Ford es inabarcable.
Eduardo Torres-Dulce Lifante.
Los westerns de John Ford se entienden en todo el mundo y permanecen como un monumento al rincón de la Tierra que más amó: Monument Valley.
Alfred Hitchckock
Nadie ha filmado mejor que él un baile, un tipo hablando a una tumba, unos jinetes cruzando un río, la vejez, la soledad, la desilusión, la familia alrededor de la mesa, los entierros, las cocinas, las tormentas, las montañas, los ríos, los crepúsculos, el pocillo de café junto a la hoguera en la alta sierra, las brumas, la tensión del horizonte, el deber, el cielo, el amor, los rostros, los caballos, las barras de los bares y, en fin, esa cosa tan manida que llamamos vida. Si a Dios le gusta el cine, estoy convencido de que sus películas favoritas tienen que ser las de John Ford.
José Luis Garci.
EL SARGENTO NEGRO, John Ford contra el racismo
El 1 de diciembre de 1955, la costurera negra Rosa Parks se disponía a regresar a su casa, tras una agotadora jornada de trabajo en la empresa Montgomery Fair. La joven había pasado largas horas de pie y sus piernas apenas la sostenían. Subió al autobús que recorría el distrito de Cleveland Avenue y ocupó el primer asiento detrás de la zona reservada para los blancos. En el bus viajaban otros tres pasajeros de color. Unos minutos más tarde, el conductor les ordenó que se levantaran para dejar sus sitios a cuatro blancos que acababan de subir, ya que no quedaban más plazas libres. Tres pasajeros de color, todos ellos varones, obedecieron la orden sin rechistar. Pero Rosa Parks, vencida por el cansancio y harta, como la mayoría de sus hermanos de raza, de soportar las humillaciones del sistema segregacionista, se negó. Fue la suya una negativa firme pero educada, que, por un momento, desconcertó al chófer y a los pasajeros caucásicos. Sin embargo, fue inmediatamente denunciada a las autoridades y arrestada por la policía poco después.
Al principio el incidente pasó casi desapercibido, por haberse producido a primera hora de la noche de aquel jueves. Sin embargo, un pequeño grupo de influyentes mujeres de la comunidad negra corrió la voz entre sus amigos y conocidos, surgiendo pronto, de un modo bastante espontáneo, la idea de que los negros deberían protestar por el atropello cometido contra la señora Parks, boicoteando los autobuses de la ciudad. La proposición fue recogida por la NAACP (National Associaton for the Advancement of Colored People / Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color), de la que Rosa Parks era secretaria local en Montgomery. Todos los dirigentes negros, con el reverendo baptista Martin Luther King al frente, apoyaron el boicot, que se llevó a cabo el lunes 5 de diciembre de 1955. La convocatoria fue un éxito sin precedentes, y ese día ningún habitante de Montgomery de raza negra usó el autobús. Toda la comunidad afroamericana, sin distinción de sexo o edad, tomó parte activa en aquella peculiar movilización. Los escolares negros acudieron al colegio andando, a pesar de que muchos tenían que recorrer entre diez y quince kilómetros para llegar a sus centros de estudio. Los trabajadores de color se desplazaron a pie, haciendo autostop, e incluso a lomos de mulas y en coches de caballos. Nunca antes se había visto un espectáculo semejante en las calles de la capital de Alabama. Pero lo más importante de todo fue que, a pesar de los temores de las autoridades blancas y de algunos líderes negros, no hubo incidentes dignos de mencionarse y la jornada transcurrió pacíficamente. Eso sí, la compañía de autobuses urbanos perdió miles de dólares ese día.
Rosa Parks fue juzgada y declarada culpable de un delito de desobediencia civil, siendo condenada a pagar una multa de diez dólares más las costas del proceso. Pero su ejemplo fue un revulsivo para las conciencias de sus hermanos y marcó un antes y un después en la historia de la lucha por los Derechos Civiles de la minoría negra en EE. UU. A partir del momento en que esa joven y bonita costurera de color se negó a ceder su asiento a un blanco, las cosas comenzaron a cambiar para los descendientes de los antiguos esclavos.
Lo anteriormente narrado ilustra a la perfección la situación de los negros en los Estados Unidos de mediados de los años cincuenta del pasado siglo. Noventa y dos años después de que Abraham Lincoln firmase el acta de emancipación de los esclavos, los estadounidenses de color seguían siendo ciudadanos de segunda clase. El incidente Parks fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de los negros, significando un positivo punto de inflexión en la problemática racial en USA, e influyendo en todas las facetas de la vida y la sociedad estadounidense de la época. Desde esta perspectiva, no parece casual que, apenas seis años más tarde, John Ford, el mejor director de la historia del cine, realizara una de sus películas más comprometidas: EL SARGENTO NEGRO.

Ford había sido víctima, en su infancia y juventud, de los prejuicios contra los católicos irlandeses. En consecuencia, detestaba cualquier tipo de discriminación, plasmando este sentir en sus películas. Con todo, ha de admitirse que su cine —como Joseph McBride señala con acierto en su monumental biografía del realizador titulada TRAS LA PISTA DE JOHN FORD (SEARCHING FOR JOHN FORD: A LIFE, T&B EDITORES, 2009) — era un teatro de la memoria y la reflexión, más que un mitin que invitara a la acción social
. Esto se explica porque a Ford, más que los problemas sociales en sí mismos, le interesaba la forma en que los protagonistas de sus películas les hacían frente. Humanista profundo, duro y desencantado a veces, pero en el fondo siempre sensible, Ford presentaba las vicisitudes de la vida, sus tragedias y alegrías, a través de unos personajes tremendamente creíbles por su equilibrada mezcla de fuerza y vulnerabilidad. En su cine apenas había lugar para lo que se ha dado en llamar el estudio social. Ni siquiera en LAS UVAS DE LA IRA (THE GRAPES OF WRATH, 1940), film polémico en su momento porque el tema que trataba, la miseria y el éxodo a que se veían abocados los campesinos afectados por la Gran Depresión, era de rabiosa actualidad. Su interés como narrador de historias se centraba exclusivamente en el hombre y en sus reacciones ante la adversidad, ante los retos y obstáculos de la existencia, fuesen éstos cuales fueren.
