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Episodio 7
Un amigo

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Durante varios días cabalgaron sin descanso y sin nuevos contratiempos, hasta que las montañas fueron quedando atrás. Cada día Drake descubría algo nuevo en Dario, alguna costumbre insólita, como poner unas pequeñas pastillas en el agua antes de beberla, lavarse a diario o alguna habilidad extraordinaria, pues no solamente era capaz de encender el fuego a distancia, como había observado en el bosque, sino que también sabía siempre la hora que era, aunque las nubes no dejaran ver el sol, y era un hábil sanador. Llevaba colgada al cinto una pequeña bolsa con la que le había curado una fea herida, hecha al caer de una roca, sin que dejara cicatriz alguna. Pero lo más sorprendente era su estilo de esgrima.

Peter Drake, un extraordinario espadachín curtido en un centenar de duelos, había terminado por pedirle que le enseñara esgrima. El joven aceptó encantado y mostró a su compañero de viaje fintas y contrafintas que parecían imposibles, estocadas de una prodigiosa eficacia, corrigió su guardia y sus posturas de ataque y le enseñó estilos completamente nuevos. No parecía querer guardarse nada para sí. Drake estaba verdaderamente asombrado; era un concepto distinto de la esgrima, más rápido y fluido, más certero y desde luego mortal en grado extremo. Cada vez albergaba menos dudas de que los propios elfos habían enseñado a Dario el arte de las armas. Superaba con creces a cualquier maestro de la capital, hallando siempre un hueco en la guardia de su rival y manteniendo una defensa infranqueable. Drake tenía la impresión de que los humanos necesitarían siglos para igualar la técnica refinada de los elfos. Sin embargo, cualquier mención a éstos despertaba risas y burlas en el joven, sin que quisiera decir por qué.

Durante muchos días continuaron su viaje por las sendas menos concurridas sin problema alguno. Tuvieron mucho tiempo para hablar, especialmente Drake, quien era capaz de pasarse toda la tarde narrándole su vida a Dario. El joven, por su parte, se iba confiando y también le contaba algunas cosas, pero siempre de un modo vago e impreciso, sin proporcionar demasiados detalles. Desconfiaba de que Drake le creyera si le contaba toda la verdad, pero pese a ello la amistad había surgido entre ellos y cada uno aceptaba el carácter del otro. Drake sabía que tarde o temprano el chico perdería el temor a contarle su historia, que había prometido hacerlo al final del viaje, y entonces averiguaría quién era en realidad y el motivo de esta aventura.

Conforme se acercaban a la capital se hacían más numerosas las villas, los campos labrados, los caminos empedrados con grandes losas por donde discurría un continuo torrente de carros, hombres a pie y a caballo. También existía un intenso tráfico fluvial. El Valle Esmeralda estaba cerca del mar, rico en peces y mariscos. Estos productos navegaban río arriba y luego eran llevados en carros hasta la capital, famosa por sus excelencias culinarias. En un par de ocasiones encontraron pequeños grupos de soldados, pero éstos ni tan siquiera repararon en ellos.

Empezaron a vislumbrar en el horizonte los montes que delimitaban el Valle Esmeralda, lugar privilegiado donde se alzaba la capital, y al cabo de pocas jornadas se hallaron a sus pies. Se trataba de un cráter muy antiguo, de paredes bajas y redondeadas por los eones, con tan sólo un paso franqueable por los viajeros, el mismo por el que abandonaban el valle las cálidas aguas termales del Lago de los Reyes. Este lago se alimentaba exclusivamente de aguas subterráneas que manaban en abundancia y con su calor mantenían una temperatura más alta en el valle que fuera de él. Por esto y por tratarse de un lugar fácil de defender, una verdadera fortaleza natural, los reyes fijaron allí su residencia muchos siglos atrás. En la actualidad no había lugar más rico en palacios, castillos, lujosas villas de cortesanos y extensos jardines románticos que el Valle Esmeralda. Sus fiestas equinocciales eran famosas en todo el orbe, sus carnavales y mascaradas merecían los mayores elogios de quienes los habían presenciado y como le contaba Peter Drake a Dario, sus burdeles eran joyas nocturnas de resplandeciente belleza.

—Te aseguro, amigo mío, que en la Almeja de Plata encontrarás las mujeres más bellas y alegres, los manjares más exquisitos, las mejores diversiones y unas mullidas camas donde...

