Sus pies descalzos se hundían en la arena ya fría de una playa recóndita. Alzó la cabeza y buscó en un cielo de febrero, azabache y sin luna, el centelleo indiferente de las estrellas que lo tapizaban. Se sentía solo, a pesar de la proximidad de los que serían sus compañeros de viaje, una treintena calculó, algunos en pie como él, los más tumbados en silencio, junto a sus pobres pertenencias. El rumor del mar le llegaba, punteado por las palabras guturales de la conversación que mantenían, junto a la oscura patera aún encallada en la arena, el patrón y su ayudante. Una brisa húmeda, con olor marino le refrescó el rostro y le hizo evocar otra brisa, con un aroma a mar diferente, más profundo, más punzante.
No pudo evitar los recuerdos. Las imágenes parecieron desfilar atropelladamente ante sus ojos. Su aldea junto al mar, su hogar, su esposa, sus hijos... y la miseria en la que todos se veían obligados a vivir. A pesar de la solidaridad comunitaria de todos los vecinos, con frecuencia el hambre hacía acto de presencia y la supervivencia era difícil. Los escasos trabajos, pagados con salarios de miseria, la contaminación del suelo y de los ríos, el agotamiento de los caladeros, hacían imperar la pobreza. Las enfermedades diezmaban la población, a pesar de la ayuda, sin duda insuficiente, que los países más desarrollados hacían llegar y que en gran parte se perdía, en los vericuetos de la corrupción y la ineficacia. Solo enormes sacrificios, un tesón casi sobrehumano y la muy limitada ayuda que sus convecinos pudieron ofrecerle generosamente, le habían permitido reunir el dinero suficiente para pagar su viaje a la tierra prometida, al otro lado del mar.
Después de haber atravesado medio continente, varios países tan empobrecidos y desesperados como el suyo, allí estaba, en aquella playa. Escuálido, agotado pero lleno de ilusión y dispuesto a seguir luchando por un futuro mejor para su familia y para él. Pasó varias semanas en aquella ciudad junto al Estrecho de Gibraltar, en una miserable pensión donde los parásitos apenas le permitían descansar en un mugriento colchón, junto a otros que como él, esperaban la oportunidad de hacer la travesía. Unas semanas antes, había cerrado el trato con alguien. Con esperanza y también temor a ser engañado, había pagado el precio de su singladura hacia una nueva vida. La misma persona le había avisado, hacía solo unas horas, para conducirle, sin apenas darle tiempo para recoger su escaso equipaje, a una desvencijada casucha, cerca del mar. Allí, apiñado con otros, esperó el momento del embarque, hasta que les ordenaron aguardar en la playa.
Inesperadamente, el patrón gritó algo a todos, haciendo gestos perentorios con ambas manos, indicando que se acercasen. Obedeciendo mansamente, el grupo se congregó junto a él, cerca de la lancha que ya se mecía en el mar. Inmediatamente se inició el embarque, dirigido con impaciencia por el responsable de la embarcación y su lugarteniente, entre una lluvia de maldiciones e insultos, sin escatimar en golpes y empellones. Pronto todos estuvieron distribuidos a bordo, ocupando los estrechos bancos, hacinados y con el temor pintado en sus rostros. Mientras algunos musitaban una plegaria, otros permanecían en silencio y trataban de ahogar sus temores apretando los dientes. Se encontró sentando hacia el centro de uno de los bancos, aprisionado por sus vecinos y comprobó que el grupo estaba compuesto, en su gran mayoría, por hombres. Sin embargo, también formaban parte del pasaje cuatro mujeres que permanecían juntas, una de ellas en estado de gestación muy avanzado, y dos adolescentes que intentaban sin éxito ocultar su pánico.
El patrón ocupó su puesto a popa para dirigir el rumbo y manejar el motor, mientras que su subalterno, se acomodó en la proa como vigía. A diferencia de los demás, ambos portaban un chaleco salvavidas inflable de color amarillo que destacaba en la oscuridad reinante. Se sobresaltó cuando el motor arrancó tosiendo y exhalando una nube de gases de escape, cuyos efluvios mezclados con el hedor de los más próximos enmascararon el fresco olor marino. La patera inició el viaje sobre un mar rizado que le imprimió un suave cabeceo.