El desprecio de Ford hacia cualquier clase de discriminación por cuestiones de raza, credo o ideología está presente en muchas de sus películas, aunque no siempre de forma explícita. En 1934 dirigió EL JUEZ PRIEST (JUDGE PRIEST), inspirándose en los relatos protagonizados por el juez William Pittman Priest, personaje creado por el humorista sureño Irving S. Cobb. Protagonizada por el popularísimo actor Will Rogers, la película contenía una secuencia en la que Priest salvaba al negro Jeff Poindexter (interpretado por Stepin Fetchit), de ser linchado. La productora, Twenty-Century Fox, decidió suprimir dicha escena en el montaje final alegando cuestiones de metraje, excusa que Ford no se tragó, aunque simulara hacerlo. El director se sacó esa espina años más tarde, rodando una nueva versión del film titulada EL SOL SIEMPRE BRILLA EN KENTUCKY (THE SUN SHINES BRIGHT, 1953), en la que pudo incluir, por fin, la escena en la que Priest, encarnado en esa ocasión por Charles Winninger, impedía el ahorcamiento de un joven negro.
A finales de los cincuenta soplaban vientos de cambio en Estados Unidos y en Hollywood. La ominosa Oficina Hays y su patético código de censura, aunque vigentes todavía, lanzaban sus últimos estertores. Sin embargo, el relativo clima de relajamiento imperante en la Meca del Cine no agradaba del todo a Ford, quien consideraba que Hollywood se estaba convirtiendo, a marchas forzadas, en un mercado para el sexo y el horror. Aunque ésta opinión del cineasta fue considerada en su momento como reaccionaria, lo cierto es que encerraba una lúcida advertencia sobre los derroteros que estaba tomando el Séptimo Arte. No obstante esto, Ford supo aprovechar aquel ambiente de relativa permisividad a la hora de afrontar el rodaje de su siguiente película, EL SARGENTO NEGRO (SERGEANT RUTLEDGE, 1960). La cinta se rodó entre MISIÓN DE AUDACES (THE HORSE SOLDIERS, 1959) y DOS CABALGAN JUNTOS (TWO RODE TOGETHER, 1961), siendo su película número 115 como director. Era un proyecto de Patrick Ford y Willis Goldbeck para la Warner, pero Ford lo hizo suyo enseguida imprimiéndole su personalísima impronta.
El origen de una obra maestra

El origen de EL SARGENTO NEGRO fue un cuadro de Frederick Remington que impresionó vivamente a Willis Goldbeck. Remington (1861-1909) fue un artista que consagró su vida a glosar la historia de la conquista del Oeste. Aunque murió sin llegar a ser plenamente aceptado por el establishment del arte, fue uno de los mejores pintores estadounidenses de su tiempo. Su obra tuvo un enorme impacto en la imaginación de los habitantes del civilizado Este, contribuyendo decisivamente a la consolidación de la leyenda épica sobre el Fart West y sus pobladores. Las pinturas de Remington son, en realidad, idealizaciones de la vida en aquellas salvajes tierras. Ni los cow-boys reales eran tan nobles y atractivos, ni la Caballería tan galante como él los pintó. Sin embargo, sus cuadros impresionan por su fuerza y colorido y por su gusto por el detalle. Realizó más de 2.700 grabados sobre diversos temas relacionados con el Oeste, pero los más conocidos son los que dedicó a la Caballería. Varios de ellos muestran a los jinetes negros del 9º regimiento, y fue precisamente una de estas pinturas la que atrajo la atención de Goldbeck, haciéndole reparar en el detalle de que nadie había hecho una película sobre aquellos recios muchachos de color, que tanto habían contribuido a llevar la civilización a aquellos territorios. Decidido a cambiar aquello, Goldbeck le mostró la pintura al afamado novelista y guionista cinematográfico James Warner Bellah, pidiéndole que colaborase con él en la redacción de un primer guión para un film que debería dar a conocer al gran público la extraordinaria historia de aquellos hombres.
Ford y la estética remingtoniana
John Ford admiraba la obra pictórica de Remington, y eso se nota en todos sus westerns, pero de manera muy especial en su trilogía de la Caballería, compuesta por FORT APACHE (ídem, 1948), LA LEGIÓN INVENCIBLE (SHE WORE A YELLOW RIBBON, 1949) y RÍO GRANDE (RIO GRANDE, 1950). Pintor y director compartían tanto una visión muy personal de la iconografía del Oeste, como el gusto por la sencillez y la claridad expositiva a la hora de plasmar en imágenes la sociedad de la frontera. En LA LEGIÓN INVENCIBLE, y gracias al empleo del color, la influencia de Remington en Ford es más notoria, mientras que en las dos cintas restantes, el hálito remingtoniano debemos buscarlo en el empleo de las luces y sombras, así como en la composición de los planos, algunos de ellos verdaderas remembranzas de las famosas telas que el artista dedicó a su idolatrada Caballería. En EL SARGENTO NEGRO encontramos también notables apuntes de clara inspiración remingtoniana, sobre todo en las escenas que muestran la columna de jinetes negros avanzando por el desierto, con los impresionantes farallones del Monument Valley al fondo. La estética de este western es, a mi juicio y de entre todos los que dirigió el Maestro, una de las que más se aproxima al estilo de Remington. Buena parte del mérito debe atribuírsele a ese extraordinario director de fotografía que era Bert Glennon, quien ya había trabajado para Ford en RÍO GRANDE y CARAVANA DE PAZ (WAGGON MASTER, 1950), aunque en ambos casos compartiendo tareas fotográficas con Archie Stout.

