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EL ÚLTIMO ATLANTE
por Jacinto Muñoz Vivas

Tiempo estimado de lectura: 4 min 40 seg

La vida es dura para un friki de doce años, mas si vives en un barrio de la periferia que tu padre abandono hace años y donde tu madre malvive de limpiar por horas y una pensión que nunca llega a puntual, si llega.

Peor si respondes al esquema de gordito con gafas y cara de pasmo. No hay un lugar el mundo donde estés a salvo, quitando la tienda de cómic donde malgastas tus escasos ahorros y el cibercafé de la esquina donde los emigrantes con y sin papeles envían dinero a sus familias y ocupan las cabinas telefónicas de bajo precio. En casa no da para banda ancha y PC.

Y tres de cada cuatro días, cuando Chito ocupa la calle, no hay nada que hacer, proteger tus cuatro monedas, el último ejemplar de tu colección favorita y la integridad de tu cuerpo, la dignidad hace mucho que la diste por perdida, se trasforma en una aventura imposible.

La vida es una mierda y hoy es uno de esos días, tu madre está a punto de llegar con su carga de amargura y al otro lado de la calle Chito y Toni matan el tiempo frente a tu portal.

Las persianas están bajadas, las luces apagadas y tú vigilas por la mirilla. Hay una posibilidad de huida, la parada del 34 justo delante de tu puerta. Tienes que ser rápido y no lo eres, nadie espera junto al poste, todo dependerá de cuantos se bajen, del tiempo que el autobús permanezca parado ocultándote de su vista.

Estas de suerte, el bus llega repleto y ocho personas se abren paso a empujones hacía la puerta de salida. No, no eres rápido pero la necesidad enseña, tienes ensayada la maniobra y cuando el 34 arranca has cruzado la esquina y corres como alma que lleva el diablo, no, como un ganso asustado te describe mejor.

Queda un último refugio y no está lejos, un hueco en el callejón oculto tras unos cajones de madera. Aunque no es lugar más limpio del mundo, nada esta limpio en tu vida, te permite vigilar sin ser visto y dos rutas de escape: correr hacia casa si vienen por la derecha o el ventanuco que da a un sótano abandonado si vienen por la izquierda, esta última sea una opción extrema, es fácil dejarse caer pero muy difícil salir para alguien con tu agilidad. La ultima vez te costó casi cuatro horas, desgarrar toda tu ropa y una buena bronca de tu madre.

Da igual, lo has conseguido, te acurrucas en tu rincón, acaricias la portada y te dispones a viajar a otros mundos donde la vida real sólo es un mal recuerdo.

No pasas de la primera página, un personaje inesperado te ha visto, un personaje que se acerca despacio y tú aun no lo sabes, cambiará este día, grabándolo para siempre en tu memoria.

—Tu no eres quien crees ser.

Es una voz profunda y procede de un anciano flaco de nariz prominente y cara afilada. Viste un largo gabán gris que junto a la tonsura que dejan los años le dan un aire de fraile sabio. Sus ojos pequeños y brillantes te miran con fijeza.

Te acojonas, miras hacia la esquina por si el idiota del viejo ha atraído la atención de Chito, todo parece tranquilo, respiras hondo unas cuantas veces y cuando los latidos de tu corazón te permiten hablar, lo haces.

—¡Lárguese de aquí!

—No eres quien crees ser —insiste el viejo.

—Vuélvase al asilo ¡Joder! —insistes tú observando de reojo los extremos del callejón.

El anciano sigue la dirección de tu mirada señala con el dedo hacía la avenida y pregunta.

—¿Por qué les temes?

Le respondes con tu mejor cara de pasmo.

—Déjame que te cuente una historia, la historia de un guerrero, de un rey que dominó la tierra.

Su voz es clara, pausada, llena de autoridad y no espera tu permiso. Decides que es mejor seguir callado y escondido, eso sí sin dejar de controlar las esquinas.

—Hace muchos años —comienza— antes e que los grandes ríos del oriente florecieran con sus ciudades, antes de que el diluvio limpiara la tierra, una gran civilización dominó el mundo, su cultura y su poder alcanzaron cimas que aún no han sido emuladas, una civilización que brilló y se extinguió presa de su propia soberbia, dejando sólo el rastro de su nombre en las leyendas: la Atlántida.

No suena muy original sin embargo hay algo en su mirada, una intensidad, un convencimiento.

—Los sacerdotes Atlantes dominaban las artes del dios sol, una casta de guerreros los protegía y el mas valiente, el más fuerte, el mejor era elegido rey que gobernaba bajo la guía y el leal consejo de los pontífices. Durante siglos la Atlántida prosperó, derrotó a sus enemigos, alcanzó la paz, sus naves recorrían los doce mares y sus reyes gobernaron el mundo. El último y el más grande de todos fue Hattar.

El anciano se detiene y suspira como presa de un doloroso recuerdo.

—Nada sobre la tierra o en el cielo parecía amenazar su gloria. Durante diez años gobernó con más rectitud y sabiduría que ninguno de sus predecesores al undécimo, enloqueció. Según unos, fue una enfermedad, según otros la adulación y la alabanza desmedida corrompieron su alma, otros opinaron que fue el aburrimiento.

