De nuevo la mesa, la lámpara y el catre: abstracciones sólidas, puras formas platónicas encarnadas. De nuevo la negrura —no la oscuridad— limitando el estrecho recinto de manera inaprensible, conformando con su no-existencia paredes, suelo y techo. Y él sentado en el camastro, frente a la mesa, bajo el amarillento cono de luz.
Había pasado mucho tiempo desde que Beto se encontrara allí por última vez. Tanto, que no hubiera sido capaz de asegurar la existencia del cuartito excepto como la invención del niño imaginativo y retraído que fue. Sin embargo ahí estaba el Refugio, inequívocamente real. Y ahí estaban, igual de reales, los recuerdos que comenzaban a agolparse en las puertas de su memoria. Las imágenes, reducidas por el peso de la madurez y los años a una suerte de mitología de su propia infancia, reaparecían sólidas sin llegar a sorprenderle. De la misma manera, sin sorpresa, descubría que los motivos por los que había decidido, allá en su lejana adolescencia, no recurrir al Refugio de la Reflexión más que en caso de verdadera, absoluta, imperiosa necesidad, habían quedado grabados en su naturaleza como permanece en la piel el relieve de una herida mal cicatrizada. ¿Por qué había vuelto, entonces? ¿Qué grave aprieto le había hecho romper ese voto que portaba a nivel casi inconsciente? Le costaba pensar en esa dirección. Su mente tironeaba para evitar el tema, desviando la atención hacia los recuerdos recién aflorados. Revivió así, de nuevo, los Grandes Disgustos de su infancia.
Estaban los conflictos familiares, cuando sus dos hermanos mayores se divertían a costa de su amor propio, tan fácil de herir. No se cansaban de comprobar cómo la más tonta pulla o el comentario ofensivo más desatinado era capaz de sacarle de quicio. Beto se encendía, y luego se atoraba en sus esfuerzos por hallar réplicas contundentes y rápidas. Las palabras siempre le fallaban, y al final todo acababa para él en lágrimas de rabia e indignación.
Estaban los conflictos foráneos, lejos de la protección del hogar. En la calle fueron las pandillas de niños bárbaros –gitanillos buscabroncas, pequeños delincuentes de barriada—, y en el colegio los matones de recreo. Ambas instituciones amargaron muchas de sus plácidas tardes. El temperamento tranquilo de Beto se descomponía en los encuentros violentos. Era incapaz de enfrentarse a los agresores en sus mismos términos, y su pundonor le impedía retirarse a tiempo para evitar disgustos. Cuando de alguna manera la crisis se resolvía, otra tormenta crecía dentro de él. Se martirizaba con imágenes suyas reaccionando como tendría que haberlo hecho, desarmando la bravuconería de aquellos mentecatos con una bravata a tiempo o un puñetazo bien dirigido. Demasiado orgullo para tan poco valor, escuchaba en su interior. Parte de él lo negaba desesperadamente, inventándose mil y una razones que, entre lo patético y lo ingenioso, excusaban la forma cobarde en que había actuado la mayoría de las veces.
No sabía exactamente cuándo se hizo real. El Refugio compartía memoria con sus primeros recuerdo. Desde que era consciente Beto había soñado con un lugar fuera del tiempo y del espacio, pequeño y privado; un lugar para escapar, donde poder calmarse y meditar antes de volver al mundo, momentáneamente aparcado en otro rincón de la existencia. Allí iría a rumiar respuestas a las invectivas de sus hermanos o lucharía por controlar ese pánico que le producía la violencia en cualquiera de sus manifestaciones. Salir de esa burbuja significaría encontrarse de nuevo en el mismo sitio que hubiera dejado al saltar, y en el mismo instante. Desde la perspectiva del Refugio, el tiempo en el exterior no transcurriría. Beto incluso tenía construido para su fantasía un escenario minimalista: un camastro en el que sentarse o permanecer tumbado y lloriquear, una mesa alrededor de la cual dar vueltas para reflexionar mejor, y algo de luz. Así eran los planos del Refugio de la Reflexión. Un día, de repente, descubrió que ya había sido edificado.