Un rodaje fácil y rápido
Goldbeck y Bellah presentaron el borrador de su guión a Ford en enero de 1959. Éste se mostró visiblemente interesado por el proyecto, si bien señaló que la idea original necesitaba un buen repaso. Los guionistas y Ford pasaron diez días a bordo del Araner, el velero del director, puliendo las imperfecciones de la historia. Después, Goldbeck y Bellah trabajaron con ahínco en el texto definitivo, mientras Ford se concentraba en KOREA, BATTLEGROUND FOR LIBERTY y TAIWAN, ISLAND OF FREEDOM, documentales propagandísticos cuyo rodaje y dirección le habían sido encomendados por la Oficina de Información y Educación de las Fuerzas Armadas.
La Warner Bros y Ford llegaron a un ventajoso acuerdo. El realizador cobraría un cuarto de millón de dólares por su trabajo y podría presentar la película a través de su propia compañía, la John Ford Productions. La filmación se inició el 16 de julio de 1959 en Monument Valley, Arizona, y concluyó el 31 de agosto de ese año. Ford logró terminar la cinta en tan sólo treinta y cinco días, ocho menos que los cuarenta y tres previstos por Warner en el plan de rodaje, lo que da idea del nivel de perfección que había alcanzado el maestro a esas alturas de su carrera.
Ford frente a la historia de Braxton Rutledge
Puede afirmarse que, para Ford, EL SARGENTO NEGRO representó tanto un reto como una oportunidad. La historia de Braxton Rutledge le ofrecía un fértil campo para expresar abiertamente su repulsa hacia el racismo y la intolerancia, tan presentes desde siempre en la cultura norteamericana. En realidad, ya lo había hecho anteriormente, de forma un tanto velada, en CENTAUROS DEL DESIERTO (THE SEARCHERS, 1956). En aquella ocasión los críticos no habían captado, o no habían querido captar, lo que el gran cineasta tenía que decir sobre las relaciones interraciales. Pero con un relato como el de EL SARGENTO NEGRO, tan duro y directo como un derechazo a la mandíbula, las cosas podrían ser muy diferentes. El guión de Goldbeck y Warner Bellah era pura dinamita en las manos de Ford, y éste estaba dispuesto a hacerla estallar en las mismísimas narices del público y la crítica. Por aquel entonces, las relaciones entre blancos y negros se hallaban en un punto cercano a la ebullición, y todo parecía presagiar que se acercaban acontecimientos decisivos. Parecía el momento adecuado, pues, para que el director más grande que ha conocido el cine removiera las conciencias de sus conciudadanos con un film tan hermoso como polémico.
Fracaso comercial
La historia del cine está llena de películas extraordinarias, incluso geniales, que en su día fueron sonados fracasos. Ahí están LA FIERA DE MI NIÑA (BRINGING UP BABY, Howard Hawks, 1938) y ¡QUÉ BELLO ES VIVIR! (IT´S A WONDERFUL LIFE! Frank Capra, 1946) para demostrarlo. EL SARGENTO NEGRO fue una de ellas. Buena parte de la crítica la etiqueta como una obra menor dentro de la monumental filmografía fordiana, resistiéndose a otorgarle la consideración de obra maestra. Mas no puede negarse que se trata de un film magistral en todos los aspectos. Su estrepitoso fracaso en taquilla no hace sino corroborar tal afirmación. Por primera vez, el cine trataba sin tapujos el espinoso tema de la segregación racial de los negros, y lo hacía a través de un formato tan popular como el del western, auténtico Cantar de Gesta del pueblo norteamericano, cuyos héroes siempre habían sido descritos como perfectos WASP (Blancos, Anglosajones y Protestantes), olvidándose de otros grupos étnicos que también contribuyeron a conformar lo que acabarían siendo los Estados Unidos de América. La cinta de Ford funcionaba a la perfección como película del Oeste, pues contaba con todos los ingredientes que caracterizaban al género. Pero era mucho más que un western, y quizás por eso fracasó comercialmente.
A pesar de ello, en su momento el film cosechó críticas bastante elogiosas, si bien hubo quien afirmó que era innecesariamente provocativo. Pero si algo demostró la fría acogida que tuvo EL SARGENTO NEGRO en las salas comerciales, fue que la hipócrita y racista sociedad descrita en el mismo se correspondía, casi punto por punto, con la estadounidense de principios de los años sesenta. La cuestión de fondo no era si el espectador medio norteamericano estaba preparado para ver a un negro protagonizando un western; era si ese mismo espectador podría soportar verse retratado tan crudamente en una película. Porque todos y cada uno de los personajes blancos del film, incluido el teniente Camtrell, eran un reflejo del comportamiento observado por los norteamericanos caucásicos respecto de sus compatriotas afroamericanos. Cualquier WASP de la época podía sentirse incómodamente representado en la cinta de Ford, de ahí la fría indiferencia, cuando no el indisimulado desprecio, con que ésta fue acogida por la mayoría del público. Pero este fiasco comercial vino a demostrar, paradójicamente, que EL SARGENTO NEGRO era una película tremendamente oportuna y necesaria.
El papel perfecto para un actor ideal

Aunque su nombre aparezca en cuarto lugar en los títulos de crédito, es indudable que el verdadero protagonista del film es Woody Strode. Ningún otro actor habría podido interpretar, con tan conmovedora dignidad, al veterano soldado negro que es acusado de matar a un superior después de violar y asesinar a la joven y bella hija de éste. La Warner pretendía darle el papel a Sidney Poitier o a Harry Belafonte, los actores negros más populares del momento, pero Ford los consideraba demasiado blandos para encarnar a un endurecido sargento de caballería del siglo XIX. Como siempre, tenía razón. Woody Strode, el titán negro que había destacado como luchador profesional y estrella del fútbol americano, era la elección perfecta. La cinta pinchó en taquilla, pero Strode siempre consideró que era una gran película, y que el de Braxton Rutledge había sido el mejor trabajo de toda su carrera artística. Consciente del hito que representaba un film como este, Woody dio lo mejor de sí mismo en cada secuencia. Años después declararía con orgullo: Antes [de EL SARGENTO NEGRO] nunca nadie había visto emerger a un negro como si fuera una montaña, como John Wayne. Yo viví la más grande Gloria Aleluya a lo largo del río Pecos que jamás ha tenido en pantalla un hombre negro. Y lo hice por mí mismo. Llevé conmigo toda la raza negra a lo largo de ese río
.
