los derechos del hombre en un tiempo caótico, marcado por el imparable ascenso de ideologías abyectas y criminales, como el militarismo semi-religioso nipón, el nazismo hitleriano o el ominoso comunismo. Pero Lang no se inventaba nada. Se limitaba a retratar con crudeza y verosimilitud un hecho que se había repetido hasta la saciedad en la reciente historia norteamericana. Porque la odisea de Joe Wilson era similar a la de más de 6.000 personas que, en el medio siglo anterior, habían hallado la muerte a manos de exaltadas masas ciudadanas. Aunque el film se inicia, por razones obvias, con una nota advirtiendo que lo que sigue es una historia de ficción, el realismo más descarnado planea sobre esta película única en su género.

Lang, responsable del guión junto con Bartlett Cormack, puso toda la carne en el asador, como suele decirse. No hay en el film escenas gratuitas, y hasta el último segundo del metraje tiene un significado dentro del relato, contribuyendo a la redondez del mismo. El director no escatima esfuerzos a la hora de mostrarnos cómo son los habitantes de Strand, sus escasas virtudes y sus muchísimos defectos, en lo que podría interpretarse como una crítica muy langiana a la cerrazón mental característica de las comunidades rurales de la América profunda. El film pone el acento en la inhumanidad de eso que llamamos la masa; pero, al mismo tiempo, destaca que ésta está formada por personas, muchas de las cuales son responsables individualmente de los actos cometidos por ese grupo de gente. Sin excusar en ningún momento las acciones de la turba ciudadana, el espléndido guión presta especial atención a los prolegómenos de la tragedia y a sus protagonistas: los estultos habitantes de Strand que, con su malicioso proceder, siembran la cizaña en una comunidad aparentemente modélica. Lang describe con detalle la afición pueblerina por el chismorreo en una sucesión de secuencias geniales, que ilustran cómo se van caldeando los ánimos populares gracias a la intervención de una galería de personajes abyectos pero muy reales, que no sólo extienden los rumores infundados, sino que los adornan con escabrosos detalles de su propia cosecha. En un momento dado, Lang intercala un plano de un gallinero en una escena que muestra a un puñado de cotillas cambiando impresiones, revelando con esa sencilla pero efectiva argucia fílmica la calidad moral de tales señoras. También concede protagonismo durante la primera parte del film al pendenciero Kirby Dawson, inquilino habitual de la cárcel local, que se erige en el más conspicuo instigador del motín ciudadano, y que se atreve a darle lecciones sobre la ley y el orden al mismísimo sheriff. Que el grueso de los habitantes del pueblo decida seguir a semejante elemento ilustra a la perfección la clase de gente que forma esa comunidad. Pero incluso el sheriff, que trata de impedir el linchamiento jugándose la vida, se revelará como un cobarde cuando, en el proceso subsiguiente, se niega a identificar a los asaltantes de la cárcel, a los que conoce por sus nombres de pila, atribuyendo los disturbios a unos imaginarios forasteros. El proceder del representante de la ley termina por dar la puntilla moral a los habitantes de un pueblo que sólo puede provocar una mezcla de lástima y asco.

Quien desencadena la serie de acontecimientos que desembocarán en el linchamiento de Wilson es Bugs Meyers, ayudante del sheriff local y el hombre que ha arrestado al protagonista. Aunque no es esencialmente malo, pues secunda al sheriff en su enfrentamiento con la turba enfurecida, se revela como un individuo obtuso, indigno del puesto de funcionario municipal que ocupa, pues en lugar de guardar un discreto silencio sobre algo que sólo atañe a la administración de justicia, echa a rodar la bola de nieve de las habladurías con unos comentarios estimulados por unos tragos gratis. Es un personaje más importante de lo que parece, pues Lang lo emplea para demostrar que la falta de formación y las indiscreciones de cierta clase de funcionarios pueden conducir a un desenlace trágico en determinadas situaciones. Tampoco sale muy bien librada la señora Garret, que a pesar de portar a un niño en sus brazos, increpa a su marido instándole a hacer justicia con el secuestrador que retienen en la cárcel. Garret, que en una tensa escena parece el único con sentido común, también se dejará arrastrar por la masa, tomando parte activa en el linchamiento, revelando así tanto su falta de carácter como su debilidad mental. Por otra parte, tampoco es gratuita la escena del forastero, que anima a los linchadores y que tiene la cara dura de presentarse como lo que es, un matón que acaba de poner fin a la huelga de tranviarios de la capital del estado con unos métodos muy especiales. Con el inserto de tal personaje negativo, Lang dedicaba un guiño a la izquierda moderada americana y al New Deal de Franklin Delano Roosevelt, que en aquellos años estaba en pleno apogeo y levantaba las suspicacias de la extrema derecha estadounidense, enemiga acérrima del carismático Presidente.

