
La Teoría cuántica nació de la mano del alemán Max Planck en el año 1900 como solución a uno de los mayores problemas para la física de la época: la radiación del cuerpo negro. La revolucionaria solución propuesta por Planck y condensada en una pequeña ecuación que recibe su nombre, consistía simplemente en que la energía no se emitía de forma continúa sino como paquetes discretos o cuantos (que hoy en día llamamos fotones); la propuesta de Planck aclaraba un problema que la física, regida durante dos siglos por los postulados de Newton, no había podido explicar con precisión. La mecánica newtoniana había encontrado la solución a fenómenos como las mareas, el movimiento de los planetas o los complicados montajes de palancas y poleas. La teoría cuántica de Planck arrojaba luz sobre una cuestión notablemente preocupante para los físicos, porque no encajaba en aquel esquema de relojería; aquel problema y los que lo siguieron no eran simplemente una lista de cuestiones sin resolver, sino que presagiaban que la física conocida había llegado a un límite.
El siguiente avance de la teoría cuántica, aún bajo sospecha, se produjo diez años más tarde y estuvo protagonizado por Albert Einstein. Éste aplicó la teoría cuántica a otra intrigante cuestión, el efecto fotoeléctrico. Se sabía que al iluminar con luz de determinada longitud de onda piezas de algunos metales de un circuito eléctrico se generaba una corriente eléctrica en el circuito. Einstein supuso, siguiendo el razonamiento de Planck, que el efecto fotoeléctrico se producía porque el cuanto luminoso tenía la cantidad de energía necesaria para expulsar un electrón del metal y lanzarlo a través del circuito eléctrico. A mayor número de cuantos, más corriente. Una vez más, considerar que la energía estaba cuantizada permitía encontrar una solución al problema, una solución que la teoría newtoniana tampoco podía dar.
En 1911 el británico Ernest Rutherford había establecido la existencia de un núcleo atómico, y había llegado a proponer que cada átomo estaba formado por un núcleo denso y con carga positiva, rodeado por electrones cargados negativamente que giraban en torno al núcleo como los planetas alrededor del Sol. Este esquema, notablemente newtoniano en su concepción, sólo tropezaba con una dificultad. La teoría electromagnética clásica desarrollada por James Clerk Maxwell, una teoría perfectamente probada, predecía inequívocamente que un electrón que girara en torno a un núcleo emitiría continuamente radiación electromagnética hasta perder toda su energía, y acabaría cayendo en el núcleo. Por tanto, según la teoría clásica, el átomo descrito por Rutherford sería inestable. Aún peor era la cuestión de los espectros emitidos por los gases. A principios de siglo se había observado que los gases de los elementos emitían, al ser calentados o sometidos a descargas eléctricas, una luz especial. Si aquella luz era pasada por un prisma de difracción y registrada sobre una película fotográfica, se veía claramente un patrón de líneas. Ninguno de los conceptos newtonianos permitía explicar aquel comportamiento de la materia.
En 1913 el danés Niels Bohr se atrevió a postular finalmente que la teoría clásica no era válida en el interior del átomo, y que los electrones se desplazaban en órbitas fijas. Cada cambio de órbita de un electrón correspondería a la absorción o emisión de un cuanto de radiación. Es decir, cada vez que un electrón se alejaba o acercaba de un núcleo se producía la emisión o absorción de un fotón de una longitud de onda dada, lo que explicaba la consiguiente línea en su espectro y que no se viese una banda continua. Sin embargo, la aplicación de la teoría de Bohr a átomos con más de un electrón resultó difícil. Las ecuaciones matemáticas para el siguiente átomo más sencillo, el de helio, fueron resueltas durante la segunda y tercera década del siglo XX, y los resultados no concordaban exactamente con los datos experimentales. Las ecuaciones de Bohr fallaban estrepitosamente con átomos más complejos, ya que no podían obtenerse más que soluciones aproximadas.
Los cuantos de Planck suponían por lo tanto una nueva concepción del universo microscópico de los átomos que el hombre estaba descubriendo, y todo gracias a un puñado de físicos europeos, tan brillantes que los historiadores de la ciencia dudan que se vea jamás un número de mentes semejantes reunidas simultáneamente en torno a un problema común. Aquellos físicos abordaron la coexistencia de dos teorías de la luz: la teoría corpuscular, que explica la luz como una corriente de partículas, y la teoría ondulatoria, que considera la luz como ondas electromagnéticas. Existían pruebas que apoyaban ambas teorías, pero Louis Victor de Broglie sugirió en 1924 que, puesto que las ondas electromagnéticas mostraban algunas características corpusculares, las partículas también deberían presentar en algunos casos propiedades ondulatorias, lo que dió en llamar dualidad onda-partícula. Esta predicción fue verificada experimentalmente pocos años después por los físicos estadounidenses Clinton Davisson y Lester Halbert Germer y el físico británico George Paget Thomson, quienes mostraron que un haz de electrones dispersado por un cristal da lugar a una figura de difracción característica de una onda. Paradójicamente, el padre de Thomson había dado pruebas firmes sobre la naturaleza corpuscular de los electrones.