El calvario de Rutledge
La estructura narrativa del film se articula en una serie de flash-backs, introducidos por las declaraciones de los testigos en el consejo de guerra que se sigue contra Rutledge, relatos que van conformando un complejo puzzle, que el teniente Camtrell tratará de recomponer para descubrir la verdad y salvar la vida de su defendido. Y ésa no parece, ciertamente, una tarea fácil, porque Ford no escatima detalles para hacernos comprender que Braxton ya ha sido juzgado y condenado por una sociedad en la que los prejuicios raciales están fuertemente arraigados desde antiguo. La plasmación más dura y evidente de esto la tenemos en ese grupo de hombres que se presentan en la sala del tribunal haciendo ostentación de una soga, y en el modo en que abuchean al acusado cuando éste es conducido al estrado. Incluso los miembros del tribunal, que en teoría deberían mostrarse imparciales, no se molestan en ocultar su desdén por un hombre al que ya consideran culpable, patentizando su sentir en las miradas que le dirigen y en los comentarios que emiten cuando Rutledge se declara inocente de los cargos que se le imputan. De todas formas, uno de ellos ofrece un gesto de dignidad y camaradería militar, al cuestionar el modo en que el fiscal interroga al sargento Skidmod, al que considera un buen soldado.
Ford, dispuesto a enfrentar a sus compatriotas con sus peores defectos como miembros de una comunidad supuestamente civilizada, carga las tintas en el tema del racismo, mostrando como éste ha ido impregnando, en mayor o menor medida, a toda la sociedad; incluso a personas de naturaleza sensible y amable, como la simpática señora Fosgate, esposa del presidente del tribunal. En realidad, la única persona blanca que cree en la inocencia de Rutledge es Mary Beecher, principal testigo de la defensa, quien no puede admitir que el hombre que arriesgó su vida para salvarla sea un violador y un asesino. En cuanto a los compañeros de Braxton, le conocen y saben que es inocente..., pero saben, también, que un negro acusado de ultrajar y matar a una chica blanca no tiene casi ninguna posibilidad de ser absuelto por un tribunal formado por blancos.
El perfecto catalizador de los sentimientos racistas de la comunidad es el capitán Shattuck. El fiscal es, con diferencia, el personaje más siniestro del film, un individuo que apenas se molesta en disimular su animadversión por Rutledge. Los prejuicios que corroen su alma se patentizan en esa mirada de desprecio que dirige a Camtrell, poco antes de que comience el juicio. No es en absoluto casual que sea éste personaje el único que pronuncie durante el proceso, y en un tono claramente peyorativo, la palabra negro. Cabe señalar, a éste respecto, que la inclusión en la película del vocablo nigger —equivalente al despectivo negrata en castellano—, levantó ampollas en su momento y preocupó muchísimo a los ejecutivos de la Warner. Pero en esta ocasión, Ford, en connivencia con Woody Strode, le pudo al Estudio y consiguió incluir el polémico término en los diálogos. En el doblaje español se optó por emplear la voz negro, en lugar del más adecuado negrata.
El director hizo que todos y cada uno de los personajes blancos de la película exteriorizaran, de un modo u otro, sus prejuicios contra los negros. Consiguió así transmitir la idea de que el racismo está tan encastrado en la mentalidad estadounidense, que incluso, como se ha dicho ya, personas tan agradables como la señora Fosgate están contaminadas por él, aunque no sean plenamente conscientes de ello. Esto queda patente en la secuencia del Almacén General del fuerte, que regenta el señor Hubbell, donde Lucy Dabney intercambia unas palabras con Cordelia Fosgate, para luego hablar amistosamente con Rutledge, lo que empuja a la buena señora a preguntarle a la muchacha si le parece correcto tener tanta familiaridad con un negro. Las miradas que las amigas de la señora Fosgate dirigen a Rutledge también son harto expresivas. Cuando Mary Beecher presta declaración, defendiendo con vehemencia al acusado, se convierte así mismo en blanco de miradas y gestos desaprobatorios de la concurrencia.
La hostilidad es la actitud general hacia el acusado, y Ford no deja de subrayarlo en cada escena, bien a través de lo que dicen los personajes, bien con planos de éstos en cuyos rostros se dibuja la indisimulada inquina que les inspira el sargento negro. El testigo más hostil a Rutledge parece ser el oficial médico, doctor Eckner. Al responder a las preguntas del fiscal, el galeno mira al sargento con una mezcla de odio y desprecio y declara que Lucy Dabney fue ultrajada y asesinada por un degenerado
. La tensión dramática aumenta progresivamente, a medida que se van sucediendo los testimonios de las personas llamadas a declarar. Ford, consciente de la necesidad de aliviar algo esa tensión, la suaviza un tanto, introduciendo en la trama unos pequeños pero memorables apuntes de su característico humor irlandés, que corren a cargo del rudo y cascarrabias coronel Fosgate, su encantadora esposa Cordelia y el socarrón teniente Mulqueen, encargado de pasarle el agua a su superior cuando éste tiene sed. Estos geniales toques humorísticos, sabiamente dosificados, son como un soplo de aire fresco que disipa un poco la opresiva atmósfera de una cinta que, sin duda, puede considerarse como una de las más sombrías de toda la filmografía del Maestro John Ford.

