Esta mañana lo encontré muerto en la fresquera. Hace días las ratas lo habrían devorado, pero se han ido. Me dio pena. Alisé su raída capucha y su casaca, lo enterré junto a los restos del manzano.
Desde que la Gran Seta brotó tras la cordillera todo muere. Sólo ellos medran: los enanitos. Al principio se limitaban a roer los tallos agostados. Anoche desperté y vi a dos en la mesilla, su piel calcinada, la mirada febril. Comencé a perseguirlos. Tras aplastar a uno en la cocina, lo tiré a la basura. El otro había desaparecido. Cansado, volví a la cama.
Ninguno ha vuelto a entrar en la casa. Desde hace días pasan de largo. Creí que venían de la Seta, ahora comprendo que se dirigen hacia ella. Quizá tienen hambre.
Hoy, tras encaramarme a un taburete, vi en el espejo mis rasgos descarnados. Tomé una decisión. Desenterré al gnomo para coger su ropa. Me queda perfecta. Debe ser mágica. He emprendido viaje a las montañas. Algunos de mis congéneres se comen a los muertos, acabarán enfermos. Yo me voy a casa, a la Gran Seta. Tengo un hambre atroz.
