—¡Hay un hombre asomado en el borde de la azotea! ¡Está allí en el edificio abandonado! —gritaron.
La Policía acordonó la zona. Llamaron a una ambulancia y un forense, por si acaso llegaran a ser necesarios.
Un par de policías acompañados de un psicólogo entraron en el viejo edificio abandonado. Una mole de 25 plantas sin terminar que se erguía en lo más alto del valle. Fue el último intento del desarrollismo urbano brutal de principios del siglo XXI, abandonado a tiempo.
Se suponía que nadie podía saltar las vallas, pero de alguna forma aquel hombre lo había logrado.
Los dos policías y el psicólogo fueron acompañados por un técnico de seguridad; los cuatro subieron por las escaleras a medio terminar. Procuraban no mirar hacia los lados, donde se abría el precipicio. Por supuesto, llevaban las medidas de protección habituales.
Tras media hora de duro ascenso llegaron a la azotea. Allí estaba el individuo, asomado al borde.
No parecía temer al enorme vacío a sus pies. De hecho, parecía mirarlo con sumo interés.
Con cuidado y en voz baja, el psicólogo explicó a los policías cómo aproximarse sin que el hombre tomara una fatídica decisión.
Los dos agentes se acercaron furtivamente. El desconocido no se enteró de su presencia hasta que, al fin, ellos lograron aferrarle por los brazos y lo tumbaron en el suelo.
—¡Coño! —exclamó— ¿Es que uno no puede subir a disfrutar tranquilo del paisaje?
Allá, a lo lejos, se divisaba la Alpujarra.