Un film inequívocamente fordiano
Aunque durante buena parte de su carrera se empeñase en negarlo, Ford era un Artista, uno de los Autores realmente grandes que ha dado el Séptimo Arte, y esto se notaba, más que nada, en el modo en que hacía suya una historia escrita por otros y la plasmaba en imágenes. Ford admiraba la obra literaria de Warner Bellah, pero no compartía muchos de los puntos de vista de este prolífico y popularísimo autor. Warner Bellah era un escritor bastante reaccionario, que no ocultaba su escasa—por no decir nula—simpatía por las minorías étnicas. Militar de carrera, ferviente republicano, parecía considerarse a sí mismo como un cantor de las virtudes del Imperio americano y el destino manifiesto que éste debía alcanzar. Ford, ardiente defensor de los mejores valores del americanismo, coincidía con él en la necesidad de preservar y potenciar los mismos, pero sentía un profundo rechazo hacia los planteamientos racistas del novelista. Sin embargo, lo consideraba uno de los mejores escritores de temas del Oeste, si no el mejor, por lo que basó su celebérrima trilogía de la Caballería en historias suyas. Para esas tres joyas del western, Ford empleó como base argumental tres relatos de Bellah aparecidos en la revista The Saturday Evening Post. FORT APACHE se inspiró en Massacre, publicado en el nº del 22 de febrero de 1947. War Party, historia editada en el número correspondiente al 19 de junio de 1948, se convirtió en LA LEGIÓN INVENCIBLE, y Mission with no record, que vio la luz en el número del 27 de septiembre de 1947, dio origen a RÍO GRANDE. El Maestro, que respetaba profundamente a los pieles rojas, los retrató como seres nobles y dignos en FORT APACHE. En las dos cintas restantes, quizás por razones ajenas a sus deseos personales, ofreció una imagen más estereotipada de los nativos americanos, pero es innegable que siempre procuró dignificar la imagen de los indios en el cine, aunque en ocasiones se viera obligado a presentarlos como seres crueles y sin alma por exigencias comerciales. En lo que al guión de EL SARGENTO NEGRO se refiere, las referencias al sadismo de los apaches fueron matizadas por el director, que incluso decidió suprimir alguna escena descrita por Bellah, por considerarla demasiado violenta. De todas formas, cuando Bellah novelizó la película incluyó todos los detalles brutales que se le antojaron, incluyendo un pasaje que describe la violación, tortura y asesinato de una muchacha blanca a manos de los apaches.

Ford cribó el denso guión de Goldbeck y Warner Bellah, separando el trigo de la paja y quedándose sólo con aquello que mejor casaba con su personalísima visión de la historia, y sobre ello trabajó. Y es que EL SARGENTO NEGRO es una obra profundamente fordiana, donde la influencia de los guionistas, con ser notable, queda considerablemente velada por la gran habilidad del Maestro para dejar su impronta en cualquier proyecto que cayera en sus manos.
La cinta contiene interesantes apuntes sobre algunos de los temas más queridos por Ford, como la familia o la milicia. Tres familias aparecen en la película: los Beecher, los Dabney y los Hubble, las tres marcadas, en distinto grado, por la misma tragedia. Luego tenemos el ejército, idealizado por Ford en muchas de sus obras como una extensión de la familia natural, y, en ocasiones (caso de Braxton Rutledge), como un sustituto de la propia institución familiar. Ford, que había filmado la batalla de Midway y el desembarco de Normandía en vivo, transmitió la admiración y el respeto que sentía por los soldados a través de sus largometrajes y documentales. La concepción del ejército como un nuevo hogar, como una familia viril que cuida de los suyos, es una constante en buena parte de su obra cinematográfica, basta revisar films tan espléndidos como CUNA DE HÉROES (THE LONG GRAY LINE, 1955) o ESCRITO BAJO EL SOL (THE WINGS OF EAGLES, 1957). Para Braxton Rutledge en EL SARGENTO NEGRO, como para Marty Maher (Tyrone Power) en el primer título citado, o Frank W. Wead (John Wayne) en el segundo, la milicia es más que una profesión, incluso mucho más que un modo de vida. Estos tres memorables personajes fordianos están unidos a las Fuerzas Armadas por unos poderosos lazos afectivos, fortalecidos por su percepción del ejército como un refugio, un lugar en el que sentirse seguro entre iguales. La lealtad, el honor y la camaradería son para ellos valores sagrados, que merecen cualquier sacrificio. Pero, de los tres, es Rutledge quien mantiene la relación más estrecha con la milicia. Esclavo manumitido, que vive en una época y en una sociedad marcadas por el racismo más intransigente, ha hallado en la Caballería aquello que nunca tuvo, y que es lo único que da sentido a su existencia. El nexo de unión entre Braxton Rutledge y el 9º de Caballería es más fuerte que el existente entre Marty Maher y la Academia Militar de West Point, o Frank W. Wead y la US Navy, por una razón muy sencilla: el único sitio en el que podía vivir dignamente y destacar en algo un negro americano en el siglo XIX era el ejército, algo que Ford se preocupa de transmitirnos a través de secuencias tan emotivas como poderosas. En una de ellas, Rutledge ordena a sus hombres que no vuelvan a llamarle Soldado Ejemplar, instándoles a no hacer nada que manche la imagen del 9º de Caballería, porque, alega, algún día sus hechos hablarán por todos nosotros, y hablarán muy alto
. Pero la escena más reveladora, la que deja de manifiesto lo que el ejército significa para Braxton Rutledge, es esa en la que, al preguntarle el pérfido fiscal por qué decidió regresar y entregarse tras haber desertado, el sargento responde, visiblemente alterado por la emoción : ¡Porque sentía que el ejército era mi único hogar, mi verdadera libertad y mi propia estimación, y el modo en que iba a desertar me convertía en una fiera dañina que huye acosada! ¡Y yo no soy eso, ¿comprende?! ¡Soy un hombre!
Unos conceptos, en definitiva, que cuadraban muy bien con la imagen que Ford tenía de la vida militar y de la masculinidad.

