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Adiós, campamento, adiós
por Ángel Torres Quesada

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Jura de bandera
Jura de bandera

Pues aunque nadie se lo crea, teníamos ilusión por que nos dieran el mosquetón. Con veinte años uno podía tener esos caprichos y no pasar por capullo. Además, a mí siempre me había gustado pegar tiros en las casetas de la feria.

Después de recibir de los cabos y los sargentos, y a veces del teniente Sevilla y el capitán Godoy, la paliza diaria de la instrucción, una mañana no dijo el Niño de la Mancha que nos iban a entregar el mosquetón, al que teníamos que querer como si fuera nuestra madre. Eso nos dijo el tío.

El más despabilado de los voluntarios manifestó más o manos que nos íbamos a enterar de lo que valía un peine cuando recibiéramos el arma.

Vamos a ver. Llamaban mosquetón al fusil corto, no el arma larga, el fusil que utilizaba la infantería por aquellos años, el Máuser modelo 1898, el que debieron utilizar nuestros antepasados en Cuba y Filipinas. Eso sí, fabricado en España. Decían que era el mejor fusil, el más seguro, el que más lejos ponía la bala. A principios de los sesenta ya circulaba el Cetme, pero nosotros no lo catamos. Mejor. Pesaba más.

Esa misma tarde los sargentos y los cabos se empeñaron en que aprendiéramos a desmontar el mosquetón. Una tontería, porque luego había que montarlo. No era difícil, pero uno tenía que emplear cierta maña. Cuando conseguí sacar el cerrojo y desmenuzarlo, encontré algo raro en su interior. Hombre, uno sabía un poco de oídas de lo que era un mosquetón y que dentro del cerrojo debía haber un artilugio llamado percutor. Pues en mi mosquetón, y en los de otros compañeros, no estaba la aguja que debía dar en el fulminante de la bala para que pólvora explorase y lanzara el proyectil. El Baglieto no dijo que podía alcanzar kilómetro y medio de distancia. Pues bueno.

Le dije al cabo la deficiencia que tenía mi mosquetón y el cabo se lo dijo al sargento y éste acudió malhumorado miró el arma, me la devolvió y se largó diciendo que para aprender a desfilar no hacía fatal percutor. Ele la gracia del tío.

Como a veces me gusta complicarme la vida, alcancé al sargento y le pregunté qué iba a hacer yo con un mosquetón que no disparaba el día que nos llevaran a pegar tiros. Mira por donde se me ocurrió la tonta idea de que nos enseñarían a meter las cinco balas del peine, a poner una en la recámara y darle al gatillo y ver qué pasaba. Lo cierto era que yo tenía ganas de disparar, sentir el golpe de la culata en el hombro. El sargento me miró de arriba abajo y me despachó diciendo que cuando llegara el momento de ir al campo de tiro ya me prestaría un compañero su mosquetón que funcionara. Me dejó pensativo, preguntándome si en el campamento encontraríamos un arma que estuviera en condiciones. Qué tiempos. A veces yo tenía la sensación de que estaba haciendo la mili en el ejército de Pancho Villa.

El compañero que profetizó que con el mosquetón al hombro se sudaba más desfilando, tenía más razón que un santo, como pudimos comprobarlo en los siguientes días.

Por fin llegó el día de pegar unos tiros. Nos llevaron a una explanada, pusieron unas piedras como a unos veinte metros, que servirían de blanco, nos entregaron un peine a cada uno y nos dijeron cómo teníamos que apuntar. Algunos recibieron más de un coscorrón porque creían que podían jugar con el mosquetón. De milagro no hubo una desgracia, que se escapara el tiro y le diera a un recluta, no a un mando. Ya me entienden. Los que teníamos el mosquetón sin percutor nos pusieron a un lado, y los que tenían el armamento medio en condiciones fueron los primeros en disparar y nos prestaron sus armas.