Transcurrido un cuarto del siglo XX, estaba claro que la teoría cuántica había aportado soluciones válidas a algunas cuestiones, pero carecía todavía del rigor matemático que gusta a los físicos; no pasaba de ser una serie de ideas notablemente atrevidas y no existía una mecánica cuántica, es decir, una ciencia que explicase las interacciones entre la energía y la materia utilizando los conceptos cuánticos. El concepto ondulatorio de las partículas desarrollado por de Broglie dió al físico austríaco Erwin Schrödinger la idea de emplear una ecuación de onda que describiese las propiedades ondulatorias de una partícula, y más concretamente el comportamiento ondulatorio del electrón en el átomo de hidrógeno. Schrödinger planteó una ecuación diferencial notablemente simple que se ha hecho famosa: HF = EF.
La ecuación de Schrödinger era continua y debería haber proporcionado soluciones para todos los puntos del espacio. Sin embargo, las soluciones permitidas para la ecuación de onda estaban restringidas a ciertas ecuaciones matemáticas llamadas funciones propias o eigenfunciones (del alemán eigen, ´propio´). Resultaba así que la ecuación de onda de Schrödinger sólo tenía determinadas soluciones discretas, en las que los llamados números cuánticos, que eran números enteros que indicaban las magnitudes de determinadas cantidades características de las partículas, aparecían como parámetros. Para explicarlo más claramente, el planteamiento matemático riguroso de Schrödinger conducía de forma directa a la cuantización, una condición que Planck había impuesto inicialmente de forma arbitraria para explicar un resultado experimental. Por lo tanto, las cosas cuadraban y la mecánica ondulatoria era una formulación apropiada de la teoría cuántica.
La resolución de la ecuación de Schrödinger para el átomo de hidrógeno era un problema complejo, pero afortunadamente los matemáticos de la época se habían enfrentado ya a dilemas semejantes y podían dar las soluciones exactas. Los resultados encajaban sustancialmente con la teoría cuántica anterior introducida por Bohr a base de postulados. Y más importante aún, podía encontrarse además una solución para el átomo de helio, que Bohr no había logrado explicar de forma adecuada. Esta solución concordaba igualmente con los datos experimentales. Para hacer más felices aún a los físicos, las soluciones de la ecuación de onda de Schrödinger tenían más consecuencias. Por ejemplo, indicaban que no podía haber dos electrones que tuvieran todos sus números cuánticos iguales, esto es, que estuvieran en el mismo estado energético. Wolfgang Pauli había establecido esta regla empíricamente en 1925 y le había dado el nombre de principio de exclusión. En resumen, la formulación matemática no sólo explicaba todos los hechos experimentales, sino que conducía a resultados teóricos previstos por otros investigadores.
Por si todo esto no fuera suficiente, de forma simultánea al desarrollo de la mecánica ondulatoria de Heisenberg un compatriota suyo desarrollaba un análisis matemático diferente conocido como mecánica matricial. La formulación de Heisenberg, elaborada en colaboración con los físicos alemanes Max Born y Ernst Pascual Jordan, no empleaba una ecuación diferencial, sino una matriz infinita formada por infinitas filas compuestas a su vez de un número infinito de cantidades. Las matrices infinitas representaban por ejemplo la posición y el momento lineal de un electrón en el interior de un átomo, y otras matrices representaban cada una de las restantes propiedades físicas observables asociadas con el movimiento de un electrón, como su energía o su momento angular. Aunque aparentemente complicada, la mecánica matricial de Heisenberg es mucho más elegante en su formulación, algo enfáticamente apoyado por los matemáticos, y también es más cómoda y sencilla de utilizar. Estas matrices, igual que las ecuaciones diferenciales de Schrödinger, podían resolverse y ofrecían los mismos resultados que la ecuación de Schrödinger, quien en 1926 demostró que ambas formulaciones eran perfectamente equivalentes. Hoy en día, la mecánica matricial de Heisenberg es la mecánica cuántica estándar.
En sólo tres años la teoría cuántica había pasado de un conjunto de hipótesis y postulados descabellados a una formulación seria y manejable. Pero en el camino de la teoría cuántica quedaban todavía algunos problemas y esperaban algunas paradojas.