Una típica jugada fordiana
La escena anteriormente descrita es, sin la menor duda, la más impactante de la película. Ford quería que Strode la interpretara de la forma más realista posible, y para lograrlo recurrió a un truco nada ortodoxo que ya había utilizado durante el rodaje de EL DELATOR (THE INFORMER, 1935). En uno de los momentos más memorables de aquella cinta, Gypo Nolan (Victor McLaglen), angustiado y alcoholizado, trata de salir airoso de la especie de juicio a que es sometido por los miembros del IRA, que van a la caza del traidor que vendió a uno de sus líderes a la policía británica. Ford quería el máximo realismo posible, así que le tendió una encerrona al bueno de McLaglen, que no ocultaba su nerviosismo por la dificultad que entrañaba dicha escena. Ford dijo a McLaglen el día antes que no le necesitarían para rodar por la mañana, sugiriéndole que se divirtiese un poco. Incluso le proporcionó compañía femenina, dos muchachas hawaianas, Rosina y Kin Wai, que estaban de visita en Hollywood. Las chicas, siguiendo instrucciones del director, llevaron a McLaglen a una animada fiesta, en la que éste, creyendo que al día siguiente podría dormir hasta el mediodía, agarró una cogorza de campeonato. Al amanecer, cuando el actor acababa de acostarse, sonó el teléfono, y un empleado del Estudio le comunicó que el rodaje de la escena del juicio se había adelantado, por lo que se requería su presencia inmediata en el plató. Mareado, con la boca estropajosa por el alcohol ingerido, tembloroso y tartamudeando, McLaglen acometió la escena casi con desesperación, gesticulando torpemente y atragantándose con las palabras que pugnaban por brotar de sus labios. Huelga decir que las tomas quedaron perfectas.
En el caso de EL SARGENTO NEGRO, Ford invitó a Strode a pasar una agradable velada en casa de su hijo, y una vez allí le ofreció una copa de un licor de alta graduación. Strode no solía beber, pero en esta ocasión lo hizo, aleccionado por el ambiente distendido y la amabilidad de Ford. Acabó aquella noche en Sunset Boulevard, borracho como una cuba y, al parecer, buscando camorra. Allí le encontró Patrick Ford, el hijo del director, que había salido en su busca por petición de su padre. Strode durmió la mona en la sala de estar de John Ford. Por la mañana acudió al Estudio con una resaca tremenda, un horrible dolor de cabeza, los nervios de punta y muy cabreado. Todo esto, combinado con la emotividad del breve pero intenso parlamento que debía pronunciar, desembocó en una escena cargada de fuerza y sentimiento que es, posiblemente, la mejor de toda la película.
La influencia de un pionero
John Ford, Maestro de Maestros, sentía una profunda y sincera admiración por David Wark Griffith, a quien consideraba el director más importante de la historia del cine. Griffith (1875-1948) fue el verdadero inventor del lenguaje cinematográfico, tal y como hoy se conoce. En palabras de Ford: Sin él, el cine todavía estaría en su infancia
. En efecto, Griffith, si bien nunca se jactó de haber inventado nada, fue el primer cineasta que sintetizó en un film todos y cada uno de los hallazgos técnicos del por entonces jovencísimo arte, combinándolos sabiamente y dando origen así a un lenguaje visual rico y complejo en su aparente sencillez, a una forma de narrar una historia en imágenes que se ha perpetuado hasta nuestros días. EL NACIMIENTO DE UNA NACIÓN (THE BIRTH OF A NATION, 1915), fue la primera gran superproducción de Hollywood, y en ella participó Ford como actor en un pequeño papel. En su momento, la cinta, de más de dos horas y media de duración, escandalizó a todo el mundo, pues narraba, con épico aliento, la creación del ominoso Ku Klux Klan. Su estreno provocó protestas y disturbios en muchas ciudades, lo que, paradójicamente, contribuyó a aumentar su fama. Todo el mundo hablaba de aquella película, bien para elogiarla o denostarla. La prensa se hizo eco del asunto, y los comentarios sobre el polémico film llenaron páginas y páginas en los diarios de mayor tirada. Nació así la crítica cinematográfica, uno de los efectos colaterales más notables del espectacular melodrama sureño de Griffith. Pero el legado más importante de esta memorable cinta es, como se ha dicho, su por aquel entonces novedosa estructura narrativa, que habría de tener, a posteriori, una influencia profunda y decisiva en el devenir histórico del Séptimo Arte.
Ford, que siempre se consideró en deuda con Griffith, y que creía firmemente en la sencilla elocuencia de las imágenes mudas y en la superioridad de éstas sobre el mero diálogo, se convirtió en el perfecto alquimista del arte cinematográfico, capaz de combinar con acierto los efectos sonoros con el lirismo visual del cine mudo. En sus películas no hay diálogos teatrales y farragosos. Cuando podía expresar un sentimiento con una imagen, no recurría a la palabra. Como mucho, enfatizaba ese sentimiento con algún efecto sonoro determinado, o bien con el acompañamiento de una pieza musical. Un buen ejemplo de ello lo tenemos en CENTAUROS DEL DESIERTO, en la escena que muestra al reverendo Clayton (Ward Bond) de pie, acabándose su taza de café, mientras Ethan (John Wayne) se despide en silencio de su cuñada Martha (Dorothy Jordan), a la que ama en secreto.
En EL SARGENTO NEGRO Ford emplea, quizá como homenaje a su maestro, un recurso ampliamente utilizado por Griffith en EL NACIMIENTO DE UNA NACIÓN. A fin de atraer la atención del espectador hacia un punto concreto del encuadre, Griffith oscurecía parte del fotograma, dejando sólo un círculo de luz sobre la persona u objeto que quería destacar. La primera vez que Mary Beecher presta declaración, Ford nos ofrece un plano general y de conjunto, encuadrando a la testigo, al fiscal, al abogado y al coronel Fosgate y los miembros del tribunal. Cuando la joven comienza a hablar, una sombra parece cernirse sobre la escena, reduciendo a todos sus integrantes, excepto a Mary Beecher, a simples siluetas negras que se recortan contra el fondo. Otro director habría optado por un plano medio, o quizá por un primer plano de Constance Towers. Pero el Maestro, como muy bien sabe cualquier fordiano que se precie, no gustaba de recurrir a los primeros planos más que en caso de absoluta necesidad. La influencia de D. W. Griffith en el cine de Ford es tan poderosa como notoria, y merecería un estudio detallado.