Sólo cinco tiros. Juro que no tiramos más: 45 días de campamento y sólo gastamos un peine por barba. En aquellos tiempos el presupuesto del Ejército era así de chungo. Con las bombas de mano pasó algo parecido. Tiramos una bomba por pareja. Esto fue lo más gracioso. Uno hacía como que la tiraba y el otro la tiraba de verdad. A mí me tocó la bomba. La tiré y me agaché. Escuché el zambombazo todo acojonado. Había que arrojarla bien lejos; pero antes había que tirar de la anilla y contar hasta diez. Yo la lancé con todas mis fuerzas cuando llegué a cinco, por si acaso.

Lo sorprendente es que aquella mañana no hubo ningún descalabrado. Algunas bombas no estallaron y al capi no se le ocurrió otra idea que pedir un mosquetón. Cuando le llevaron uno que funcionaba, mandó a buscar unos peines e intentó de explotar a tiros las granadas que yacían en el fondo de la hondonada, creyéndose el tío que era Búfalo Bill. Se hartó pegar tiros, el tío y sólo reventó una. Claro que el mosquetón se las traía, porque tenía la mira más torcida que una escopeta de feria. Para ganar una guerra estábamos, vamos.

Una mañana nos llevaron hasta el capellán, porque en pocos días había que celebrar una misa de campaña, previa a la jura de bandera.

Es que entre unas cosas y otras, con permisos los fines de semana para irnos de guateque, los días fueron pasando. Ya no hacía frío, sino calor. Un calor de cojones. Por las noches acudíamos a la venta que estaba cerca de la Almadraba y cenábamos opíparamente. Ocurrió que para estar a buenas con el sargento y el primero, los invitamos a cenar una noche. Como habíamos diez voluntarios, dos de Cádiz de la quinta, el cabo de nuestro pelotón, el sargento y el cabo primero, juntamos tres mesas. Aparte del menú que habíamos encargado al cojo el día antes, abrimos algunas latas de atún y aceitunas como entremeses. La velada estuvo estupenda. Pero lo mejor, o lo peor según se mire, ocurrió a la mañana siguiente.

Como en aquellos tiempos los artículos comestibles no llevaban fecha de caducidad, nunca se sabía si la lata de melva o de sardinas en escabeche era reciente o llevaba la tira de años en la estantería del ultramarinos. El único medio de saber si se podía comer era mirar la lata, si no estaba demasiado oxidada o abombada, y al abrirla comprobar que por la parte de dentro no presentaba ninguna mancha sospechosa. Por último, había que olfatear el contenido. No sé lo que pasó, tal vez no había mucha luz en el chiringuito, pero el caso es que alguna lata debía de estar pasada pero no olía a muertos el atún en escabeche que contenía y una parte de los comensales se la comió. Al día siguiente al Niño de la Mancha y a siete compañeros le entraron unas cagaleras que tuvieron que darles la baja y durante seis días no desfilaron. Estuvieron una semana en la enfermería. La otra mitad de la mesa se libró de pasarse todo el día corriendo a las letrinas, que había que tener ganas de hacer de cuerpo para acercarse a ellas, tales eran los aromas que despedían por aquellos días con el calor que hacía. Yo tuve la suerte de ponerme al lado del cabo primero Baglieto, oye. Me libré como se libraron otros. Pero mira, era divertido ver la cara del Niño de la Mancha cuando le dieron el alta, dando vueltas por el campamento, con la cara descompuesta. El sargento nos demostró que era un desagradecido. No aceptó otra invitación a cenar. Y eso que no le dejamos pagar su parte.

Pues estaba diciendo que el cura, que cuando no estaba dando la murga siempre se le podía encontrar en la cantina bebiendo vino Misa, nos largó una retahíla sobre los valores de la Patria y del amor de la Iglesia por el Ejército y el Caudillo, su manera de preparar nuestro alma para el gran día que se aproximaba, el de la jura de la Bandera.

