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Episodio 2
Una charla en la taberna

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Se despidieron y Dario siguió las instrucciones. El Tres tullidos era el lugar más mugriento en el que nunca hubiera estado. Se trataba de una habitación grande, con gruesas columnas muy antiguas, de capiteles labrados, que probablemente hubieran pertenecido a un templo derruido siglos antes. Las mesas y sillas, de madera tosca, estaban ennegrecidas por el humo y la grasa que salía de la cocina, un lugar que brillaba acogedoramente por el fuego donde reposaba un gran caldero. Una voz femenina cantaba alegremente, pero Dario no vio a la mujer ni entendió la canción.

El posadero fue ciertamente considerado con él, aunque expresó su amabilidad con gruñidos más que con palabras. Le indicó una mesa cerca de un pequeño hogar, con cuatro leños encendidos, que Dario agradeció sobremanera después de tantos días de pasar frío. Sin necesidad de que lo pidiera, el posadero le trajo una jarra de cerveza negra y dulzona. La jarra era de barro cocido, como todos los demás enseres que manejaban los parroquianos. Unas pocas velas aquí y allá añadían algo de luz a la estancia, pero ahora que el sol ya se había puesto y los postigos de las ventanas estaban cerrados, la gran sala quedaba envuelta en sombras densas, creándose un ambiente un tanto lúgubre.

El tabernero trajo un gran cuenco de comida y Dario casi se arrojó sobre ella. Tenía hambre de días metida en el cuerpo y dio rápida cuenta de aquel sabroso potaje de carne y verduras. Cuando acabó cortó con su daga una gran rebanada de pan de la hogaza que tenía junto al plato y rebañó el caldo con auténtica avaricia. El posadero contempló satisfecho la rapidez con que su cliente había devorado la comida, tomándolo como un cumplido.

—En mi casa nadie puede irse dejando un plato limpio —le dijo a Dario—. ¿Qué más quieres?

—Unas mollejas de gandulfo —respondió Dario bromeando. Éste era un manjar que en su tierra sólo podía permitirse un ricachón.

—Bueno, solamente nos quedan algunas conservadas en aceite, porque ahora no es temporada de cazar gandulfos, pero te las traeré si es un capricho, aunque debo advertirte que cuesta un vasallo la ración.

Dario quedó perplejo; si le hubieran pedido cinco coronas de oro lo habría considerado una ganga. Decidió permitirse el lujo y pronto estuvo delante de un plato de finas mollejas que se fundieron en su paladar inundándolo de un sabor indescriptible.

Mientras tanto la taberna se había ido llenando. No sólo acudía gente del pueblo, sino de las casas de labranza de los alrededores, pues el día siguiente era festivo y muchos hombres venían a tomar unos buenos tragos de cerveza y a charlar con los amigos.

Después de comer Dario se dedicó a trazar planes. Estuvo un buen rato conversando con el tabernero. Finalmente éste tuvo que ir a la cocina a buscar una tabla de madera clara y un carboncillo para dibujar un somero mapa de la región. A cada respuesta del tabernero el rostro de Dario se tornaba más sombrío.

Estaba en el Valle de Tindall, un lugar inhóspito y apartado, rodeado de altas montañas por tres de sus lados y de tupidos bosques por el cuarto. Bosques llenos de maleantes y animales feroces, según el propio tabernero. Los escasos caminos habían sido abiertos por los pies de los hombres o los cascos de los caballos. Bandidos, salteadores de caminos, contrabandistas, lobos y osos contribuían a que los viajes hacia el exterior no se caracterizaran nunca por su aburrimiento. El tabernero le aconsejó vivamente que no intentara viajar solo; al menos debía procurarse un guía que conociera el camino y fuera experto en el manejo de las armas. Dario sabía que en su viaje había otro motivo adicional para tener que ser diestro con las armas, pero no dijo nada sobre este particular.

—Piensa que no sólo debes atravesar los bosques que cierran el valle. Para ir a la costa necesitarás cruzar todo el país: pantanos, ríos, otros bosques tan agrestes como éstos y algunas áreas pobladas, especialmente alrededor de la capital, en el Valle Esmeralda, donde menudean los soldados, policías y otras gentes de mal vivir. Insisto en que te procures un guía si quieres emprender semejante viaje.

