A pesar del sol, hace frío. Algunas nubes cruzan el cielo como torpedos blancos a cámara lenta. Pájaros revolotean por ahí, tranquilos y ajenos. Un pequeño gorrión se posa en la barandilla del puente. El paisaje se extiende como un tapete maravilloso en todas direcciones. Cuando el hombre hace un leve movimiento, el pajarillo se va volando. El hombre está sobre el puente, mirando hacia el horizonte. Su coche está parado a unos metros. Su ligera chaqueta parece invadida por espíritus de viento. Se quita las gafas oscuras y las cuelga en el cuello de la camisa. Sus manos rozan el metal como si acariciaran una amante metálica. Los árboles se empujan suavemente unos a otros, como si marcaran el paso de un baile que sólo ellos conocen. Cierra los ojos y siente el aire en la piel. El pequeño manantial dispara reflejos luminosos. El gorrión vuelve otra vez a posarse en la barandilla, pero el hombre no se da cuenta.
Un coche se acerca. El motor muerde con rabia el sonido del viento, devorándolo. El coche se detiene a pocos metros del hombre. El conductor baja la ventanilla y le observa. Otro coche se acerca. El conductor se baja y extiende las manos hacia el hombre, como intentando apaciguarle. Le habla pero el hombre apenas le dedica un vistazo. El otro coche, que venía en la otra dirección, se detiene. Su conductora se apea y se le queda mirando. Después, se acerca al otro. Más coches se aproximan a lo lejos desde ambas direcciones.
—¿Qué pasa? —pregunta la mujer.
—No sé. Ese tipo de ahí, creo que quiere tirarse.
—¿Sí? Parece indeciso.
—Claro...
Otros coches se detienen. Los conductores y pasajeros salen de sus vehículos mirando al hombre del puente. Éste continúa abstraído. Los pájaros se alejan. El gorrión se marcha. Sigue haciendo frío. El sol continúa luchando contra el viento, perdiendo terreno. El metal es reconfortante. El hombre abre otra vez los ojos. Entonces echa un vistazo y ve a toda la gente que le observa. Cada vez llegan más. No les hace demasiado caso.
—¿Ese tipo se va a tirar?
—Eso parece...
—Pues se lo toma con calma...
—Pobre hombre, ¿no deberíamos ayudarle?
—¡Que salte, que salte! ¡No hay huevos a saltar!
—Deberíamos bajarle de allí.
Los coches se agolpan. Más y más conductores llegan y se apean, mirándole. Un pequeño lago de cabezas encharca el puente. Cientos de uñas y ojos, miles de dientes, millones de pelos y salivazos, miles de millones de poros transpirando. La gente se vuelve más ruidosa y con cada nueva inyección de coches se inquieta más y más. El hombre les mira una y otra vez. A cada rato advierte más ojos mirándole, más bocas saturando el aire de palabras.
—¿Qué hace?
—No se tira...
—¿Se va a tirar o no? ¡Salta de una vez!
—Yo creo que si quiere acabar con todo podría hacerlo de una vez y no tenernos aquí esperando.
La masa le observa y le grita. Él se da la vuelta y les mira. Los coches han ocupado todo el puente. La multitud se apretuja unos contra otros y contra los coches, cuerpo contra cuerpo y contra metal. El sonido de las telas rozándose unas a otras le sierra el cerebro. El entrechocar de los cuerpos, el tintineo de las llaves, los chasquidos de las lenguas, todos los sonidos se atropellan a su alrededor, se superponen unos a otros y le invaden.
Mira a lo largo de la carretera y ve más coches llegando y deteniéndose. Se vuelve otra vez hacia el paisaje para tratar de ignorarlos. Los pájaros se han ido. El viento es inaudible ante el rugido de la muchedumbre. El goteo de coches se convierte en catarata. Cada vez se siente más inquieto.
El paisaje se enrarece. Los gritos parecen querer empujarle. Se da la vuelta continuamente mirando el oleaje de rostros que estrellan sus voces contra él. Está indeciso, no sabe qué hacer. Continúa agarrado al puente, ahora con más fuerza. Los vehículos se pierden en el horizonte. La gente sigue acercándose y apelotonándose. Una densa maraña de pelos, ojos ardientes y bocas babeantes.
El sol, una placa enganchada en el firmamento, le mira en silencio, sin poder ayudarle en nada. Las nubes se intentan camuflar en el cielo sin prestarle atención. El paisaje ya no le parece bello, ya no le gusta. La brisa le muerde y el sol nada puede hacer. Cierra los ojos con fuerza, agarrado al puente, temeroso de mirar hacia un lado o hacia otro.
La turba desprende rencor, ruido, sudor y miradas torcidas. Los gritos, que al principio eran una hecatombe sonora de contradicciones, se van poniendo de acuerdo y poco a poco, sólo una palabra se descuelga de las bocas.
—¡SALTA! —gritan.
El hombre se decide e intenta bajar del puente. Las manos se alzan y le paran los pies como una red de carne y dedos. Se deja caer, pero las manos ansiosas y los dedos impertinentes le devuelven de un empujón al puente. Salta sobre ellos pero le detienen y le empujan contra el metal. El gentío ruge de odio. Se apelotonan más y más. El hombre se siente mareado. Ya no percibe hombres, sólo caras desfiguradas y rostros goyescos.
Se levanta aturdido. La horda aviva esa sensación de mareo. El odio se desplaza entre las cabezas y los dientes. ¡SALTA! aúllan, rugen, braman, gruñen. Las caras están rojas y sudorosas, las manos apretadas y los cuellos tensos. Algunos puños se alzan en su dirección, amenazándole. Le empujan con la voz y con el ansia. Él comienza a llorar. Se aferra al puente gritando.
El sol no puede ayudarle y el viento le ataca. Cada vez tiene más frío. Pero ya no oye el viento, una única palabra le taladra. ¡SALTA! Las lágrimas centellean en sus mejillas. El rugido aumenta. Les da la espalda a todos y mira el cielo. Sólo quería hacer un descanso, quería contemplar el paisaje bello, respirar su serenidad durante unos instantes. Abre los brazos en cruz. Todo parece detenerse. Por fin, da un último grito y salta hacia el sol.