Ocurrió en el colegio, con no más de once años, cuando se enzarzó con un matón de segunda clase en una disputa sobre quién había empujado a quién al salir del aula, justo al comenzar la media hora del recreo. Viendo qué tipo de infeliz se le había enfrentado, el matoncillo decidió que debía llevar las cosas más lejos si no quería que su dignidad se menoscabara a los ojos del matón principal del que era riegracias. Beto se arrepintió enseguida de haberse dejado llevar por el pronto. Había actuado inconscientemente, sorprendido y molesto por la brusquedad del golpe. La pobre categoría de su agresor hacía que retirarse ahora supusiera una doble deshonra. En el pequeño corro que ya se había formado, el jefe del matoncillo se interesaba por el desarrollo de la pelea. Para desgracia de Beto, su presencia enardecía o apuraba a su contrincante, impidiendo un final de conflicto a base del habitual intercambio de amenazas vacías; una habilidad en la que, por otra parte, no se hallaba nada versado. El corazón le empezó a latir con fuerza. El idiota de Moragues, obligado a imponérsele por cualquier medio, se crecía comprobando la inseguridad de Beto. Y Beto no podría soportar, esta vez no, el bochorno de dejarse pisotear por un espécimen tan deslucido. Las palmas de las manos le sudaban. A su alrededor oía gritos de ánimo para su adversario, que acababa de lanzarle el último guante. O reaccionaba o se hundía para siempre: horrorizado, observó cómo Moragues levantaba la mano con la clara intención de darle una blanda bofetada, la peor, la irreparable, la más grande de las humillaciones. Si lo consentía perdería para siempre el respeto del curso entero y, por ende, el suyo propio. Plantado en el pasillo, ensordecido por las risas y el griterío, sentía sus rodillas de agua y era incapaz de alzar un brazo.
Las imágenes y el ruido desaparecieron, sin transición. Sólo el golpeteo fuerte y sordo que retumbaba en el interior de su pecho y el blando silbido de su respiración le enlazaban con la escena anterior. Todo era negro, tan negro que temió haberse vuelto ciego. Instintivamente bajó la vista para contemplar su cuerpo y descubrió el catre, iluminado de esa forma extraña que convertía la luz en estáticas pinceladas de color. Se dio la vuelta con rapidez y topó con la mesa. La bombilla lucía por encima de ella, colgando de un techo inexistente. Se dejó caer sobre el camastro. Quedó sentado, con la boca abierta, las manos entre las piernas. Sabía perfectamente dónde se encontraba.
Tardó sorprendentemente poco en recuperarse. Aceptó con pragmatismo la materialización de lo que nunca hubiera creído que fuera más que un producto de su imaginación. Repasó las implicaciones del regalo. Ya no se trataba de un entretenimiento mental. Ahora era real. ¡Real! Y eso constituía una gran diferencia. Una diferencia absoluta.
Se sintió cautelosamente feliz. No debía olvidar que ahí fuera le esperaba un serio problema, y resultaba imperativo concentrarse en él. A pesar de todo disfrutaba de la sensación de calma y falta de prisa. Podía darle al asunto todas las vueltas que quisiera, antes de decidirse por un curso de acción. No obstante, veía que cuanto más tiempo pasara en el Refugio, más se le desdibujaría la situación en el exterior. Corría el riesgo de volver a ella demasiado confiado, demasiado relajado.
Decidió que haría algo impropio de él, algo que cogiera completamente desprevenidos tanto a Moragues como al corrillo de curiosos. Una maniobra rápida y brillante con la que no sólo saldría airoso del embrollo, sino que además enseñaría al resto de sus compañeros a pensárselo bien antes de provocarle. Beto renacía hoy, Beto El Imprevisible. Así que se iba a lanzar con todas sus fuerzas contra Moragues, el puño levantado directo a su nariz, cortando en seco la trayectoria de la bofetada que todavía estaría esperándole. No hacía falta calcular más allá. Suponía que tras una acción tan inesperada la situación se resolvería sola. Además siempre estaba a tiempo de volver si las cosas se torcían.