Dario miró a su alrededor; los parroquianos eran fuertes, pero tenían un aspecto fondón. Eran campesinos y pastores, en los que no podría confiar en caso de tener que combatir.

—Mira aquél que acaba de entrar —dijo el tabernero—; llegó hace unos días. Se ha pasado las noches bebiendo, jugando y contando aventuras de sus viajes. Si la mitad de lo que dice es cierto, puede que sea un buen acompañante. Cuando menos conoce el camino, pues ha llegado hasta aquí.

Dario le agradeció la información y mientras el posadero se iba a servir observó atentamente al recién llegado.

Era un hombre alto y enjuto, no mayor de treinta años. Tenía el pelo negro, recogido en una coleta, los ojos estrechos e inquisitivos y los labios delgados, entre burlones y cínicos. Su mejilla izquierda lucía una cicatriz que difícilmente podría haberse hecho afeitándose. Llevaba una perilla corta muy cuidada y una pequeña sortija de plata a modo de pendiente en la oreja derecha. Sus ropas contrastaban con la gris indumentaria de los lugareños: un llamativo chaleco con rayas verticales rojas y negras, pantalones oscuros y botas embarradas, altas y recias. Prendido al cinto portaba un florete con un hermoso mango, pero con la cazoleta bastante magullada. Al otro lado llevaba una daga con mango de marfil y una bolsa.

Aunque no sabía cómo encarar el tema, Dario se acercó a él cuando estaba en la barra, recogiendo una jarra de cerveza.

—Tengo que hablar contigo de un asunto —dijo Dario, poniéndose a su lado—. Necesito un guía; tengo que llegar a la costa lo más pronto posible y me han dicho que tú conoces el camino.

El hombre dejó la jarra. Le miró un momento y luego repasó de arriba abajo a Dario.

—Escúchame bien —respondió con aire solemne—: yo no trato con niños, así que regresa a tu casa antes de que tu madre te eche en falta.

Dario enrojeció de ira, pero hizo un esfuerzo por tragarse su orgullo e insistió:

—Tengo que salir de este valle lo antes posible. Necesito un guía y lo pagaré bien; un noble al día y dos coronas cuando lleguemos.

El hombre sonrió.

—No es mal sueldo para un guía, pero no es bastante para contratarme como guardaniños.

Dicho esto se dirigió hacia una mesa y se puso a jugar a los naipes con algunos hombres que le estaban esperando.

Dario le observó un buen rato. Le hubiera gustado matarlo con la mirada, pero el extraño se había olvidado ya por completo de él y estaba enfrascado en el juego. El joven regresó a su mesa y se dedicó a acumular un poco más de calor. Tenía la sensación de que sentiría frío por el resto de su vida tras aquellos días en las montañas, aunque tuviera el fuego bajo los pies. Al cabo de un rato empezó a dormitar sin darse cuenta.

Despertó bruscamente al oír gritos y una silla que caía. Se había formado un gran alboroto: un hombre acusaba al del pendiente de hacer trampas. Varios cazadores, a los que Dario no había visto llegar, hacían otro tanto. Tenían los arcos apoyados en la mesa, pero portaban espadas y uno de ellos ya tenía la suya a punto de ser desenvainada.

El hombre del pendiente sonreía, trataba de calmarlos con palabras amistosas y se preparaba para marchar. Instintivamente Dario se levantó y con la mano llevó hacia atrás la capa que cubría su florete. Discretamente se fue acercando.

Cuando los demás le dejaron en paz, el forastero sacó unas monedas para pagar sus consumiciones. Su brillo encendió la mirada a uno de los cazadores que reivindicaban momentos antes ese dinero. Desenvainó su espada, al tiempo que gritaba con voz fuerte y ronca:

—¡Ladrón!

Al oírlo, el hombre del pendiente se volvió de inmediato, desenvainando su arma y desviando apuradamente la estocada del cazador. Al mismo tiempo un compañero de éste sacó una fina daga y se acercó por detrás al forastero.