Navegó paralela a tierra, buscando el trayecto más corto para efectuar el cruce del estrecho, dibujando tras de si una corta estela fluorescente que no tardaba en diluirse en la oscuridad. Se estremeció de frío. A su derecha, en la costa, desfilaban luces aisladas que delataban alguna presencia humana. Escuchó como algunos viajeros recobraban algo de valor y, con el telón de fondo del rítmico sonido del motor, tímidamente intercambiaban algunas frases cortas, susurradas como si temiesen atraer la atención de algún ser horripilante oculto en las sombras o en el fondo del mar. Inesperadamente, el bote viró a babor y se dirigió hacia lo más profundo de la noche, mientras que en el cielo las estrellas parecieron desaparecer, igual que si una mano gigantesca las hubiese borrado con un gesto amenazador. Comprendió que las nubes se habían extendido raudas sobre sus cabezas, ocultando aquellos minúsculos puntos de luz.
Pronto estuvieron en mar abierto. Olas de poca envergadura provocaban un balanceo todavía soportable. Cada vez que la proa caía sobre el mar, una lluvia helada de salpicaduras, empujada por el viento, rociaba a todos. Pudo observar que aquellos que, unos instantes antes, empezaban a conversar, habían enmudecido y permanecían en un silencio casi religioso. El viento soplaba del Este y parecía cobrar fuerza por momentos, acentuando las oscilaciones de la lancha y la violencia con la que la quilla golpeaba el mar, obligando a sus ocupantes a asirse fuertemente a los bancos donde permanecían sentados, para no salir despedidos. El estado del mar hacía mella en muchos de sus compañeros de viaje que no podían controlar sus náuseas y arrojaban por la borda o incluso sobre sus vecinos más próximos, el contenido maloliente de sus estómagos. El sonido de las arcadas repetidas y su pestilencia empezaron a afectarle y tuvo que hacer un autentico esfuerzo para dominarse y no unirse al repugnante coro.
De pronto, por encima del estruendo que los elementos hacían reinar, oyó la voz del tripulante apostado a proa. Alarmado, había gritado al timonel algo incomprensible, señalando a estribor, con el brazo extendido. Instintivamente, giró el cuello y con la mirada, siguió la dirección que mostraba el marinero… Próxima, muy próxima, una enorme masa flotante de gran altura con luces de posición, parecía haber surgido de la nada y se precipitaba ciegamente a una velocidad galopante, hacia la frágil embarcación que se cruzaba en su camino. La situación no había pasado inadvertida al resto del pasaje y las reacciones de pánico fueron instantáneas; las exclamaciones y gritos de angustia e impotencia se sucedían sin cesar a su alrededor. Mientras que casi todos optaban por encoger el cuerpo, protegiéndose la cabeza con los brazos o permanecían paralizados como él, dos pasajeros se pusieron en pie impulsivamente, haciendo peligrar la estabilidad de la lancha, ya comprometida por los embates del mar. Bruscamente, el patrón cambió el rumbo y aumentó la velocidad al máximo, para alinearse y navegar paralelamente al costado del buque que se les venía encima y evitar ser arrollados por la amenazadora mole.
Dócilmente el bote obedeció y durante unos instantes el tiempo se congeló. A su derecha, vio una inmensa pared negra que pareció desfilar vertiginosamente ante sus ojos, mientras que un sonido semejante a la jadeante respiración de un enorme animal en carrera lo envolvió. El muro llegó a su fin y cuando fue dejado atrás, el tiempo súbitamente pareció recobrar su flujo natural. El bote se vio atrapado en la estela tumultuosa dejada por la poderosa hélice del buque y se balanceó peligrosamente sin llegar a volcar, pero los dos imprudentes que se habían erguido perdieron el equilibrio.