Se preparó para la ofensiva respirando lenta y profundamente, como en las películas. Estaba excitado, nervioso pero animado. Realizó la última inspiración. Mucho después se extrañaría de que no se le ocurriera en ese momento preguntarse qué debía hacer para salir de allí. Simplemente se echó ADELANTE.
Su estrategia tuvo un éxito relativo. No había contado con que al retornar al mundo su cuerpo se encontraría en el mismo estado en el que lo dejara: el corazón desbocado, la respiración alterada y una flojedad en los miembros fruto de la indecisión y el miedo. El empuje y la energía que pensaba imprimirle se mezclaron mal con las circunstancias reales, y provocaron en su organismo una respuesta grotesca. Convulsionándose como un poseso se lanzó al frente arrollando a Moragues y a cuantos le rodeaban. En el montón caído, su enemigo acabó gritando que le quitaran a ese loco de encima. Beto, que de tan asustado ni siquiera pensaba en la posibilidad de retirarse al Refugio, se levantó como pudo, pálido y tembloroso. Al final, de resultas del encuentro, había conseguido un cambio de status en el complejo microcosmos de la clase: de pichafloja a chiflado, cosa que le investía de cierto aura de intocable. En lo sucesivo, y en los límites del colegio, iba a vivir algo más tranquilo. Algo más solo, también.
Desde entonces, Beto contó con una de red de seguridad en su vida de la que hizo uso con profusión. Su familia tuvo que acostumbrarse a lo que les pareció un cambio inexplicable y nada sutil en el carácter retraído del chico. Menos exaltado, más juicioso, durante el tiempo que usó el Refugio se acabaron sus rabietas, sus explosiones de ira. Ingenioso e insolente, contestaba pulla sobre pulla y no había forma de sorprenderle con un comentario jocoso; siempre era suya la última palabra. Sus padres ya tenían dificultades para tratar con un hijo tan poco comunicativo, y la nueva conducta les acabó de desorientar. La relación con sus hermanos tomó un cariz sustancialmente distinto: seguían mortificándole, pero que Beto devolviera los golpes les sorprendió primero y les hizo gracia después, adoptando la desfachatez del enano como si de un patrimonio familiar se tratara.
En la calle, esa presencia de ánimo que le proporcionaban las estancias en el cuartito le permitió por fin preservar su dignidad frente a las agresiones pandilleras, e incluso gozar de algún que otro comportamiento que muchos críos no dudaron en tildar de heroico.
Al tiempo que Beto empleaba el Refugio, se interrogaba sobre la naturaleza del mismo. A pesar de la soltura que había adquirido a la hora de entrar en él —podía hacerlo en cualquier momento, en cualquier situación—, le inquietaba la aprensión inconsciente que sentía en el momento inmediatamente anterior al salto. Era una especie de rozamiento viscoso del ánimo, que a veces interpretaba como una difusa advertencia interior. Esa inquietud y su no poca curiosidad natural le llevaban a realizar experimentos para intentar comprender el funcionamiento del Refugio. Así, un día se hizo una herida en un dedo. Sabía que si iba y venía, no importaba el tiempo que pasara dentro, el corte tendría el mismo aspecto antes que después de la experiencia. Por otra parte en el Refugio su cuerpo parecía funcionar con normalidad. El corazón y el pulso, la respiración, todo seguía su marcha. Los dolores y los malestares físicos no se quedaban fuera. Algunos remitían a la vez que lo hacían sus causas. El pulso acelerado se recomponía cuando se tranquilizaba, la sensación de ahogo desaparecía al respirar en ese cuartito inexplicablemente ventilado... pero aquellos efectos, como bien había aprendido, volvían indefectiblemente al reencontrarse con el mundo exterior.