—¡Camas! ¡Al fin podré dormir a gusto! —exclamó Dario con alegría. No había podido acostumbrarse a pernoctar en el suelo y despertar cada día rodeado de insectos, tener que lavarse en un arroyo de agua helada y sentarse sobre las piedras—. Creo que me gustará ir a ese sitio, una buena cena sentado en una silla confortable, poder disfrutar de un baño caliente y luego dormir entre sábanas y almohadas... Creía que nunca lo haría de nuevo.

—¡Una cena, un baño caliente y una cama para dormir! Pero ¿habráse visto semejante cretino? —le reprendió Drake—. ¿Crees acaso que para eso va la gente a los burdeles? Al menos ten la decencia de pasar unas horas con una jovencita que pueda relajar tu cuerpo y tu espíritu con las artes del amor. ¿Qué dirán de mí si les traigo un cliente que sólo quiere dormir entre sábanas limpias?

—Bueno, eso también estará bien. Supongo.

Drake refunfuñó un buen rato, enumerando las cosas de la vida que aún debía aprender Dario para poderse considerar a sí mismo un hombre de provecho.

Poco a poco el camino se fue empinando, conforme subían por las suaves laderas de los montes que rodeaban el Valle Esmeralda. En lo alto de sus cimas podían verse las torres de guardia desde las que los soldados defendían los pocos pasos que un ejército podría emplear para invadirlo. A un lado del camino unas cataratas daban nacimiento a un pequeño riachuelo que pocas millas más abajo se uniría al río principal, aquél que ellos habían seguido durante varios días a favor de la corriente para llegar hasta allí. Dario sabía muy bien que el mar quedaba en la dirección que marcaba el río, pero estaba demasiado agotado para discutir con Drake y más aún para rechazar una noche de buen descanso. Cuál sería el concepto de Drake del descanso en la capital, era algo que todavía no tenía muy claro.

Mientras, a su alrededor se apretujaba todo el tráfico comercial del Valle Esmeralda: a lo largo de una lujosa vía real empedrada y flanqueada de álamos dos veces centenarios discurría una larga cola de carros de mercaderes, jinetes con lujosas vestiduras y algunas calesas tiradas por briosos corceles con nobles que departían alegremente entre sí. Dario vio varias carretas con peces frescos que ahora, envueltos en hielo, se aproximaban a su destino definitivo: las panzas de los habitantes de la capital.

—¿De dónde sacan el hielo? —preguntó de sopetón volviéndose hacia Drake, quien todavía estaba murmurando algo sobre mujeres parcamente vestidas con finos encajes.

Peter Drake suspiró estaba más que acostumbrado a ese tipo de preguntas. Dario siempre parecía interesado en detalles técnicos. Se sorprendía de las cosas más normales e ignoraba lo que cualquier campesino hubiera sabido.

—¿Recuerdas aquellas casas con torres cuadradas? Sí, ésas que vimos al cruzar el río en Galadria. Pues bien, esas torres en lo alto tienen unas aberturas que canalizan el aire hacia el interior. El aire llega al sótano y refresca una balsa durante la noche, de modo que por la mañana sólo tienen que ir, recoger la fina capa de hielo que se ha formado y echarlo en un pozo donde lo van guardando. Cuando necesitan hielo para algo lo sacan de ahí.

—¿Me estás tomando el pelo? El aire no está tan frío como para eso. Desde que bajé de las montañas no he visto hielo por ninguna parte.

—Incluso en los desiertos de Liria, donde el clima es tan ardiente que puedes freír un huevo sobre una piedra, usan este sistema para fabricar el hielo. ¿No recuerdas hace dos noches, cuando hubo aquel vendaval? En seguida te pusiste la capa para abrigarte. Aunque no haga frío lo parece cuando sopla el viento.

Dario estuvo pensando un momento.

—Las sensaciones de frío y calor son en gran parte subjetivas. Si estás a veinte grados y sopla el viento a velocidad suficiente, te parecerá que la temperatura desciende diez grados, por ejemplo. Sin embargo, no comprendo el fundamento físico de...

—¿Que son grados? —lo interrumpió Drake.

—Pues algo que se usa para medir el calor.

—Oye, ¿fuiste realmente a la escuela?

—Claro.

—Entonces eres de familia noble, ¿no es así?

Dario le miró sorprendido.

—¡Oh, no, qué va!

—Entonces... ya entiendo —Drake tuvo un escalofrío solo de pensarlo—, fueron los elfos los que te enseñaron sus artes. Claro, ¿quién sino esas criaturas iba a ser capaz de medir el frío y el calor, la alegría y la tristeza, el valor del alma o el peso de la cobardía? —de nuevo se enfrascó en un largo diálogo consigo mismo y Dario dejó de prestarle atención.

