
El otro día mi amigo, el ahora aficionado a la ciencia-ficción, y también a la fantasía, me preguntó si me había inspirado en esa píldora llamada Viagra para dar nombre a los guerreros wyhargas de Ankar, esos seres humanos y no humanos enrolados a la fuerza para formar legiones de fanáticos soldados en plan cyborg, hordas con las que sus crueles amos forjaban un imperio estelar. La pregunta me la hizo con la acostumbrada dosis malicia, claro.
Intenté convencerle de que estaba equivoca, y como razón de peso le expuse que el laboratorio que lanzó su milagroso y apreciado producto al mercado lo hizo unos años después de que fuera publicada la primera novela de la no concluida segunda trilogía de Las islas del infierno, exactamente en 1993. O sea, que ya había llovido lo suyo.
Es que a veces uno carga con un sambenito que ya, ya.
Como mi amigo no quedó satisfecho del todo con mi respuesta, le conté cómo se me ocurrió bautizar con la palabreja wyharga a los medio descerebrados mercenarios sin paga, los hacedores de un imperio que con el paso del tiempo, cuando sus promotores dieron marcha atrás en sus proyectos al darse cuenta de lo malvados que eran y se dedicaron a la contemplación y a vivir en la paz que negaron a los pueblos que esclavizaron. Que los malvados dejen de serlo sólo puede ocurrir en los universos de la ciencia-ficción, porque en la realidad mundial de nuestro mundo no he encontrado un caso parecido. A veces algunos autores nos pasamos en nuestras fantasías y en vez de ejercer de pesimistas pecamos de optimistas. Es que en este género, como muchos ya saben, casi todo vale si el lector, que suele ser más benévolo de lo que parece a primera vista, da el visto bueno a nuestras historias.
La explicación que le di a mi amigo fue la siguiente: Otros colegas no sé lo que hacen, aunque yo barajo varias teorías al respecto, pero en mi caso, cuando me pongo a escribir y me veo en la necesidad de dar nombre a éste o a aquél personaje recién inventado, o al mundo que necesito para dar una cierta solidez a la trama, hago un alto en el camino, enciendo un cigarrillo y me esfuerzo en pensar, proceso mental al que imprimo la mayor velocidad posible para poder reanudar la escritura cuanto antes, que el tiempo es oro y este metal hoy en día está en alza y la onza troy ronda casi los 700 euros. Será por eso, porque es el momento de vender, o de comprar el llamado vil metal, según la opinión de los inversores, nuestro Banco de España ha vendido en lo que va de año el 40% de sus reservas auríferas, que dicen que son nuestras, de todo el pueblo, que están —o estaban antes de la operación— entre las diez primeras del mundo. Yo no sé si esta venta ha sido bendecida por el sentido común, o todo lo contrario. No lo sé. Como tampoco sé si la han llevado a cabo movidos por ocultas y oscuras intenciones. Vaya usted a saber. Al menos, a mí el director de esta entidad no me ha perdido permiso. Ya no enteraremos. O no nos enteraremos, que será lo más probable, de lo que ha ocurrido en la trastienda. Ustedes, por si acaso, piensen mal y tendrán más papeletas para acertar.
Pero sigamos. Aparquemos las disquisiciones que no vienen a cuento con el tema. A mi amigo le dije que la noche antes —a mí la tele me inspira, miren que cosas— estuve viendo una peli sobre el zar ese que dicen que modernizó un poco la Rusia de la época. Como tuvo que darle caña a una casta privilegiada llamada los boyardos, para afianzarse en el trono y quitarse en medio a quienes se le oponían, hice algunas alteraciones a esta palabra y al final quedó wyharga para definir a los guerreros al servicio de los ankaris. Así se sencillo.
Esta aclaración terminó de convencer a mi amigo de que no me inspiré en la pastilla azul que con tanto empeño pretenden vendernos esos tíos tan jartibles que con sus spams inundan nuestros ordenadores a diario, producto que ofrecen a precio de saldo. Vayan ustedes a saber con qué está fabricado. Miedo me da de pensarlo.
Mientras terminábamos el café, le conté otros secretillos, simples ellos, que he utilizado, y sigo utilizando, a la hora de pergeñar mis novelas. Mi paciente amigo terminó preguntándome qué sistema utilizaba para poner nombre a mis personajes, tanto femeninos como masculinos. Menos mal que no quiso saber cómo bautizaba a los alienígenas. Quizá no lo hizo porque ya era tarde y había que levantar el campo, salir de la cafetería y darnos una caminata por el paseo Marítimo hasta la hora de comer, momento en el que debíamos de dar cuenta a nuestras respectivas santas, que para entonces ya debían estar esperándonos para comer.
Que nadie tome como patrón a la hora de bautizar a personas, cosas, naves, mundos y civilizaciones, el que utiliza un servidor, que es el que maneja la mayoría de los autores. Ya saben ustedes que cada maestrito tiene su librito, y uno tiene sus defectos y tal vez me convendría usar otros métodos. Pero es que coger un boli y rellenar folios con nombres bonitos, me cansa. A estas alturas me cuesta cambiar de costumbre, que más vale tener un sistema que ninguno. A veces soy anárquico, en el buen sentido de la palabra.
Antes de despedirnos, mi amigo me preguntó si podía título a mi cuento o novela antes de empezar a escribir. Esta vez mi respuesta fue rápida: No. Pero añadí de inmediato que en la mayoría de las veces no. Y es cierto. Creo que para más del noventa por ciento de mis paridas literarias el procedo de darles título nunca fue mi prioridad. Generalmente los he elegido cuando ya andaba por el penúltimo o el último capítulo, y en ocasiones cuando acababa de escribir la palabra FIN, que para mí es la más bonita de todas, para una novela o para un cuento. Para otras cosas, no. Seguro que no. Ya me entienden.
Como no todas las Memorias van a hablar del pasado, permítanme que en las próximas les hable del futuro, haga un paréntesis y no me refiera al presente, porque me temo que lo que va a venir nos helará en corazón.

como Títulos, nombres y demás