De manera que se hizo el corte en el dedo, saltó, y se dispuso a observar qué ocurría con la herida. Fue un experimento infructuoso. Cada vez que intentaba fijar la atención en la lesión se desdibujaban los detalles, y todo ante él perdía nitidez. Un muelle nebuloso desenfocaba su interés y le devolvía al estado anterior, aturdido y algo fatigado. Era similar a lo que le ocurría al principio, cuando intentaba captar los detalles físicos del Refugio de la Reflexión. La mesa era una mesa, el camastro era un camastro, la luz era una luz y los límites del habitáculo sencillamente estaban ahí. Imposible traspasar las fronteras de lo concreto. Pronto perdió la paciencia, y con ella las ganas de hacer semejante tipo de pruebas. Al fin y al cabo sólo era un niño. Pese a ello, era inevitable que tanta vaguedad le dejara un poso de preocupación. En los últimos meses, antes de tomar la decisión de abandonar su uso, la transición mundo-Refugio le resultaba ya angustiosa. A la inversa, el retorno desde el Refugio le aliviaba de forma enigmática, como si sus entrañas participaran de un conocimiento que a él se le escapaba. De hecho, había momentos en que creía estar a punto de alcanzar una revelación sobre algún aspecto fundamental de su particular microuniverso, pero la impresión se desvanecía con una rapidez frustrante.
Cuando estaba muy aburrido, Beto se probaba forzando su capacidad de aguante. Entro y salgo, entro y salgo, entro y salgo. Con toda la velocidad de que era capaz, pasaba del mundo al Refugio y del Refugio al mundo una y otra vez, luchando contra sus nauseas hasta que éstas le vencían. Más que masoquismo, y más que juego, se trataba de una exploración morbosa de su propia resistencia. Como motor subconsciente, una intuición apenas vislumbrada de que en linde de los dos universos, el pequeño y el grande, encontraría alguna luz. Y en efecto, el descubrimiento le llegó —le asaltó— durante una de esas prácticas, en el verano de sus doce años.
Beto se encontraba solo en casa, con su madre. Ni playa ni amigos aburridos como él: tedio, calor, horas vacías arrastrándose penosamente camino del día siguiente. Estaba tirado en el sofá, con un álbum de cómics —tapa dura— apoyado sobre el pecho. Una lánguida brisa se escurría por sus antebrazos levantados. Había acabado la lectura, y en una desganada búsqueda de algo más que pudiera ofrecerle aquel libro, pasó la última de sus hojas para encontrarse con dos páginas en blanco. Tan sólo en una de ellas aparecía un pequeño texto: Este álbum se acabó de imprimir...
. Se acercó el libro a la cara, manteniéndolo vertical mientras lo arrastraba sobre el esternón, hasta que el blanco del papel cubrió por completo su campo de visión. Cerró los ojos, y los volvió a abrir. Los cerró otra vez y los abrió de nuevo. Se quedó un rato pensativo: si en ese momento saltara al Refugio lo primero que vería, como siempre, sería nada. Todo negro. Pero al volver se encontraría con el blanco que tenía ahora delante. Haciéndolo varias veces seguidas, y a la suficiente velocidad, el blanco se fundiría con el negro en un gris tanto más homogéneo cuanto menos tiempo estuviera en cada lado, cuanto más rápido cambiara de sitio. Entonces, la pureza del tono de gris le serviría como indicador de velocidad de salto... y quizá pudiera utilizar ese control de velocidad como herramienta en sus juegos. Ya en otras ocasiones había razonado que si aquel ir y venir era lo bastante rápido, pasaría más tiempo sobre la frontera que separaba ambos mundos que en cada uno de ellos. Sobrevolando tierra desconocida. Tenía que probarlo. Con los nervios culebreándole por el estómago recompuso su postura sobre el sofá, en busca de la mayor comodidad. Bufó un par de veces y comenzó.
Negro.
Blanco.
Negro.
Blanco.
Qué sorpresa. Centrar su atención en la impresión visual minimizaba la angustia de cada entrada en el Refugio, y le permitía aumentar la cadencia de los saltos.
Negro, blanco, negro, blanco.
Empezó a sentirse eufórico. Alcanzaba velocidades a las que otras veces sólo se había aproximado.
Negroblanconegroblanconegroblanco.
Frenético. Tenía que aguantar, se encontraba cerca de...
negroblanconegroblancogrisgrisgrisROJO.