En ningún pasaje de la cinta queda tan de manifiesto la catadura moral de los hipócritas habitantes de Strand como en la secuencia del incendio de la cárcel. Cuando Katharine llega al pueblo, sus calles aparecen vacías, pues toda la gente se ha congregado ante el edificio en llamas, para presenciar cómo se asa el infame secuestrador. Es uno de los momentos más langianos de la película, caracterizado por una tremenda fuerza estética, típicamente impresionista, explicitada en esos primeros planos que ilustran a la perfección las ansias homicidas de la masa. Estas escenas condensan buena parte del menaje de Lang. ¿Qué se puede esperar de una sociedad que contempla, casi como en trance orgásmico, la muerte de una persona? Lang acentúa el fanatismo y la bajeza de la masa en una toma de una madre que aupa a su hijo, para que vea bien cómo se quema Wilson, y en otra que muestra a una miserable meapilas cayendo de rodillas mientras pronuncia una ridícula oración por el hombre al que sin duda ha ayudado a asesinar.

Un momento de fría determinación
Un momento de fría determinación

Pero por muy deplorable que sea el comportamiento de los habitantes de Strand, lo es mucho más el de las autoridades políticas del estado, que retrasan el envió de la Guardia Nacional, solicitado por el sheriff, en aras de sucios intereses electoralistas. Lang señala de este modo la responsabilidad de los políticos, más pendientes de satisfacer las apetencias de partido que de cumplir la ley. La historia de Estados Unidos estaba poblada por personajes que, ostentando cargos públicos, adoptaron una postura tibia —por decirlo con suavidad— ante las acciones de las masas, sólo con el ánimo de cosechar unos cuantos votos y asegurar su supervivencia política o los negocios de sus amigotes, como sucedió realmente en Nueva Orleans a finales del siglo XIX, hechos narrados con brío en la estupenda VENDETTA (Ídem, Nicholas Meyer, 1997), cinta deudora, en cierto modo, de la gran obra de Lang. Estos personajillos tampoco salen muy bien parados en la película, a pesar de que el gobernador se lamente más tarde por haberse dejado convencer para no mandar antes a los soldados. Tras los lamentables hechos, y una vez demostrada la inocencia de Wilson, el fiscal del distrito, que va a acusar a los linchadores, recibirá presiones políticas para que olvide el asunto. Fritz Lang ejemplifica así hasta dónde están dispuestos a llegar ciertos cargos públicos con tal de recolectar un puñado de votos guarros. Pero el fiscal se mantiene firme en su postura, decidido a hacer justicia con el puñado de bestias que presumiblemente asesinaron a Joe Wilson.