El relato no es muy allá, pero todo está tranquilo y el anciano parece tan feliz. Sigues escuchando.

—Hattar mandó construir el palacio mas lujoso que hubieran visto los hombres, se encerró el dilapidando la riqueza de su pueblo en orgías y borracheras. La falta de gobierno y las leyes injustas trajeron el hambre y la miseria, el pueblo y las provincias se alzaron y la maldición de la guerra asoló los dominios Atlantes. Durante diez años, Hattar, que seguía siendo el más grande de los guerreros combatió a sus enemigos ahogando cada revueltas en sangre, decapitó a los cabecillas y colgó sus cabezas en medio del templo no sin antes masacrar a sus sacerdotes a los que acusaba de estar detrás de todo. Ofendió al Sol y el sol lo castigó.

El viejo pronuncia estas palabras alzando las manos al cielo, como si él mismo fuera el juez, por un momento abandonas la vigilancia y le observas asustado.

—Tempestades, sequías y epidemias arrasaron todo, los hombres, arrastrándose como animales asustados, regresaron a las cavernas. Las ciudades ardieron, las orgullosas flotas naufragaron, y cuando ya nada quedaba del antiguo esplendor salvo el gran palacio donde Hattar, ajeno a todo, agonizaba en su locura, la tierra tembló arrastrando las ruinas al fondo del océano. La Atlántida sólo fue el recuerdo de un sueño.

Sin querer, te has dejado llevar por la vehemencia del viejo y callas esperando la continuación.

—Un grupo de sacerdotes logró escapara de la ira del rey loco y durante cuarenta días y cuarenta noches imploraron misericordia. Otros imperios verán la gloria de los hombre —respondió al fin el Dios— mas no volverá a levantarse el poder del sol sobre la Atlántida. Otros cuarenta días imploraron los sacerdotes y cuando exhaustos y dispuestos a morir si era necesario, oyeron la profecia: Pasarán cien veces cien ciclos de cien años, cuando el recuerdo de Hattar no sea mas que polvo olvidado por la hsitoria, desde los rincones oscuros de la tierra, un descendiente suyo, devolverá la gloria a los Atlantes.

El viejo pronuncia estas palabras con voz ronca, cargada de emoción.

—Hoy se cumple el día —añade señalándote— He pasado toda mi vida buscándote, tu eres el elegido, tu eres el último atlante, es el momento de que cumplas tu destino.

Los ojos del anciano brillan como dos soles en medio de la tempestad, se gira y señala ahora la esquina, por donde Chito y Toni, sin duda atraídos por las voces del anciano, acaban de aparecer. Te ven y sonríen malévolos.

Y muy sorprendido, te das cuenta de que no tienes miedo. De alguna manera la fe del viejo ha obrado un milagro, su absurda historia cobra un nuevo sentido, te alzas sintiendo en tus arterias el palpitar de una sangre antigua e invencible y avanzas contra tus viejos enemigos dispuesto a vengar tantos años de vergüenza y miedo.

—¡Qué pasa! —gritas desafiante.

La cara de sorpresa de Chito te reafirma en tu seguridad y caminas confiado a pecho descubierto, tan confiado y descubierto que no ves llegar el golpe que te arrean en la boca del estómago y el bofetón que te tumba de espaldas.

—¡Vaya, vaya! así que aquí es donde te escondes —dice Chito burlon—, vamos, gordito, suelta la pasta.

El dolor trae la realidad y, te apresuras a darles lo que te piden, sabes por experiencia que si es suficiente te dejarán en paz. Deben tener prisa recoger sus ganancias y se largan con un única patada de despedida.

Te levantas pensando qué idea absurda te ha llevado a comportarte como lo has hecho y miras al viejo en busca de una respuesta. En su cara sólo se refleja una profunda decepción.

En el otro extremo del callejón se detiene una furgoneta con rótulos y un luces girando en el techo. No es la policía, no hay mucha policía por tu barrio, es una ambulancia. Dos tipos con traje de celador bajan y se dirigen hacía vosotros.

—Aquí estás abuelo —dice el primero tomándole del brazo— vamos, ya sabe que no está bien escaparse del hospital.

El anciano te mira por última vez, se apaga como un viejo muñeco sin pilas y se deja conducir obediente a la furgón.

—Pobre hombre —te explica el segundo enfermero sin reparar en tu lamentable estado— Era profesor en la universidad, se le fue la cabeza, siempre digo que tanto leer no puede ser bueno. ¿Qué? ¿Te ha contado alguna de sus historias? ¿La del tesoro de los templarios? ¿La del espejo de Salomón? ¿La de los atlantes? Gracias por entretenerlo, no te preocupes, es un viejo inofensivo.

¿Inofensivo? Te dices y mientras buscas los restos de tus gafas por el suelo, decides que no estás para nada de acuerdo con esa opinión.

Jacinto Muñoz Vivas
© Jacinto Muñoz Vivas, (1.685 palabras) Créditos
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