ROJO.
ROJO.
ROJO.
Fuerte, vivo, puro ROJO.
Sobre los cojines Beto sufrió un espasmo. El álbum se le escapó de las manos y encogió el cuerpo lanzando un involuntario grito. Desde la cocina, su madre: ¿Sí? ¿Me dices algo?
. Beto no podía ni contestar. En su cabeza, en todo su ser, esa sensación —roja— que era y no era dolor, que tenía y no tenía significado se desvanecía, dejando tras ella alivio. Tras el alivio, algo más, directamente extraído de la herida —roja— del espacio y del tiempo.
Conocimiento.
Tangencial, implícito, como todo lo concerniente al Refugio de la Reflexión. Interno, porque surgía directamente de sus tuétanos doloridos. Ajeno, extraño, porque durante un momento se había sentido punta de un iceberg de consciencia, mera proyección volumétrica de un absoluto de incontables dimensiones.
Para Beto no hubo confusión. El mensaje de sus tripas y de su instinto, la certeza aprehendida por su yo más crudo, fue claro.
Nada es gratis.
Nada es gratis. La máxima que le acompañaría por el resto de su vida, modelando en cada momento los perfiles de su conducta. Y en esa jornada de revelación, su cabecita espabilada de chaval de doce años supo que los minutos, las horas, los días; todo el tiempo que había escamoteado en sus constantes escapadas al Refugio de la Reflexión iba a serle cobrado en la misma moneda: en tiempo de su vida. Con escalofriante nitidez vio el fin de sus días recortándose hacia atrás, devorado por las tinieblas de dientes grises con las que identificaba la muerte. Tinieblas a las que salto a salto había ido alimentando.
A los ojos de los demás su temperamento sufrió un segundo cambio. Etapas del crecimiento, suspiraba la familia. No volvió a ser exactamente el de antes del descubrimiento del Refugio, pero sí perdió el aplomo que le daban los momentos de reflexión en el cuartito. Sin embargo, un remanente de confianza permaneció en él. A pesar de que se hubiera prohibido utilizar de nuevo el Refugio, íntimamente sabía que por siempre dispondría de un clavo ardiendo donde agarrarse. Y esa certidumbre era tan fuerte que había sobrevivido al olvido de su origen, oculto por la voluntad de Beto y por el simple paso de los años.
Y casi dos décadas después, de nuevo la mesa, la lámpara y el catre: abstracciones sólidas, con presencia pero sin detalle, puras formas platónicas encarnadas. De nuevo la negrura —no la oscuridad— limitando el estrecho recinto de forma inaprensible, conformando con su no-existencia paredes, suelo y techo... ¿Por qué? ¿Por qué había vuelto? Dejó escapar un débil suspiro. Parecía que llegaba el momento de afrontarlo. Avergonzado por su propia falta de decisión resolvió hacerlo con suavidad, tanteando lenta, delicadamente sus últimos recuerdos, y empezó así a desenrollar el hilo de la memoria más cercana.
Se vio camino del trabajo, varias semanas atrás, adormilado y con el ánimo caído. Como todas las mañanas de todos los lunes pensaba en las horas, minutos, segundos que faltaban para la hora de salir antes de que fuera la hora de entrar. Al momento se flagelaba con una indignación más racional que sincera. Es un trabajo cómodo
, se repetía, bien pagado para tu nivel académico y encima cerca de casa
. Finalmente remugaba que un día de estos retomaría los estudios, acabaría la carrera y buscaría una ocupación que lo sacara de ese estado de perpetua apatía. Como todas las semanas. Pero esa mañana, antes de desviarse hacia la terraza del bar donde tomaba el café y fumaba su primer cigarro jurando que pronto, pronto habría uno que sería el último, algo nuevo le llamó la atención sacándolo de sus rutinarias meditaciones.
En realidad el puesto de loterías llevaba allí desde siempre, por lo que recordaba Beto. Era una visión que le aburría, inmune como se consideraba a los encantos del juego. Las ristras de boletos colgando, los anuncios de los números premiados, y las colas que a veces se formaban ya de buena mañana ante la ventanilla no le producían la menor emoción. Otros motivos fueron los que fijaron su mirada en una de esas ristras y ralentizaron su paso hasta hacer que se detuviera, como hipnotizado, frente al cristal expositor.