Uno de ellos cayó sobre sus compañeros, golpeándose la cabeza contra uno de los bancos, mientras que el segundo, menos afortunado, lo hizo por la borda, hundiéndose en el mar turbulento. Durante unos segundos desapareció bajo las olas, para emerger poco después, hacia la popa, con la boca abierta, buscando aire desesperadamente, los ojos desencajados y los brazos extendidos hacia los que a bordo, ya se alejaban. Junto a otros, pretendió ayudarle, tendiéndole sus manos, pero impasible, el piloto hizo caso omiso, tanto de la muda petición de auxilio del desgraciado caído al agua, como de las débiles protestas de aquellos que intentaban socorrerle y, sin mirar atrás, corrigió el rumbo, poniendo nuevamente proa al destino previsto. Todos pudieron ver como aquel hombre se hundía en las profundidades, todavía estirando desesperadamente sus brazos que fueron los últimos en sumergirse bajo las aguas.
El silencio se hizo a bordo. Excepto las mujeres que gimoteaban ahogadamente, nadie osaba pronunciar palabra. No pudo evitar pensar: Podría haber sido yo…, pero poco a poco, el instinto de supervivencia se fue imponiendo y su siguiente pensamiento, más egoísta, fue Mejor él que yo... y no experimentó remordimiento alguno por ello.
Rápidamente, el tiempo empeoró. El Levante desbocado se precipitaba a través del Estrecho sin obstáculo alguno. El viento ululaba con fuerza cubriendo el martilleo sincopado del motor. Las ráfagas de aire violento y las olas arreciaron. Los golpes de mar se estrellaban contra la borda, haciendo que el agua calase a todos hasta los huesos y se acumulase en el fondo de la patera. El patrón maldiciendo, ordenó a todos, a gritos, de los que su auxiliar se hizo eco, que utilizando algunas latas y un cubo de plástico que reposaban en el fondo achicasen rápidamente el agua que no cesaban de embarcar. Encontró un recipiente flotando a sus pies y al instante, acompañando a los que ya lo hacían frenéticamente, se unió a la tarea común, para tratar de mantener el nivel del agua tan bajo como posible. Pronto observó que a pesar del esfuerzo colectivo, la altura del agua apenas descendía e incluso, debido al oleaje incesante, llegaba a aumentar en ocasiones, aunque todavía no de manera incontrolable. Creyó que aquella era una batalla perdida de antemano. Sin embargo, siguió mecánicamente realizando su labor, tratando de concentrarse en lo que hacía, para mantener la mente en blanco y conservar la calma. No quería pensar en el riesgo que estaba corriendo, a pesar de que en su interior, semejante a una luz roja pulsante, la certeza del peligro presente no dejaba de atenazarle a intervalos las entrañas. No supo cuanto tiempo transcurrió, aunque le pareció infinito, mientras continuaba esforzándose en aquella tarea que creía inútil, hasta que notó que el viento pareció amainar un poco y que a pesar de que las olas seguían batiendo con violencia la lancha, eran un poco menos frecuentes e impactaban en ella con menor fuerza.
Al Oeste, apenas pudo distinguir, más bien adivinó, una punta de tierra que penetraba en el mar, con un faro destellante en su extremidad, y que parecía actuar como escudo protector, resguardándolos levemente del vendaval, explicando así la aparente y tenue mejoría del tiempo. Dedujo que la travesía del Estrecho había terminado y que ahora se dirigían a tierra, hacia al punto de desembarco. A pesar de las circunstancias aún difíciles, la alegría le invadió y la esperanza renació en su alma. Por unos instantes, dio rienda suelta a sus sueños y ansias de una mejor vida que ofrecer a los suyos. Se vio desembarcando en una playa desierta y corriendo hacia la oscuridad protectora, después trabajando y consiguiendo el dinero suficiente para que su familia sobreviviese, y ¿Porqué no? se uniese a él algún día que, en su arrebato de optimismo, no veía lejano.