Porque el film de Lang es también una estupenda muestra de cine judicial, un tema muy popular en USA, con ejemplos magníficos tanto en la pantalla grande como en televisión. Con ayuda de sus hermanos, Wilson lo ha preparado todo para que los responsables últimos de su linchamiento sean juzgados públicamente. La segunda parte de la cinta describe el desarrollo del proceso, en el que el fiscal, un hombre justo y honrado, lucha con denuedo por demostrar no sólo la culpabilidad efectiva de los veintidós encausados, sino también la culpabilidad moral de todo el pueblo, que apoyó con entusiasmo su crimen y que sigue apoyándoles mediante el silencio y la mentira. Frente a él, un patético defensor que trata de echarles toda la culpa a las autoridades estatales, buscando exonerar a esa jauría que es, en puridad, la principal responsable de lo ocurrido. Lang se recrea en las sesiones del tribunal, mostrando la infame defensa de los acusados que hacen muchos habitantes de Strand, que no dudan en delinquir cometiendo perjurio para salvar las cabezas de los acusados. Lang, que casi siempre mostraría cierto escepticismo sobre la administración de justicia, observa en este caso concreto un enorme respeto por la labor de los juristas, presentando a un juez modélico, digno representante de su profesión, y a un fiscal empeñado en desvelar la verdad pese a quien pese. Aunque es acusado por la defensa de emplear una retórica patriótica que no viene al caso, calan hondo en el espectador las emotivas palabras del fiscal del distrito, pues éste, aparte de mencionar los miles de linchamientos producidos durante el medio siglo anterior, hace hincapié en que la criminal actitud de los acusados no iba dirigida sólo contra Joe Wilson, sino contra los principios y valores en que se funda la sociedad norteamericana.

En una especie de culto al cine como revelador de la verdad, la participación de los acusados en el ataque a la oficina del sheriff queda demostrada por un documental rodado en vivo y en directo por un equipo cinematográfico. No obstante, la defensa se aferra a la ausencia del cadáver de Wilson para tratar de exculpar a los procesados, lo que obligará al protagonista a pergeñar otra argucia con el fin de lograr una condena efectiva. Sin embargo, ése y otros detalles harán sospechar a Katharine que Joe sigue vivo, precipitando un desenlace de la historia consecuente con el mensaje que Lang deseaba transmitir. Porque FURIA no se centra sólo en la actitud de todo un pueblo formado por analfabetos funcionales, que se dejan guiar por la emoción y no por la razón, sino en los terribles efectos que los actos de esa gente tienen sobre el protagonista. El Wilson que vemos al comienzo del film, descrito como un hombre sencillo y bueno, que se preocupa por sus hermanos y que ama dulce y profundamente a Katharine, se convierte tras el intento de linchamiento en un ángel vengador, en una especie de Némesis que sólo vive para conducir a la horca a las veintidós fieras que intentaron quemarle vivo. A la furia irracional de los ciudadanos de Strand le sucede la vengativa de un hombre que, teniendo de su parte toda la razón moral, acaba trascendiendo ésta en una ciega cruzada en busca de lo que él, dominado por la rabia, cree que es justicia. Por suerte, los comentarios de sus hermanos, que le ayudaron sin reservas desde el principio pero que empiezan a no ver tan claras las cosas, y la intervención de Katharine, que le insta a recuperar el buen juicio y la bondad interior que antes le caracterizaban, le ayudan a superar su furia interior y a volver al camino sensato. En ello tiene un peso considerable su conciencia, que sigue siendo la de un hombre básicamente bueno, y que le tortura con visiones de aquellos ahora acobardados habitantes de Strand. El film deviene así en un duro alegato contra el linchamiento, pero también contra las ansias de venganza, que en la práctica no son más que otra irracional muestra de furia. Las sencillas palabras de Wilson, cuando se presenta ante el tribunal justo cuando se procede a la lectura del veredicto de culpabilidad, son más significativas que cualquier elaborado discurso. Reconoce que no le importan nada las vidas de esas personas, pues son unos asesinos aunque él esté vivo; pero admite que no podía dejarlos morir, porque su conciencia no le dejaría tranquilo el resto de su vida. Pero también alega que esa gentuza ha destruido una parte muy importante de él: la sencilla creencia de que su país, la primera democracia del mundo, era distinto de los demás. Y aunque al final todo parezca terminar bien, con un emotivo abrazo entre Joe y Katharine, al espectador le queda un cierto sabor amargo en la boca, pues es consciente de que las convicciones de Wilson, firmes y sensatas y no mera palabrería estúpida como las de los habitantes de Strand, han recibido un durísimo golpe del que, posiblemente, no se recuperaran jamás.