Conclusión
EL SARGENTO NEGRO puede verse tanto como la aportación de uno de los grandes Maestros del cine a la causa de los Derechos Civiles de la minoría negra, como la obra con la que Ford completó su grandioso fresco dedicado a la Caballería americana. El Maestro, parco en palabras como podría esperarse de un genio de la narrativa en imágenes, nunca fue muy explícito al respecto. Sea como fuere, lo cierto es que este espléndido film, en absoluto menor dentro de su vastísima filmografía, ha ido ganando enteros con el paso del tiempo, adquiriendo un prestigio que no tuvo en el momento de su estreno. El público estadounidense de la época lo recibió con indiferencia, cuando no con claro desdén. En el Viejo Continente las cosas no le fueron mejor a esta excelente película. La crítica europea, predominantemente izquierdista en la acepción más peyorativa del término, con la española a la cabeza para nuestra eterna vergüenza, sólo quiso ver en ella otra reaccionaria
historia de indios y casacas azules del fascista
Ford. Los críticos serios y realmente comprometidos con el arte cinematográfico, una minoría entonces y aún hoy, trataron de reivindicar EL SARGENTO NEGRO haciendo hincapié en sus inequívocos valores progresistas, pero poco pudieron hacer frente a la masa de especialistas
empeñados en defenestrar a Ford, y, por extensión, al buen cine americano de siempre, desde sus elitistas publicaciones.
Pero como no hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague, esta fabulosa cinta de Ford, que en su momento, como ya hemos dicho, pasó sin pena ni gloria, es apreciada hoy día como lo que realmente es: una obra maestra sin paliativos. Una muestra más del enorme talento de aquel gran narrador de historias, que siempre se presentaba en público con estas palabras: My name´s John Ford, I´make westerns
(Me llamo John Ford y hago películas del Oeste).
Apéndice
Los soldados búfalo
En la primavera de 1861, los rebeldes sureños atacaron Fort Summter, una de las fortificaciones que protegían la bahía de Charleston, en Carolina del Sur. Este fue el detonante de la guerra civil americana o Guerra de Secesión, un conflicto que se estaba incubando desde hacía décadas. Las diferencias entre los Estados norteños, industriales, y los sureños, agrícolas y ganaderos, eran muchas y las fricciones entre ellos venían de antiguo, pues eran tan viejas como los propios Estados Unidos. El principal punto de choque entre ambas concepciones de la sociedad americana era la esclavitud, institucionalizada en el Sur y repudiada por la mayoría de los habitantes del Norte. Los sureños necesitaban la mano de obra esclava, pues sus Estados carecían de industrias y su economía se basaba en los monocultivos exportables, principalmente el algodón, que en aquellos tiempos era tan valioso como el petróleo hoy día. Los norteños abogaban por acabar con la esclavitud, por considerar que tal institución era anacrónica e incompatible con los principios y valores expuestos en la Declaración de Independencia y en la Constitución de los Estados Unidos. Los conflictos entre esclavistas y abolicionistas fueron constantes durante más de medio siglo, alcanzando su cénit en la década de 1850. Ambas partes trataron de llegar a acuerdos que evitaran el estallido de una guerra civil, y durante un tiempo pareció que tan noble propósito estaba a punto de alcanzarse. Pero la situación llegó a un punto crítico en noviembre de 1860, cuando Abraham Lincoln, un modesto abogado de Illinois y miembro fundador del partido Republicano, ganó las elecciones presidenciales con los votos de los estados del Norte y los del Oeste. Este abolicionista moderado llegó a la presidencia con el ánimo de buscar soluciones pacíficas al problema de los esclavos negros. Pero los radicales sureños, que abogaban desde hacía años por la Secesión, orquestaron una campaña propagandística en su contra, presentándole como un enemigo declarado del Sur, cosa que no era cierta. Los ánimos estaban tan caldeados, y la sociedad norteamericana tan dividida, que aquellos exaltados lograron su propósito. Y así, once Estados del Sur se separaron de la Unión, formando los CSA (Confederated States of America/Estados Confederados de América), más conocida como la Confederación. Resueltos a mantener el sistema esclavista y su peculiar estructura social, los sudistas exigieron al Norte que reconociera su derecho a separarse de los Estados Unidos, y que les dejase elegir su camino en paz. El gobierno federal no podía permitir tal cosa, y Lincoln se vio obligado a solicitar voluntarios para luchar contra los que pretendían destruir la nación creada ochenta y cinco años antes por los Padres Fundadores, los firmantes de la Declaración de Independencia de 1776. La guerra duró cuatro largos años. Para hacerse una idea de la magnitud del desastre que provocó, basta señalar que en ella murieron alrededor de un millón de hombres, convirtiéndose en la contienda más sangrienta de la historia de los Estados Unidos. La cifra de muertos asombra si se la compara con la de los militares estadounidenses que perdieron la vida en la II Guerra Mundial, la más sangrienta de la historia, en la que murieron aproximadamente 300.000 americanos, siendo la conflagración externa en la que más bajas sufrieron las Fuerzas Armadas norteamericanas. No debe extrañar, por tanto, que las secuelas de la Guerra de Secesión se prolongasen en el tiempo hasta bien entrado el siglo XX, y que éste conflicto sea la experiencia histórica más importante del pueblo norteamericano.
Lincoln firmó he hizo pública el Acta de Emancipación de los esclavos en 1863, cuando ya el curso de la guerra apuntaba a una casi segura victoria de las fuerzas federales. Menos de un año antes, en otoño de 1862, el gobernador de Massachussett, siguiendo instrucciones del presidente, ordenó la creación de un regimiento de infantería, que habría de estar formado por antiguos esclavos y por negros libres del Norte. La unidad estaría bajo el mando del coronel Robert Gould Shaw (1837-1863), oficial que, a pesar de su juventud, contaba con una gran experiencia en combate. La idea de permitir que los negros sirviesen en el ejército, atribuible a Lincoln y a sus asesores, no fue bien acogida ni por el estamento militar ni por la mayoría de la población del Norte. No debe olvidarse que en aquella época ni siquiera los abolicionistas más furibundos, que contribuyeron al estallido de la guerra tanto como los radicales sudistas, defendían la igualdad de derechos para los negros. Oponerse a la esclavitud era una cosa; considerar al negro como un igual, otra muy distinta. No obstante, las necesidades de la guerra acabaron por imponerse. Había decenas de miles de negros que ansiaban luchar contra los esclavistas del Sur, y habría sido absurdo no aprovechar al máximo el recurso humano que representaban aquellos recios hombres altamente motivados contra la esclavitud.
