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Episodio 9
La luz roja

Tiempo estimado de lectura: 3 min 23 seg

Ninguno de ellos reparó en una pequeña luz roja. No era ninguna de las muchas velas que había por toda la habitación. Tampoco estaba dentro de ella, aunque hubiera podido entrar. Era una luz que llevaba mucho tiempo fisgoneando por las ventanas de todo el barrio y que se había detenido en ésta, muy cerca del marco, como si quisiera pasar desapercibida. Era una luz que lo veía todo, en todas direcciones, pero que ahora se centraba en una sola. Y lo que la luz roja veía, lo veían también ojos humanos no muy lejos de allí.

Mientras tanto Peter Drake, quien no había perdido el tiempo quedándose inconsciente, había terminado de emplear los servicios eróticos de la casa y ahora se disponía a degustar otros; la Almeja de Plata disponía de un excelente cocinero y las chicas le habían traído una bandeja con platos exquisitos: revuelto de arañas dulces con orégano, menudillos con salsa de belladona y un guisado de sesos de cordero lechal, riñones de mono y patatas del Valle Esmeralda. Una botella de vino color sangre recién derramada acompañaba la opípara cena, servida bajo la luz de las velas.

Mientras acababa con el guiso y la muchacha vertía de nuevo el vino en la copa, oyó un chillido lejano. Sonrió pensando que alguna de las chicas debía de estar haciendo algún numerito especial, pero luego hubo otro chillido, acompañado del ruido de una puerta que se abría de un trompazo, como si le hubieran dado una patada.

Como ya se había vestido, se entretuvo solamente en calzarse las botas y coger el cinturón con las armas antes de salir de la habitación para ver qué pasaba. Se asomó a la escalera y comprobó que un nutrido grupo de soldados corría por la casa inspeccionando las habitaciones una por una.

—¡Por mil lamias verdes de ira! —salió corriendo hacia la habitación de Tania mientras se abrochaba el cinturón—. ¿Cómo nos habrán encontrado esos chacales?

Halló a Dario desnudo sobre la chica. El frenesí amatorio había disminuido hacía poco y ahora el joven reposaba la cabeza entre los pequeños pechos de Tania, quien le acariciaba la cabeza delicadamente.

—¡Levántate! ¡Soldados! —gritó al tiempo que recogía el arma de Dario y se la tiraba—. Salgamos por la ventana, deprisa. ¡Eh, no te entretengas! —le agarró por el brazo y lo empujó hacia la ventana.

—¡Espera, estoy desnudo!

—¡No hay tiempo para que te vistas! Están subiendo las escaleras. ¿No los oyes? —dijo Drake, empujándolo hacia afuera.

El ruido de las botas sobre los viejos peldaños de madera se acercaba rápidamente. Tania le arrojó los pantalones y acto seguido el joven se encontró desnudo en el alféizar de madera podrida de una ventana, a cuatro pisos del suelo, con el arma envainada en una mano y sus pantalones en la otra. Dario sufría de vértigo, tenía miedo a las alturas. Eso le impedía gritar, pero notaba que perdía el equilibrio. Su corazón prácticamente ya había dejado de latir. El brazo de Drake le apretó contra la pared.

—¡Vamos, vamos, reacciona! No vas a quedarte ahí toda la noche. Sígueme con mucho cuidado.

La madera crujía bajo ellos; algunos pedazos cayeron. Estaba todo recubierto de moho y suciedad, de modo que los pies desnudos de Dario se escurrían fácilmente. Trataba de agarrarse con todas sus fuerzas a cualquier saliente, incluso pensaba en tirar los pantalones y el florete, pero tenía las manos agarrotadas.

—Aquí hay un balcón; ven, vamos a meternos en él.

Lo hicieron, y ya a salvo Dario intentó recuperar el resuello.

—¡Vamos, no te quedes ahí parado! —le riñó Drake, que estaba trepando por una columna grabada con relieves—. Los soldados están a punto de llegar.