Había intentado quitarle de la cabeza muchas veces que él tuviera nada que ver con elfos o cualesquiera otras criaturas reales o imaginarias, pero cuando trataba de darle alguna explicación, por somera que fuese, empeoraba las cosas. No se le ocurría nada en su vida que Drake no pudiera considerar maravilloso o anormal. Tampoco podía precisamente contarle toda su vida. Aunque cuando llegaran a la playa... Sí, entonces tal vez, en señal de agradecimiento, ellos permitirían que al menos Drake supiera la verdad. Y Dario estaba seguro que sería mucho más fácil para él creer su historia de los elfos que la realidad.

Llegaron al lado de las cataratas y allí tuvieron que detenerse. El paso era muy angosto y el gigantesco umbral de granito, la mítica Puerta de los Dioses Solares, lo estrechaba aún más.

Los carros solamente podían pasar de dos en dos, uno en cada sentido. Además, los soldados se empeñaban en examinar todos y cada uno de ellos. El tránsito de gentes y mercancías que entraba y salía del Valle Esmeralda sufría en ese punto una retención que obligaba a esperar un buen rato. Paso a paso se fueron acercando. Dario no pudo evitar un sentimiento de congoja al penetrar en el estrecho y largo desfiladero. Las paredes eran casi verticales, mohosas, de más de mil pies de altura. La senda que discurría junto al río de turbulentas aguas no permitía ninguna holgura y el camino estaba cuajado de pequeños monumentos, muy antiguos, que sobresalían de la pared de piedra estrechando todavía más el angosto sendero. En más de un momento creyó que caería al agua al pasar junto a alguna carreta en un recodo especialmente difícil.

A pesar de sus cuitas no pudo evitar maravillarse y recrearse en aquel tétrico lugar. Dioses ya olvidados, de rostros medio humanos y medio animalescos brotaban de las paredes, esculpidos en la roca de los muros. Pequeños altares yacían a sus pies, algunos con piedras de sacrificios, otros con fogariles apagados desde hacía siglos. En un determinado lugar vio lo que parecían estatuas inacabadas, pero al pasar junto a ellas comprendió que no lo eran. Las figuras de varios hombres musculosos se contorsionaban, envueltas en jirones de granito, como si quisieran emerger del muro que les tenía cautivos. Eran esclavos de la piedra que trataban de liberarse de ella, pero ellos mismos eran parte de esa piedra y jamás lo lograrían. El artista había querido dejarlos presos de su substancia para toda la eternidad.

Otras muchas obras, cada vez más enigmáticas y terribles, se ofrecieron a sus ojos mientras se adentraba en la cordillera circular. En cierto modo comprendía la veneración que las gentes sentían por ese valle; su misma entrada era un lugar prodigioso que invitaba a la reflexión y podía sumirle a uno en un cierto estado de éxtasis contemplativo, motivado tanto por los significados entrevistos como por el encanto siniestro de todas las figuras.

De repente el sendero empezó a subir, ganando altura con respecto al río. Las paredes eran cada vez más lisas y elevadas y en muchos lugares la totalidad del camino se hallaba labrada dentro de la roca. Encima de ellos el mismo techo de piedra estaba trabajado con ricas esculturas de seres extraños, que miraban hacia abajo con una sonrisa hosca o cínica. Al cabo de un buen rato la luz, tan escasa hasta entonces, empezó a brillar como una columna dorada entre dos negruras. Se acercaban al extremo interior de la senda. El viento, atrapado como ellos en ese estrecho paso, silbaba y se oponía a su avance, pero la luz les atraía y daba ánimos.

Llegaron al umbral interior y lo cruzaron. De repente Dario comprendió por qué los reyes habían elegido aquel lugar durante siglos para fijar su residencia; Valle Esmeralda hacía honor a su nombre. Era un inmenso jardín circular, encerrado entre altas montañas; una joya resplandeciente, con un gran lago azul cruzado por numerosos veleros de recreo. Todo el suelo era verde, pletórico de hierba por todas partes. Bosques con distintos tipos de árboles tejían un tapiz esmeralda. Había guádanos de follaje rojizo, castaños con copas verdes llenas de amentos que se cimbreaban al viento, tristones con largas y grises hojas caídas. Todos esos bosques habían sido plantados para formar un bello dibujo vistos desde el aire. Porque era desde el aire que los veía el rey. Su inmenso palacio estaba en la elevación central del cráter, una amplia y alta formación rocosa justo en el centro geométrico. Los pequeños pueblos de villas cortesanas, la capital, junto al lago, los campos de cultivo, de los cuales podría vivir el valle entero si se hallara asediado, los bosques, canales y vías reales, todo había sido dispuesto como un tapiz viviente, de aspecto casi geométrico, pero que en ninguna parte era igual a sí mismo.

