
A pesar de los años que he cumplido y ando en esto de la ciencia-ficción, a veces la memoria no me flaquea y recuerdo muy bien lejanos sucesos, como el que ahora voy a contar. Por aquel entonces yo aún llevaba pantalones cortos y mi santa madre ya me decía que debía ponerme los largos, como era costumbre en aquella época, en la que un chaval podía peinarse con la raya al lado hasta los trece o catorce años, pero a partir de entonces ya le aconsejaban, e incluso llegaban a imponérselo, que se peinara hacia atrás, como el hombre que ya debía demostrar que era. Yo vestía uno de esos pantalones que me llegaban hasta casi las rodillas —aún no se había puesto de moda el uso de la cremallera para cerrar la bragueta, tenía que hacerlo con botones— la tarde en que el nombre de Asimov lo leí por primera vez en una portada de la mítica Colección Nebulae, cuando un ejemplar costaba 25 pesetas y en mis bolsillos apenas sonaban algunas monedas de a peseta del Caudillo de España, y otras de esas de aluminio y magnesio que tenían mal grabado un jinete ibérico, piezas que se desgastaban en seguida y valían cinco y diez céntimos. Las veces que conté a mis hijas, cuando eran pequeñas, que existieron monedas de ese valor y me preguntaban si yo intentaba burlarme de ellas. Eran los años cincuenta, exactamente el 55 cuando apareció Nebulae y Heinlein inauguró la colección con TITÁN INVADE LA TIERRA, que se llamaba THE PUPPET MASTERS en inglés. Y yo la compré reuniendo con mucha dificultad los cinco duros que costaba y diciendo en casa que valía menos, para que mi santa madre no pusiera el grito en el cielo, que bastantes pelas, decía, ya me gastaba yo adquiriendo esas novelas tan raras para ella, que se llamaban Futuro, a ocho pesetazas, y los bolsilibros de Luchadores del Espacio, que entonces si que era suficiente un duro para conseguirlos, sinónimo de cinco pelas que ha quedado como sinónimo de un tipo de literatura tan denostada pero tan leída a escondidas y aún sigue siendo leída, no crean, y también a escondida por los puristas. Si no, a ver cómo iban a tener pruebas de que son deleznables, según ellos.
Pero tuvo que transcurrir un año del nacimiento de Nebulae para que la firma de Asimov apareciera en su número 15, con el título LAS CORRIENTES DEL ESPACIO. Ya por entonces yo no dejaba de comprar ningún ejemplar de la colección. Lo cierto es que después de leer tanto a Heinlein, el autor que más me gustaba —ya está dicho, y que revienten quienes se dedicaron a denostarlo porque así se las daban de progres—, atreverme con un nombre inédito, y que me sonaba tan ruso, no sé por qué se me hizo cuesta arriba sacar de la funda de Ubrique el hermoso billete de veinticinco pesetas y ponerlo encima del mostrador de la librería. Con voz no muy segura pedí la novela recién llegada de esa colección de la que sólo vendían uno de los dos ejemplares que recibían. Por cierto, el librero siempre me miraba con pena, como si pensara que aquel chico tan seriecito no acabaría bien de la azotea si persistía en leer cosas tan raras.
LAS CORRIENTES DEL ESPACIO fue la primera novela que leí de Asimov, y me pareció tan buena y entretenida como las de Heinlein, por entonces el autor más publicado en Nebulae. Claro que entonces yo no sabía que Asimov era un emigrante ruso llegado a Estados Unidos en el 22 y de la mano de sus padres, que se doctoraría y todo eso. ¿Qué me importaban los detalles? La biografía de Asimov la conocería mucho más tarde a través de la revista ND y por otros medios de información, cuando empezó a hacerse popular, y no sólo entre los aficionadas a la ciencia-ficción, sino entre esa gente que le gustaba decir en público que había leído la serie Fundación porque ya quedaba bien decirlo, y si encima estaba enterado de las leyes robóticas y las recitaba pues tanto mejor. La gracia que me hizo un político franquista, cuando leí sus declaraciones en la prensa a principio de los setenta, que le entusiasmaba Asimov. Cuando el periodista le preguntó si le gustaban las novelas de aventuras espaciales, le respondió con una majadería, porque no se había enterado que Asimov era un autor de ciencia-ficción.

Luego vendrían más novelas de Asimov, y todas las que conseguía las leía con ganas. Poco a poco iría enterándome de que era un científico y divulgador de la ciencia. ¿Y qué me importaba a mí eso? De Asimov me entusiasmaban sus personajes, sus tramas y los escenarios fantásticos, incluso sus parrafadas científicas, porque se entendían y a uno le gustaba aprender cosas, qué demonios. Comparado con Clarke, siempre preferí al Buen Doctor. Me cayó aún más simpático cuando un día vi una fotografía suya, con esas enormes patillas de bandolero, sus gafas y su sonrisa socarrona.