Desfilando
Desfilando

Llegó el día señalada. Habíamos ensayado el acto hasta la extenuación y no salió mal, la verdad se dicha. Por ahí anda la prueba. Quien pasa detrás de mí es Paco Gil, que siempre se quedaba dormido en las guardias y tuvo la suerte de que nunca lo pillaran roncando. Yo soy el que está agarrando la bandera. No la besé, y no porque no fuera un patriota, sino por higiene, para no poner los labios donde los que me precedieron lo habían puesto. Qué tiempos. Aún no se me había empezado a caer el pelo.

En la explanada había mogollón de gente. Muchas familias llegaron para ver desfilar a sus nenes. Hacía un sol de justicia, diría que de justicia militar y nosotros venga a escuchar discursos, a oír las soflamas del cura, que si patatín y que si patatán. Yo creía que no me quitaba ojo, porque fui unos de los cinco o seis que el día anterior no acudimos a confesarnos y nos quedamos en las filas mientras los demás se ponían a la cola para que los siete u ocho sacerdotes que el capellán había llamado como refuerzo, porque él solo no podía confesar a quinientos reclutas, los librara de sus pecados. Llegué a temer que después del desfile a los infieles nos dejaran en el campamento, sin permiso.

Pero no fue así. No sé si el capellán se fue a la cantina a tomarse unos chatos de manzanilla y se olvidó de los ateillos. Los de Cádiz estábamos deseando largarnos, porque habíamos organizado un guateque por la tarde y no queríamos hacer esperar a las chavalas. El capi charlaba con las familias, diciéndoles el muy optimista que aquel día el rancho sería de lujo, que habían venido cocineros profesionales para prepararlo y los papás y la mamás debían probarlo, que estaban invitados. Nadie se quedó, claro. Se quedaron los de la quinta y cuando volvimos el lunes siguiente nos dijeron que el rancho fue aún peor que el de cada día.

Dos semanas después dejamos el campamento, nos reincorporamos a nuestro destino, a la Escuela de Aplicación y Tiro de Artillería. A los voluntarios nos enviaron al castillo San Sebastián, al del faro, no al otro castillo, el Santa Catalina, que era donde enviaban a los presos militares y a los legionarios, esos tíos que fumaban un tabaco muy raro al que llamaban grifa. En el San Sabastián teníamos a nuestro cargo cuatro cañones del año de la pera, los 15, 24 Vickers. Jodé todavía me acuerdo de su nombre. 35 kilos pesaba el proyectil y 20 la carga de pólvora esparragada envuelta en seda. No piensen que lo había para que el explosivo estuviera bonito, no. La seda la usaban porque se quemaba sin dejar demasiado rastro.

Como todos los voluntarios teníamos padrinos, soñábamos con una mili descansada a lo largo de los dieciocho meses y medio que nos quedaban. O sea, que pensábamos despistarnos. Eso sí, teníamos que acordarnos de fulano o de mengano en Navidad, y en su santo, para tenerlos contentos.

Si, sí.

El sueño apenas duró un mes.

Pasó lo que pasó. O sea, nos jodieron. Es fácil de adivinarlo, ¿verdad?

Yo aún no había caído en la cuenta de que a los cañones había que sacarles brillo, ni había imaginado que el regimiento de Infantería que hacía guardia en la prisión militar sería destinado a otro cuartel, ni tampoco que vendría un coronel que se confundió, o que era muy militar el tío o no cayó en la cuenta de que la tropa de la Escuela estaba exenta de hacer guardia de plaza.

El caso es que, de momento, nos mandaron a casita y el furriel nos dijo que nos llamaría por teléfono cuando nos tocara hacer plantón, o sea que oiríamos su birria de voz por teléfono una vez al mes. Nos íbamos a tirar, pensamos, una mili de puta madre.

Sí, sí.

No sé si contar lo que vino después, o volver a hablar de la arcaica ciencia-ficción, no sé.

Me lo pensaré. Y de paso tal vez explique las guardias que nos endilgaron. Tela marinera.

Ángel Torres Quesada
Ángel Torres Quesada,
(2.026 palabras) Créditos
Publicado originalmente en Bibliópolis el 25 de enero de 2004
como Adiós, campamento, adiós
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