A Dario se le ocurrió que los reyes de aquel país tenían que ser extraordinariamente egocéntricos para haber modelado toda esa región de modo que fuera lo más bella posible vista desde su palacio.

Los caballos descendieron un trecho hasta alcanzar la Vía Prima, que así se llamaba aquella gran avenida arbolada. El suelo estaba adoquinado con piezas de materiales distintos, para formar con sus diferentes colores dibujos y escudos nobiliarios. Al lado de la vía las aguas que procedían del lago discurrían plácidas hacia las cataratas. A ambos lados del camino se alzaban casas y torres de estilos muy diversos. Unas eran redondas, hechas con grandes bloques de piedra, con una escalinata que daba a la puerta de entrada. Todas sus ventanas tenían vitrales de vivos colores y el techo parecía ser de troncos aceitados. Otras casas eran rectangulares, muy alargadas, con una pequeña torre cuadrada en cada extremo. Las había suspendidas sobre gruesas columnas y con un embarcadero justo debajo de ellas que daba directamente al río, por el que podían llegar al lago central. Se maravilló ante una gran mansión construida de madera y hierro forjado, y luego ante otra de piedra negra, de aspecto irregular, que parecía lava recién enfriada.

Conforme avanzaban eran cada vez más grandes y lujosas. Pero también vieron algunos hostales al pie del camino. En cada uno de ellos alguna chica con las ropas tradicionales, que dejaban los senos al aire, cantaba las excelencias del lugar, lo sabroso y abundante de la comida, la calidad de la cerveza y el cuidado que ponían los dueños en acompañar a los borrachos a sus habitaciones sin molestarlos. Dario, hambriento y cansado como estaba, se hubiese metido en el primero, pero Drake seguía en sus trece de no parar hasta la Almeja de Plata.

Finalmente alcanzaron el lago, un remanso de aguas tranquilas rodeado de villas exquisitas que competían entre sí por tener el jardín más bello y señorial. Las orillas del inmenso lago estaban protegidas por muros y diques, pues como le explicó Drake, cuando llovía toda el agua recogida por el cráter se precipitaba hacia el lago, que podía subir varios de nivel varios pies en pocas horas. La Vía Prima iba a parar a un gran puente de piedra sostenido por torres prismáticas. Desde cada lado del puente les miraban con rostro sombrío grandes estatuas de héroes guerreros.

—Alberic, el barbudo caballero que decapitó con su espada a Gildhren, el pirata, cuando trató de apoderarse de una ciudad portuaria —le contaba Peter Drake conforme los iba reconociendo y recordando sus hazañas—. Isenräad, el jinete de la guardia real que cargó en solitario contra los bárbaros de Liria, después de que todos sus hombres cayeran muertos en la batalla. También está Algrave el terrible, que hizo pasar a cuchillo a diez mil hombres, mujeres y niños para lograr que los enfurecidos soldados del enemigo le atacaran, abandonando la seguridad de sus trincheras y sin esperar los refuerzos que estaban a punto de llegar —Drake se animaba conforme narraba las proezas de aquellos héroes—. Hönner, el señor del mar. Conquistó las islas de Tiriana con una veintena de naves y ya en la capital, que tomó en una larga noche de sangre y fuego, se vio sitiado por el enemigo durante seis meses. Tuvo que ordenar a sus hombres que sacrificaran a los prisioneros para poder comer su carne. Cuando llegó la flota de Gunnórel, le ofreció a su amigo un suculento banquete con las últimas provisiones que le quedaban; los cinco hijos de un general enemigo, espetados con las lanzas de su padre y asados a fuego lento...

—¿Quieres callar de una maldita vez? —gritó al fin Dario, asqueado por el relato.

—¡Solamente trataba de explicarte quiénes son! —se justificó Drake señalando las estatuas—. No entiendo cómo puede molestarte algo que ocurrió antes que naciera tu abuelo.

—Pues me molesta. No quiero oír hablar más de degüellos y canibalismo... —mientras decía esto se quedó mirando la estatua que había ahora a su lado: un hombre con armadura tenía ambos brazos en alto y con las manos sujetaba las pieles de dos mujeres, cuyos cuerpos desollados yacían en el suelo.