Una de ellas es la imposibilidad de determinar exactamente la posición de un electrón en un instante determinado. Heisenberg analizó este problema en 1927, y formuló la cuestión como el principio de incertidumbre. Este principio afirma que es imposible especificar con exactitud y al mismo tiempo la posición y el momento lineal de una partícula; o lo que es lo mismo, no se puede medir la posición de una partícula sin causar una perturbación en su velocidad. Este principio, que parece desafiar notablemente nuestro conocimiento diario, tuvo en 1928 una notable aplicación. George Gamow estaba intentando explicar la desintegración radiactiva en la que se producía la emisión de partículas alfa, algo muy conocido entonces, pero también inexplicable. Gamow descubrió que si aplicaba al problema el principio de incertidumbre podía resolverlo, y explicar cosas como la radiactividad o de donde salía la energía de las estrellas. Gamow bautizó a su explicación con el nombre de efecto túnel
Las consecuencias derivadas del principio de incertidumbre no se limitan sólo al efecto túnel de Gamow: Son fundamentales para entender la visión de la teoría cuántica actual. El mundo cuántico, el mundo de los átomos y las partículas elementales, no se rige por las normas de nuestro mundo macroscópico. Es un universo de probabilidades, donde la observación perturba al objeto observado, tal y como Schrödinger formuló en su famosa paradoja felina; un universo donde las partículas pueden estar muy probablemente en un sitio dado en un momento determinado... o no, y entonces ocurrirán cosas extraordinarias. Toda nuestras teorías sobre los enlaces químicos se fundamentan en pensar que los electrones no son bolitas girando en torno al núcleo atómico, sino en pensar que están difuminados en torno al núcleo, que están localizados muy probablemente en ciertas regiones del espacio llamadas orbitales
La teoría cuántica ha ampliado nuestro conocimiento de la estructura de la materia y nos ha permitido construir el mundo que vemos en la actualidad: la electrónica, la energía nuclear, las armas atómicas, los ordenadores y muchos otras cosas no serían posibles sin ella. Pero la teoría cuántica tiene también sus límites. Por ejemplo, todavía no se ha conseguido unificar con éxito la teoría cuántica con la gravedad, algo relacionado con la energía del vacío y el efecto Casimir: Las ecuaciones cuánticas predicen que el espacio vacío no es tal, sino un mar turbulento que contiene enormes cantidades de energía. Según algunos físicos, el aprovechamiento de esta energía nos permitiría manipular el espacio-tiempo a nuestro antojo. Otra paradoja perturbadora para la teoría cuántica es la conocida como paradoja EPR, y que podría ser la base científica de dispositivos tan conocidos para aficionados al género como los ansibles. En la última década han surgido también estudios que proponen la creación de ordenadores cuánticos que aprovecharían ciertas propiedades de los sistemas subatómicos para realizar de forma cuasiinstantánea cálculos masivos.
Como es lógico, la teoría cuántica no ha revolucionado únicamente la ciencia, sino también la literatura fantástica. Han quedado muy atrás los relatos clásicos sobre microcosmos subatómicos, como LA CHICA EN EL ÁTOMO DE ORO de Cummings o SUBMICROSCÓPICO de S. P. Meek. Sin embargo, las nuevas teorías han proporcionado nuevo material para los sueños. CUARENTENA de Greg Egan o la ya clásica CRONOPAISAJE de Gregory Benford constituyen interesantes aproximaciones a cómo la cuántica interpreta la realidad que nos rodea y qué subyace en el viejo tópico de la ciencia-ficción sobre los mundos paralelos. Este tema ha sido tratado de forma notable por Frederik Pohl en su obra LA LLEGADA DE LOS GATOS CUÁNTICOS, que toma su nombre del famoso ejercicio mental de Schrödinger sobre un gato en una caja. La misma paradoja ha sido empleada como un cruel método de ejecución en ENDYMION, de Dan Simmons, su continuación de la famosa saga de HYPERION. Pedro Jorge Romero y Ricard de la Casa también han tocado el tema de los mundos paralelos en su relato EL DÍA QUE HICIMOS LA TRANSICIÓN.
Muchas otras novelas y relatos tocan aspectos concretos de la teoría cuántica. Por ejemplo, un bonito ejemplo didáctico sobre la constante de Planck y cómo afecta a nuestro universo es PLANCK CERO, relato de Stephen Baxter. La paradoja EPR y sus posibilidades en la comunicación instantánea aparecen bien reflejados en UN MUNDO AL FINAL DEL TIEMPO, de Pohl, donde además se nos muestran criaturas con una percepción cuántica del universo. El efecto túnel ha sido aprovechado, entre muchas otras cosas, por Javier Redal y Juan Miguel Aguilera en HIJOS DE LA ETERNIDAD, pero en lugar de estar restringido a las cómodas distancias atómicas aquí permite mover asteroides y naves enteras. Los ordenadores cuánticos son parte de una subtrama (junto a muchas otras) de la novela FACTOR DE HUMANIDAD de Robert J. Sawyer. El principio de incertidumbre de Heisenberg también entra en danza en el teletransporte de Star Trek, pero allí para evitar problemas se utilizan compensadores de Heisenberg. Si alguien tiene dudas sobre cómo funcionan artilugios así, ya sabe la respuesta de los guionistas de la serie: Muy bien.

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