Con FURIA se inaugura la Edad de Oro del cine negro americano, que ya existía por aquel entonces, pero que, bajo la influencia langiana, no tardaría mucho en alcanzar su mayoría de edad. A su espléndido guión se une el novedoso y agudo estilo visual de Fritz Lang, que exporto a Hollywood lo mejor del movimiento expresionista alemán, con un empleo muy estudiado no sólo de la fotografía y la iluminación, sino también del encuadre, dotando a la película de una expresividad y riqueza visual muy notables, sobre todo en el recurso a los primeros planos y a los insertos de objetos con una importancia capital en el desarrollo de la historia, o que sirven para ilustrar algún pasaje de la misma. En este sentido, FURIA adquiere la condición de film en el que Lang compila todos los hallazgos estéticos de su etapa germana, deviniendo en una cinta magistral, que sintetiza a las mil maravillas la técnica de un maestro indiscutible del Séptimo Arte. Por primera vez se aunaban estilo, temática y significado en un film noir, enriqueciendo el conjunto con el influjo centroeuropeo de Lang, cargado de simbolismo y crítica social. El director hace avanzar el film, con precisión germánica, en tres direcciones muy concretas: las tragedias personales de Joe y Katharine, el drama coral del grupo de linchadores y, sobre todo, el caos social que se desata en Strand, y que, alentado por la tibieza e ineptitud de unos cargos públicos más preocupados por mantener contenta a la gente que por aplicar la ley, acaba por causar una catástrofe. Aunque Lang muestra cierto respeto por los organismos legales, e incluso podrían achacársele a las palabras de Katharine ciertas reminiscencias de corrección política cuando trata de excusar a la masa ante Joe, planea sobre el film una sombra de acusado carácter nihilista: el convencimiento de que el individuo debe luchar contra la corrompida sociedad, si no quiere ser aniquilado. El de Joe Wilson es, posiblemente, el personaje más langiano de la historia del cine, un hombre cuya fe en la administración de justicia y en el orden social establecido es destruida por la acción de una turba formada por fanáticos, y por la inacción de unas instituciones y unas personas que, en teoría, deberían velar por la aplicación de las leyes y el mantenimiento del orden. Quizá, al fin y al cabo, ése sea el significado último del cine negro y el de su razón de ser: el de hacernos ver que el individuo está a merced de una administración de justicia venal, sujeta a toda clase de irracionalidades.

El reparto fue el más adecuado para una película así. Spencer Tracy era el intérprete masculino idóneo, y ningún otro podría haber dado vida a Joe Wilson con tanta fuerza y convicción moral. Sylvia Sidney, por su parte, era una actriz fuera de serie, muy activa en lo político, que parecía haber nacido para encarnar a la dulce y abnegada Katharine Grant. Un año después volvería a destacar en dos obras fundamentales del mejor noir, SÓLO SE VIVE UNA VEZ (YOU ONLY LIVE ONCE, Fritz Lang) y CALLE SIN SALIDA (DEAD END, William Wyler), dos cintas de denuncia muy características del cine social producido por Hollywood durante la presidencia de Roosevelt. Con semejante terceto de títulos, Sidney se aseguraría un lugar en el Olimpo de los grandes del cine, aparte de ganarse la eterna admiración de los cinéfilos.

La atemporalidad de FURIA es incuestionable. La injusticia cometida con su protagonista es sólo el reflejo de los millones de injusticias que jalonan la historia de este desquiciado mundo. Film cuya temática se nos antoja demasiado actual, incluso setenta y ocho años después de su estreno, aquel 5 de junio de 1936, gana enteros con cada nuevo visionado. No sólo es la más popular película americana de Fritz Lang, sino, posiblemente, la mejor de su carrera.

© Antonio Quintana Carrandi, (3.558 palabras) Créditos
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