—Esa sí que es una buena historia —comentó Drake siguiendo la dirección de su mirada.

—No quiero saber nada más de asesinatos morbosos de enemigos —dijo Dario enfadado.

—No eran enemigos suyos, sino su madre y su hija...

—¡Basta! —gritó Dario.

—Gracias a su noble sacrificio salvó al reino, pues prometió a los dioses que... ¡Espera, no corras!

Fue inútil intentar avisarle. Dario lanzó su caballo al galope para no tener que escucharlo más y cuando llegó al final del puente varios soldados le detuvieron de inmediato. Drake continuó a paso tranquilo y cuando llegó a su lado Dario estaba dando unas monedas de plata a los soldados.

—No se puede correr en toda la Vía Prima —explicó Drake—. Es para evitar accidentes. Con tantos carros, calesas y caballos, y todo el mundo entrando y saliendo con prisas, habría muchos atropellos y colisiones si la gente cabalgara al galope, así que está prohibido ir más deprisa que un hombre a paso ligero.

—¡Pero tres nobles de plata es una barbaridad! ¡Si tan sólo he recorrido cien metros!

Drake frunció el ceño. No tenía ni idea de lo que era un metro. Probablemente, alguna unidad utilizada por los elfos para medir la distancia. Algún día debería hablar seriamente con el chico acerca de su vocabulario, pero ahora era más urgente explicarle unas nociones básicas de urbanidad.

—No es el trayecto lo que cuenta, sino la velocidad: ir al trote dos nobles, al galope tres y al galope con un corcel de carreras, como los que tienen los hijos de los ricos para acudir a las tabernas de la ciudad, cuatro monedas. Tienes suerte de ir en ese mostrenco.

Al fin entraron en la ciudad, un verdadero laberinto de calles estrechas, paredes de piedra y terrazas y balcones de madera que sobresalían por todos lados. Las murallas eran bajas, pues la verdadera defensa de la ciudad eran los bordes del cráter. Además, muchas viviendas habían ido creciendo por encima de las murallas y conservaban la tendencia natural de toda casa de Sidrial: ser más anchas por arriba que por abajo. La falta de espacio dentro de las murallas había provocado un crecimiento urbano hacia lo alto, pero además las fachadas sobresalían por arriba. Tenían balcones de madera que rebosaban por cualquier lado y parecían a punto de desplomarse sobre las calles. Los que habían decidido ampliar sus viviendas, se habían visto obligados a poner columnas en medio de la calzada para sostenerlas. En muchos lugares la calle se convertía en un túnel, ya que el ático de cada casa se apoyaba en su vecina de enfrente. Para complicarlo más si cabe, las aguas del lago entraban por aberturas de la muralla, fuertemente enrejadas, formando canales internos que tenían que ser cruzados mediante puentes.

Todas las calles estaban abarrotadas de gente, tenderetes, caballos empeñados en abonar los adoquines y sacerdotes de mil cultos diferentes predicando la salvación mediante la fe, la castidad, la caridad, la autoflagelación, la contemplación, la oración, la lujuria, el exterminio de infieles, el estudio de los libros sagrados, las comidas a base de verduras y otras novecientas noventa maneras distintas.

—Me sorprende que no haya mendigos. No he visto a nadie pidiendo limosna entre tanta gente.

—Es fácil de entender. Según la ley, a quien pida limosna la primera vez que lo atrapen le cortan una mano, la segunda la otra y la tercera...

—No hace falta que lo digas; a la tercera le cortan la cabeza —dijo Dario, creyendo tener la medida tomada a los nativos.

—¡Claro que no! —exclamó Drake—. Mucho peor todavía, te cortan el pito. ¿Te imaginas qué horrible morir, ir al cielo y no poder gozar de las ángeles que allí nos aguardan con los brazos abiertos?

—¿Las ángeles? ¿No querrás decir los ángeles?

—Claro que no; los ángeles son los monstruos de alas correosas que acechan en el infierno la llegada de las almas de los hombres. De aquellas almas que hayan escapado de los elfos, claro. En el cielo sólo hay bellas mujeres, con alas de paloma, cuyo único deseo es agradar a los justos.

—Peter, un día de éstos me tienes que contar cómo es esta religión tuya, con todo lujo de detalles —dijo Dario. Luego, pensando en el carácter parlanchín de su acompañante, añadió—. Bueno, sin demasiados detalles, a poder ser.


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© Eduardo Gallego, Guillem Sánchez, 2003 (3.713 palabras)
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© Eduardo Gallego, Guillem Sánchez, (3.713 palabras) Créditos

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