Súbitamente, fue arrancado de su ensoñación por una cegadora luz blanca, surgida de no sabía donde, que iluminó toda la embarcación y sus ocupantes, cuyos semblantes, a la cruda luz, parecían tan lívidos como si de cadáveres se tratase. Los intermitentes y crispantes aullidos de una sirena taladraron la noche, de forma apremiante. Todos a bordo, con la sorpresa y el miedo, ese pasajero invisible pero siempre presente en aquel viaje, pintados en sus caras, se quedaron paralizados. Todos, excepto el patrón del bote que, fiel a sus principios, masculló una letanía interminable de imprecaciones, mientras aceleraba el motor al máximo efectuando, al mismo tiempo, un giro brusco para tratar de encontrar refugio en las sombras y en el seno de las olas. Solo entonces, al no seguir deslumbrado por el intenso fulgor, pudo distinguir aproximándose, aunque aún algo lejana, la silueta de un barco del que partía un largo pincel de luz que taladraba la noche y barría la superficie del mar, escudriñando las tinieblas. No dudó en identificarla era, sin lugar a dudas, una patrullera guardacostas. La sirena enmudeció y un megáfono dejó oír su voz metálica, en un idioma extraño, cuyo tono perentorio, sin embargo, le hizo comprender que transmitía órdenes terminantes. El patrón hizo caso omiso de cualquier advertencia que el mensaje pudiese implicar y continuo su maniobra evasiva, acercándose cada vez más a la línea de la costa que ya se adivinaba cercana, a la incipiente luz del alba que tímidamente se empezaba a anunciar.
Aprovechando que la lancha había escalado una ola y se hallaba en su cresta, quiso comprobar a que distancia se encontraba la patrullera perseguidora. Pudo verla cortando el mar a gran velocidad, reduciendo la distancia que los separaba. En aquel preciso instante, observó en su proa que abría un surco de espuma en el agua, una serie de rápidos fogonazos amarillos, seguidos del peculiar sonido de un arma automática de gran calibre. Simultáneamente, sobre sus cabezas, unos trazos anaranjados volaron con raudos zumbidos amenazadores. Comprendió al instante que el guardacostas había abierto fuego, utilizando balas trazadoras con el doble propósito de dejar patente sus intenciones a los ocupantes de la patera y mejorar la puntería, si fuese necesario. Interpretó aquello como un serio ultimátum para que se detuvieran, y no dudó ni un instante que sin contemplaciones serían el blanco de la siguiente ráfaga. A pesar de ello, obedeciendo a las maniobras rápidas que ejecutaba el piloto, la embarcación zigzagueaba, cambiando con frecuencia de rumbo, pero siempre acortando sin cesar la distancia que la separaba de tierra.
Miró hacia la costa y lleno de esperanza, a la creciente luz del amanecer, pudo divisar, muy cercana ya, una playa de arenas doradas, tachonada de rocas parduscas, a cuya orilla rompían potentes las olas coronadas de espuma. Parecía que la estrategia del patrón estaba dando resultados y que le estaba ganando la partida a la patrullera, gracias a la maniobrabilidad del bote. Sin embargo, la segunda ráfaga llegó. Esta vez, sembrando el agua de espaciados salpicones en línea recta, convergiendo con la trayectoria de la patera, pero coincidiendo con uno de sus giros, por lo que el letal punteado solo la atravesó a lo ancho. Varios cuerpos cayeron entre los bancos, mientras que la sangre roja y pequeños despojos humanos salpicaban a los más próximos a las víctimas. El caos se desencadenó a bordo. A pesar de las recomendaciones que bramaban ambos responsables de la travesía, en medio de un griterío ensordecedor que cubría los lamentos de algún herido, varios emigrantes se pusieron en pie para saltar al mar, intentando ponerse fuera del alcance de los disparos y tratar de ganar, vano esfuerzo, la costa a nado. Se lanzó al fondo de la lancha, donde la sangre se mezclaba con el agua embarcada, como otros que no quedaron paralizados por el horror. Sintió el peso asfixiante de otros cuerpos sobre el suyo y su mirada tropezó con los ojos abiertos y sin vida de uno de los viajeros que yacía junto a él, alcanzado por los disparos. Desde un rostro sin expresión, parecían contemplar placidamente alguna escena ajena a la dramática situación que los envolvía. Se sorprendió al descubrir que las pestañas eran largas y parecían sedosas; solo entonces comprendió que se trataba de una de las mujeres que, con los demás, hasta entonces, había compartido el éxodo peligroso al que se estaban sometiendo.