La noche, aunque cálida, era húmeda y esa humedad lo impregnaba todo, dificultando el agarre. Dario pudo ver algunas estrellas sobre su cabeza, aunque pocas. Debajo y a su alrededor la ciudad entera mostraba sus luces y farolillos multicolores, pero una niebla densa lo estaba invadiendo todo. En el profundo cáliz que era el Valle Esmeralda, medio anegado por las aguas subterráneas que afloraban calientes a la superficie, surgía cada noche esa misma niebla que no desaparecería hasta bien entrado el día siguiente. Las barcas que navegaban por el lago, además de encender las luces de posición hacían sonar unas campanillas cuando la niebla empezaba a aparecer. Ése era el único sonido que Dario oía, además de su propia respiración, aunque ignoraba su significado.

Finalmente alcanzaron el techo y avanzaron a cuatro patas, pues los tablones crujían y cedían a su paso. Parecía que estaban a punto de alcanzar el tejado de los vecinos cuando la madera cedió con estruendo debajo de Dario y el joven cayó gritando sobre una mesa baja, repleta de dulces y pasteles.

Un hombre obeso, de edad madura, vestido con una fina bata de seda azul y lleno de sortijas de oro y piedras preciosas, estaba sentado en unos cojines. Tenía el aspecto embobado de quien ha estado abusando de la bebida y las drogas, pero reconoció la figura de un joven apuesto y desnudo ante él.

—¡Vaya, una tarta con sorpresa! —dijo, agarrándolo con el brazo izquierdo para besarle en los labios, mientras su mano derecha buscaba la entrepierna del muchacho—. ¡Hum, la tienes pequeña, pero eres guapo! Me servirás.

De nuevo algo no funcionaba bien dentro de la cabeza de Dario y éste decía cosas sin sentido, tratando de liberarse del hombre obeso que lo tenía cogido con fuerza y lo manoseaba, sin importarle que estuviera pringado de nata y chocolate. O prefiriéndolo así sobre gustos no hay nada escrito.

Drake, viendo lo que ocurría, saltó adentro y con la punta de su florete pinchó la nalga del hombre, que se levantó de un salto dejando libre al joven. Las dos muchachas que acompañaban a aquel tipo reían con la escena, y más cuando Drake reprendió de nuevo a Dario:

—Este no es momento para que te busques un amante; hemos de salir corriendo de aquí.

Io... Ma... Chi è Lei? Che cosa mi racconta? Non lo capisco... Dove siamo...? —balbucía Dario, conmocionado, buscando la parte de su cerebro que podía traducir sus palabras.

Y mientras decía esto dos soldados entraron de repente en la habitación y avisaron a los demás.

—¡Aquí están, les hemos encontrado!

—Recuerda que hay que cogerlos vivos —dijo el otro.

Drake miró a su alrededor. Reconocía la habitación; había estado varias veces, por lo tanto la ventana de la pared del fondo... Agarró de nuevo a Dario, que estaba inmóvil como una estatua, recubierto de dulces y con la espada y los pantalones agarrados, farfullando en un idioma desconocido, y lo empujó con fuerza hacia atrás, saltando con él. Por suerte para ellos era una noche calurosa; de lo contrario habrían atravesado un gran ventanal acristalado. Sin embargo todo estaba abierto de par en par, de modo que empujado por Drake los pies de Dario fueron retrocediendo sobre el suelo alfombrado, hasta que bajo ellos ya no hubo alfombra. Ni suelo.

Dario, aterrorizado, vio, como a cámara lenta, que la ventana se alejaba por encima de ellos. Muy por encima. Quedó envuelto por la oscuridad, por los aleteos de unas criaturas nocturnas de alas membranosas. Un negro espanto se abatió sobre él y su mente se bloqueó por completo, sumiéndose en la inconsciencia.


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© Eduardo Gallego, Guillem Sánchez, 2003 (1.222 palabras)
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© Eduardo Gallego, Guillem Sánchez, (1.222 palabras) Créditos

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