La segunda novela de Asimov en Nebulae fue YO, ROBOT. Todos los relatos de robots y de la profesora Calvin me entusiasmaron sin excepción. Más tarde aparecería Fundación y sus secuelas. No voy a enumerar todas las novelas de Asimov y la admiración que despertaron en mí. Junto con Heinlein, Brown, Hamilton y otros más, Asimov fue el autor que avivó mis sueños de escribir, y si alguien me preguntara algún día, que aún no lo ha hecho nadie, quiénes fueron los que en mis comienzo más influyeron en mi temática, en el modo de crear mis personajes e intentar que mis novelas y relatos tuvieran argumento, trama e intriga, sin rubor confesaría que Asimov fue decisivo para llenarme de inspiración en el momento de recrear civilizaciones futuras, y también José Mallorquí me ayudó a insuflar humanidad a los hombres y mujeres que protagonizaron las aventuras que yo empezaba a soñar mientras me sumergía en LAS CORRIENTES DEL ESPACIO y me sumergía en ese mundo donde se obtenía un tejido muy apreciado en la galaxia, que sólo podía producirse porque el sol que lo alumbraba estaba próximo a convertirse en nova... e iba a destruirlo.
Todavía no he averiguado si los padres de Asimov emigraron a América huyendo de la revolución bolchevique, pero pienso que sí. Tal vez los avatares de la guerra civil rusa llevaron al Buen Doctor a un país donde encontró campo abonado para desarrollar toda su capacidad creativa, cimentar su desbordante fantasía, e incluso poder ganarse la vida escribiendo las aventuras de Lucky Star para jóvenes, que publicó bajo otro seudónimo. Fue afortunado el joven Asimov, ya que de haberse quedado en Rusia, y si hubiera escapado con vida a las purgas estalinistas y a la segunda guerra mundial, posiblemente hubiera muerto en una cola de Moscú o Leningrado para adquirir pan o margarina, o quizá su fin le habría llegado junto a las puertas del MacDonald moscovita, temblando de frío y con unos billetes de depreciados rublos en las manos, soñando con comprarse una capitalista hamburguesa.
Dicen que últimamente lo que se publicaba no salía de su pluma u ordenador, que tenía negros que escribían para él; no lo sé, pero tampoco me importa que fuera cierto, porque para mí el Asimov que me interesa es el aquel me hizo disfrutar con LAS CORRIENTES DEL ESPACIO, LAS BÓVEDAS DE ACERO, FUNDACIÓN, LOS PROPIOS DIOSES, EL FIN DE LA ETERNIDAD y YO, ROBOT, entre otras muchas de sus novelas.
¿Tenía un estilo mecánico? Pues bueno, vale; incluso me alegro, como diría el Ivá. No hacia perder el tiempo describiéndome en veinte páginas un hermoso atardecer en el planeta Epsilón IV, ni me confundía con parrafadas filosóficas, ni me abrumaba con descripciones científicas; sólo las justas para hacerme comprender el por qué de las cosas; no se extendía a lo largo de miles de palabritas, que a fin de cuentas todo el mundo se salta, para contarme complicados teoremas, aunque algunos en las tertulias afirmen que es lo más importante de la ciencia-ficción y lo cierto es que ni siquiera se ha tragado dos líneas seguidas de las páginas que alude.
Inventó las leyes robóticas que resumen en tres los mandamientos que Moisés recibió en número de diez para que los hombres fueran más humanos que sus robots, leyes que han quedado para siempre cómo normas de conducta para los seres de metal que él hizo llorar en ocasiones por culpa del hombre que los creó.
Nunca viajo a Europa porque sentía miedo a subir a un avión, algo paradójico en él, que hizo navegar por todos los océanos del espacio estelar a los protagonistas de sus novelas. Dicen que lo lamentaba sinceramente. Cuando no le quedaba más remedio, a guisa de disculpa decía que ya no quedaban trasatlánticos que le hubieran permitido regresar al continente donde naciera, del que escapara del horror de una guerra fraticida.
Vamos a echar de menos a Asimov, pero no nos faltarán sus novelas ni sus obras divulgadoras de esa ciencia que tanto amó, tanto como la ciencia-ficción que le hizo famoso en el mundo entero como sus libros de historia. Ahora que él ya no existe, nos inundarán con reediciones. Y no es que me queje, pero me temo que esos escritores anónimos, y por deseo de esos editores ávidos de dinero, por llamar1os de alguna manera, nos sorprenderán con narraciones del Buen Doctor inéditas a la hora de su muerte. Ojalá no ocurra, y si ocurriera siempre podré echar mano a las viejas ediciones de Nebulae y pasar de nuevo ante mis ojos sus ya amarillas páginas que me retrotraerán a los años en que entraba con pantalones cortos en una librería y pedía que me sacaran del escaparate el último título de Isaac Asimov.