La cercanía de la orilla aumentó la pujanza de las olas que ahora arrastraban a la embarcación, con la proa dirigida hacia la playa, a una velocidad imparable, haciendo inútil cualquier intento de maniobra por parte del timonel. Este ya solo intentaba mantener un rumbo la más rectilíneo posible, para encallar cuanto antes en las arenas salvadoras, sin ofrecer ninguno de sus lados al mar y evitar volcar. Mientras tanto, la patrullera había detenido el fuego y cesado en su acoso, para no verse también atrapada por el oleaje que batía la costa, poniéndose al pairo y permanecía como simple espectadora de los acontecimientos.
Después de luchar desesperadamente pudo desembarazarse de todos los que instintivamente, en busca de protección, se habían amontonado sobre él. Asomó la cabeza por encima de la borda y casi no pudo creer lo que sus ojos contemplaron, a la pálida luz del sol que ya empezaba a escalar el cielo. Allí, casi al alcance de su mano, estaba la tierra prometida, el paraíso tantas veces soñado, ese anhelo desbordante que había conducido su vida durante tanto tiempo. Ajeno a cuanto lo rodeaba, se puso en pie para contemplar mejor aquellas arenas doradas que le parecieron tan acogedoras y, más allá, el serpenteante camino que conducía desde ellas, por una pronunciada ladera pedregosa y sembrada de matojos, hasta la cima del corto acantilado que dominaba el lugar de arribada. Aspiró profundamente y en ese preciso momento, el bote golpeó con gran fuerza por babor, una roca que afloraba. Bruscamente, la patera giró sobre si misma quedando atravesada, paralela a la playa, exponiéndose de costado a los embates del mar. Sin tardar ni un segundo, un golpe de mar elevó la embarcación manteniéndola un fugaz instante suspendida en la cresta, para después voltearla y atraparla en el efímero túnel que formó al romper, donde la hizo rotar varias veces antes de liberarla, dejándola con la quilla al aire.
Cayó torpemente al agua que lo recibió con un gélido abrazo. Intentó contener la respiración mientras su cuerpo, juguete de la ola, era sacudido hasta hacerle perder el sentido de la orientación y exhalar el aire de sus pulmones. A punto de sofocar, consiguió que su cabeza emergiera entre la espuma centelleante al sol y ávidamente aspiró una mezcla de aire y agua salada que le hizo toser, pero que lo reanimó suficientemente como para mantenerse a flote. La orilla se encontraba solo a unos diez metros, pero no hacía pie aún. No se rindió, empezó a nadar con todas sus fuerzas, brazada a brazada, a pesar de la resaca que trataba de arrastrar su cuerpo mar adentro y del peso de sus ropas intentando hundirlo, escupiendo el agua que invadía su boca abierta en busca de aire, sintiendo el frío que lo atenazaba hasta casi paralizar sus músculos anquilosados y sin dejar de pensar en su esposa e hijos. Avanzó lentamente hacia la playa durante una eternidad, con determinación, hasta conseguir posar sus pies en el fondo arenoso, con el agua cubriéndole el abdomen aún. Después, empezó a caminar, doblando su cuerpo hacia delante para contrarrestar los últimos esfuerzos de aquel monstruo que no quería dejar escapar su presa, hasta que pisó tierra firme. Prosiguió su marcha titubeando, con el deseo de salir de aquella playa, huir hacia el acantilado y perderse en la inmensidad de aquel continente privilegiado, al que solo le pedía unas migajas de sus riquezas, pero sus fuerzas le fallaron. Cayó de bruces en la arena, agotado y traspasado por un frío que le hacía tiritar sin control. Se sintió tragado por un pozo negro y perdió el conocimiento.