John A. Andrew, gobernador de Massachussets, organizó el 54º Regimiento de Infantería en marzo de 1863. El aluvión de voluntarios obligó a las autoridades militares yanquis a seleccionar sólo a los mejor preparados físicamente, con lo cual el 54º se convirtió en una de las mejores unidades de la infantería norteña. El regimiento realizó la instrucción en el campamento Meigs, en Readville, cerca de Boston. Los suboficiales eran todos blancos, al menos en los primeros momentos. Más adelante se ascendió a cabos, sargentos y sargentos mayores a los soldados más notables, pero la oficialidad fue siempre blanca.
El 54º de Massachussets entró en las páginas de la historia militar de los Estados Unidos el 18 de julio de 1863 cuando, apoyado por dos brigadas blancas, se lanzó al asalto de Fort Wagner, una de las muchas fortificaciones que defendían Charleston, en Carolina del Sur. En la cruenta batalla, que se decantó a favor de las fuerzas confederadas, perdieron la vida 272 soldados de la unidad, entre ellos su comandante en jefe, el coronel Shaw. Su ejemplo de valentía, honor y entrega fue ampliamente difundido por la prensa nordista, contribuyendo a fomentar el alistamiento de miles de afroamericanos. La historia del 54º de Massachussets ha sido espléndidamente narrada en TIEMPOS DE GLORIA (GLORY, Edward Zwick, 1989), película que le valió un Oscar a Denzel Washington.

Durante la Guerra de Secesión combatieron varias unidades formadas por tropas de color, pero las más famosas fueron los 54º y 55º regimientos de infantería. Éstos fueron, en puridad, los primeros Soldados Búfalo de la historia, aunque por aquel entonces no se les llamaba así. Un año después de acabada la guerra, en 1866, el Congreso autorizó la creación de cuatro nuevos regimientos de Caballería, los 6º, 7º, 9º y 10º. Los dos últimos estarían integrados por tropas negras bajo el mando de oficiales blancos. Estas nuevas unidades, desplegadas en el Oeste, tomaron parte en las dilatadas y crueles guerras indias. El 9º y el 10º combatieron contra los indios de las Llanuras, y también en el Suroeste, haciendo frente con gran coraje a la amenaza Apache.
El origen del apodo Soldados Búfalo no está claro. Algunos historiadores afirman que los kiowas llamaron así a los soldados negros por su corto y ensortijado cabello, que se asemejaba al pelo de los búfalos. Otros sostienen que las tribus de las Llanuras les dieron ese nombre por los abrigos y gorros de piel de búfalo que vestían en invierno, tal y como le cuenta el teniente Camtrell (Jeff Hunter) a Mary Beecher (Constance Towers) en una escena de EL SARGENTO NEGRO. Lo cierto es que, si bien la cuestión del apodo nunca ha sido dilucidada, tampoco tiene demasiada relevancia. Lo importante es que los indios llamaron a los militares negros Soldados Búfalo, lo que demuestra que los admiraban y respetaban, ya que, de no haber sido así, es improbable que les hubiesen bautizado con el nombre de un animal tan sagrado para ellos. Los soldados negros aceptaron el sobrenombre y lo llevaron con orgullo en todas las campañas en las que tomaron parte, e incluso utilizaron la imagen de un búfalo en los emblemas y banderas de sus unidades. El 9º de Caballería, regimiento al que pertenece el sargento Braxton Rutledge en este gran clásico de Ford, combatió en la Guerra Hispanoamericana de 1898 (Guerra de Cuba), en la Gran Guerra de 1914-1918, en la II Guerra Mundial y en muchos otros conflictos bélicos en los que ha intervenido Estados Unidos. Uno de sus comandantes más famosos fue el general George S. Patton.

El ejemplo y el recuerdo de los regimientos 54º y 55º de infantería y 9º y 10º de Caballería ha estado siempre muy presente en el ánimo de la comunidad negra estadounidense. Cuando Estados Unidos entró en la II Guerra Mundial, en diciembre de 1941, los negros todavía estaban segregados en el Ejército, por lo que tuvieron que formar sus propias unidades. El presidente, Franklin Delano Roosevelt, autorizó la creación de un centro de instrucción de pilotos negros en Tuskegee, Alabama. Más de mil jóvenes afroamericanos fueron entrenados allí, convirtiéndose en pilotos de caza y bombardero. Aunque muchos oficiales de la Fuerza Aérea del Ejército sostenían que los negros estaban psicológicamente incapacitados para pilotar un aeroplano, lo cierto es que aquellos valientes se convirtieron en los mejores aviadores americanos de la II Guerra Mundial. Combatieron en el Norte de África y en Europa, ganándose una formidable reputación como pilotos de caza. Cuando sus escuadrones fueron equipados con los fabulosos North-American P-51B Mustang, un caza de largo alcance diseñado para escoltar a los bombarderos pesados B-17 y B-24, los pilotos Tuskegee entraron en los anales de la historia militar estadounidense por la puerta grande. Realizaron más de mil misiones de escolta sobre territorio alemán sin que se perdiera uno solo de los aparatos escoltados, caso único en toda la campaña aérea de 1944-45.
A pesar de lo anteriormente narrado, Hollywood nunca se avino a rendir homenaje a aquellas generaciones de afroamericanos que habían servido a su país en las filas de su ejército y en los momentos más críticos de su historia, si exceptuamos el caso de EL SOLDADO NEGRO (THE NEGRO SOLDIER, Stuart Heisler, 1942), documental de la serie ¿POR QUÉ LUCHAMOS? (WHY WE FIGHT?) que, en principio, debería haber dirigido el gran William Wyler. Por suerte, las cosas empezarían a cambiar en 1959, cuando John Ford, que había sido testigo del valor derrochado por los soldados negros durante el desembarco de Normandía, aceptó el tremendo reto que representaba recuperar en una película la memoria de los injustamente olvidados Soldados Búfalo.