Las cinco cifras hacían que los cartoncillos destacaran sobre el resto de boletos, sobresaliendo igual que relieves en la luna del establecimiento. No era un número conocido, una fecha o una clave que recordara. Era... una sucesión elegante y precisa, asombrosamente breve, exenta de todo simbolismo; era simple y bella, y se engarzaba en su mente con un acople perfecto. Su repetición dígito a dígito le producía el mismo placer que introducir un llavín de muchos dientes en una cerradura bien engrasada: un ronroneo breve e irregular, una caricia metálica, sensual, suavemente eléctrica.
Cuando se dio cuenta de que llevaba varios minutos embobado frente a aquel número se apuró y se dispuso a irse. Antes de empezar a caminar lo pensó mejor y sacó la cartera, dirigiéndose a la ventanilla. Compraría un billete y lo colgaría del tablón de corcho que en la cocina de su casa empleaba para tener a la vista recibos, publicidad de comidas a domicilio y demás recordatorios. O podía incluso enmarcarlo. Sí, eso le hacía más gracia. Sonreía mientras hurgaba en el monedero, al tiempo que bromeaba tontamente con la chica de la expendeduría. Descubrió que, aparte de las monedas para el cortado, sólo llevaba encima los doscientos euros de la reparación del coche. Tenía previsto recogerlo del taller ese mismo mediodía. Dos billetes de cien, y la dependienta con problemas de cambio. Era muy pronto, se disculpó. Beto reflexionó un poco y se obligó a aceptar que resultaría inapropiado llevarse una fracción de su número y dejar a la vista el resto de sus hermanos al alcance de otros compradores. Pensó en los clientes habituales del puesto. No quería tener nada en común con ellos. O al revés, no quería que la especial singularidad de su número se desvirtuara en otras manos. Así que, entre risas, anunció a la chica que se llevaría los diez décimos. ¿Seguro? ¡Claro! Treinta euros en lugar de tres, ¿no era eso? El número lo valía. Al escuchar lo que le pedía palideció. Tampoco se había fijado en que se trataba de un sorteo especial. Joder
, pensó, joder, joder
. Ya tenía gente a su espalda. La dependienta aguardaba. ¿Echarse atrás? Un titubeo, dos, y por no pensarlo más pagó. Reculó apresuradamente con los boletos y el escaso cambio en la mano. Con resignación guardó en la cartera el fajito de billetes plegados y reemprendió el camino al trabajo. Luego volvería sobre sus pasos porque el disgusto le había hecho olvidarse del desayuno.
Por supuesto no habló con nadie del asunto. Durante semanas los veinte boletos colgaron torcidos del corcho de la cocina, semienterrados por otros papeles en un velado gesto de arrepentimiento. Procuraba no mirarlos más que de refilón. El efecto del primer día se había convertido en un canturreo monótono, rondando incesantemente por su mente, y le costaba cortar con esa letanía. Por lo demás, siguió normalmente con su vida.
Y... y ya. Se estremeció. Lo siguiente era hoy, hacía unos minutos, el ahora de ahí fuera, el mundo real. Tomando el café de todas las mañanas, esta vez acompañado de una magdalena, hojeando el periódico del día anterior. Que era ayer, cuando se publicaban en toda la prensa nacional los resultados del sorteo especial en el que se había dejado una pasta.
Y allí estaba su número, a la vuelta de una de las páginas. Impreso en negrita, refulgiendo sobre el blanco sucio del papel reciclado, cantaba para él un estribillo; un estribillo de campanas de cristal. Ni tercero, ni segundo: el primero de la lista, el número uno, el Premio. Su Premio. Beto no respiraba, se le había olvidado. ¿Era rico? Miró a su alrededor. Los escasos clientes tenían su atención puesta en los resultados de la jornada de fútbol que desgranaba la televisión a un volumen excesivo. Procuró tranquilizarse. Con los datos del diario efectuó unos rápidos cálculos en una servilleta. Eran tan sencillos que se obligó a repetirlos una, dos, tres veces. El repiqueteo se convirtió en un tañido ensordecedor. Leyó y releyó en la servilleta la cantidad que había ganado, sin llegar a entenderla del todo. Inspiró larga y profundamente. Aguantó la respiración un instante, luego soltó el aire de golpe. Era rico.