Una lejana e incomprensible voz, extrañamente gutural, fue lo primero que percibió cuando empezó a recobrar la conciencia. Lentamente abrió los ojos y vio, inclinado sobre él, un rostro joven, moreno, adornado con un fino bigote negro y cubierto con una gorra plana y de visera negra, de corte indudablemente militar. Su expresión era seria y se sintió observado con atención. Advirtió que estaba cubierto por una manta y que ya solo temblaba intermitentemente. Aquel hombre le habló de nuevo, en tono interrogativo, en su ininteligible idioma. Creyó entender que le preguntaba por su estado y, a modo de respuesta, asintió con la cabeza para expresar que se sentía mejor y capaz de caminar de nuevo. Hizo ademán de incorporarse y el hombre de uniforme le tendió su mano para ayudarle a ponerse en pie. Cuando recuperó la posición vertical, miró a su alrededor y se sobrecogió cuando vio una decena de bultos inmóviles alineados sobre la arena. Un reducido grupo de supervivientes, entre los que se encontraban los dos adolescentes y milagrosamente la mujer embarazada, sentados y cabizbajos, envueltos en mantas como la suya, permanecía bajo la atenta vigilancia de otros tres uniformados. Algo más allá, identificó al que parecía ser el oficial al mando que se dirigía en tono visiblemente airado a los responsables de la lancha, ambos con las manos esposadas a la espalda y sus chalecos salvavidas deshinchados, reposando a sus pies. La orilla estaba salpicada de los miserables equipajes y objetos personales de los náufragos, mientras que la patera tumbada sobre un costado, a la que el ir y venir del oleaje parecía dar vida, se asemejaba a un animal herido y palpitante.
Siguiendo las órdenes de sus captores, se agruparon y custodiados por ellos, se dirigieron hacia el sendero empinado que ascendía por la pared rocosa. Sintió la tentación de correr y huir, pero el estado de su cuerpo, debilitado por las privaciones y el agotamiento producido por las interminables horas que acababa de vivir, le hizo desistir rápidamente. Tuvo que echar mano a toda su voluntad y a las últimas fuerzas que le quedaban para llegar hasta la cima de aquella muralla pétrea. Varios vehículos aguardaban, aparcados en el arcén de una ancha carretera. Distinguió una ambulancia, a la que ayudaron a subir a la mujer embarazada y a dos de los hombres, en muy mal estado. Con el resto de los recién llegados, se instaló en un minibús, bajo la vigilancia de cuatro agentes que ocuparon los asientos más próximos a la puerta. El resto de los uniformados se encaramaron a otros dos automóviles todo-terreno, no sin antes introducir en la parte trasera de uno de ellos, a empujones, a los dos esposados.
La caravana se puso en marcha a gran velocidad, hacia la ciudad a la que deseaba haber podido llegar en circunstancias totalmente diferentes. Sabía el destino que le esperaba. Sin dilaciones ni tramites especiales, en las próximas veinticuatro horas sería deportado, en uno de los numerosos transbordadores que cruzaban el Estrecho, de regreso a su punto de partida. Lleno de desesperación, hundió la cabeza entre sus manos. Sintió sus lagrimas calientes resbalarle por las mejillas. Después, en su interior, experimentó una extraña fuerza creciente y se sintió invadido por la fuerte convicción de que volvería a intentarlo. Lo haría tantas veces como fuese necesario hasta conseguir su objetivo y no dudó que lo conseguiría. Sin saber muy bien porque, una sonrisa se dibujó en sus labios. Entonces, levantó su cabeza y vio, por la ventanilla, un indicador de carretera que señalizaba un cruce. En él pudo leer, bajo un corto texto escrito en árabe, su traducción:
TÁNGER 6 KM.
FIN.