Y el vértigo le liberó del anclaje de sus miserias, y su imaginación echó a volar impulsada por un huracán de entusiasmo... el vislumbre del mundo enorme de sus nuevas posibilidades bastó para henchir violentamente su alma, mareándole, desmayándose casi ante esa oleada inesperada y explosiva de absoluta felicidad.
Y en ese momento precioso la sentencia activó sus resortes para emerger de lo más profundo, un insidioso eco despuntando en aquel vendaval de emociones.
Nada es gratis.
Dentro de Beto algo se retorció. Refrenó automáticamente el vuelo y todo su ser consciente quedó en estado de alerta. Sus pensamientos se dispararon en mil direcciones, intentando prepararle contra un previsible golpe. Incluso echó un malhadado vistazo atrás, sobre sí mismo.
Lo que vio fue un individuo encogido y aprensivo que le miraba con ojos cobardes. Al cruzarse las miradas inmediatamente cambió su perspectiva, pasando a encontrarse de nuevo dentro de sí, encogido, aprensivo: asustado. Porque el mundo enorme que apenas entreviera se había convertido, de súbito, en un espejo en el que podía ver el reflejo de sus ambiciones muertas, y éstas no tenían el aspecto habitual que le ofrecían sus recuerdos. Los grandes proyectos que a lo largo de su vida había ido abandonando —objetivos incumplidos, expectativas arruinadas— se revolvían contra él como fantasmas heridos. Las justificaciones que hasta entonces los habían mantenido atados se desleían con atroz claridad en el disolvente perfecto de ese porvenir sin limitaciones. ¿Y qué quedaba? Nada. Sólo la indecisión y la pereza, la falta de arrojo, la ceguera al establecer los límites de sus propias capacidades. Su vanidad y su orgullo siendo regados por generosos chorros de autocompasión, ungiéndole durante años como bálsamo maldito. En un instante el mundo entero se derrumbó para Beto, un alud de fango descubriendo la verdadera estructura de su persona. La basura acumulada, al desprenderse, le dejó desnudo, vacío, seco. Un dolor blanco y agudo le atravesó el corazón: se moría de vergüenza, se moría de miedo. Intentó escapar, correr lejos de su juicio demasiado despierto. Buscó cobijo y su subconsciente le empujó contra la puerta cerrada del Refugio de la Reflexión, que tras veinte años de olvido volvió a abrirse para él.
Pasó varios minutos con los ojos cerrados, asimilando la información. Finalmente alzó los párpados. Vaya, vaya
, murmuró, limpiándose con el dorso de la mano los churretes de las lágrimas. El conocimiento —de sí, de lo que era y, más importante, de lo que no era— constituía el precio de su suerte. Nada es gratis
, se repitió. Sin embargo, qué curioso. En esas circunstancias le extrañaba notarse más ligero, como libre de un peso sofocante e invisible. La escueta luz del Refugio se le antojaba ahora más amable. Se sentía exhausto, aunque por fin sereno: derrotado, triste, pero limpio y en paz. Estuvo todavía un rato sentado sobre la cama, mirando a nada en particular, mirando para adentro. Donde todo era tan claro. En ese interior, realmente, nada había cambiado. Hastío, desgana... los años por venir bien podrían convertirse en una repetición lujosa de los precedentes.
Se enfureció. Agitó la cabeza y las manos, queriendo ahuyentar esos pensamientos. Se levantó, con las palmas apoyadas sobre la mesa. Hizo una mueca, apretando la cara. Luego dijo en voz alta: Pero qué coño estoy haciendo aquí
, y saltó de nuevo a su taburete del bar, a su magdalena, a su premio; a lo que viniera después.