—¡Cuidado! —gritó Dario, al tiempo que se abalanzaba contra el traidor y lo hacía caer.

En cuanto Dario hubo recuperado el equilibrio tuvo que desenfundar también su arma para defenderse de otro hombre que trataba de ensartarle con un viejo espadón.

A los pocos segundos se había organizado una verdadera batalla campal: Dario y el forastero tenían cada uno dos hombres contra ellos, lo que aseguraba su derrota, pues un espadachín solamente puede parar un arma al mismo tiempo. Para evitar que le atacaran los dos al unísono y uno le atravesara mientras él paraba el arma del otro, Dario corría sin detenerse por entre las mesas. Su agilidad y rapidez enfurecieron aún más a sus rivales, demasiado lentos y embotados por la mucha cerveza trasegada.

Aprovechando un momento en que uno de sus contrincantes había quedado detrás de una mesa pequeña, dio a ésta una patada que la hizo volcarse sobre el hombre y lo arrojó sobre las brasas del hogar. El desdichado gritó y aulló mientras su grasienta y deshilachada capa se prendía rápidamente y varios parroquianos le ayudaban a quitársela y apagar el fuego.

El segundo oponente de Dario no se dio por enterado de tan candente asunto y continuó fintando contra él, en apariencia con notable éxito, ya que logró hacerlo retroceder en un determinado momento. El hombre creyó ver una ocasión para resolver el duelo y saltó hacia delante, extendiendo el brazo en dirección al corazón del muchacho. Su arma no encontró el hierro del joven deteniéndola, pero el hombre tampoco vio a su rival. Algo en su corazón le decía que éste estaba en otra parte.

Perplejo, el hombre miró hacia sus pies: Dario también se había arrojado hacia delante, pero casi a ras del suelo. Tenía su rodilla derecha apoyada en una baldosa, su brazo derecho estirado por debajo del de su rival y la cazoleta de su florete pegada al pecho del hombre de abajo arriba. El corazón hendido se detuvo y el hombre cayó desplomado con una mirada de horror en los ojos.

Dario se levantó y miró qué le había ocurrido entretanto al forastero. Éste había herido en el brazo a uno de sus rivales y después había dado buena cuenta del otro. Parecía un milagro que ambos hubieran sobrevivido al embate de dos oponentes, pero así era.

El forastero había visto la maniobra de Dario y ahora su sorpresa se tornaba admiración. Esbozó una sonrisa y saludó con su arma en complicada finta antes de envainarla de nuevo, no sin antes secar la sangre que la manchaba con un trapo de cocina.

El posadero estaba en un rincón, al lado de una mujer que se aferraba a él como si fuera su tabla de salvación. Los clientes estaban mudos de asombro, pues nunca una pelea había acabado de aquel modo en el pueblo. Bien es cierto que no culpaban de ello a los dos ganadores, que habían mostrado sus aceros sólo para defenderse tras ser atacados, pero les miraban con malos ojos: un temor mezclado con suspicacia que mostraba a las claras que sería mejor para ambos desaparecer de aquel pueblo.

El forastero se aproximó a Dario y tras un cortés saludo con la cabeza se presentó:

—Soy Peter Drake, segundo hijo del muy noble marqués de las Robledas. Me has salvado la vida y espero que olvides el estúpido desdén con que te traté hace un rato.

Tratando de imitar su pomposa manera de hablar el muchacho se presentó también:

—Yo soy Dario Ferro, único hijo de Cosio Ferro y no recuerdo desdén alguno —Drake se mostró complacido por sus palabras y Dario continuó—. Ahora será mejor que nos vayamos de aquí ha corrido demasiada sangre para una sola noche y todos se alegrarán de que partamos.

Salieron uno al lado de otro y al enfrentarse al cielo estrellado Dario no pudo evitar un suspiro melancólico, del que su acompañante no se apercibió.

—He alquilado por unos días un cuarto en una granja a cien yardas de este infecto villorrio. Puedes compartir conmigo el refugio si no tienes dónde pasar la noche —ofreció Peter.

—Me irá bien dormir bajo techo —aceptó Dario—. Ya son demasiadas noches al fresco —tiritó sólo de pensarlo—. No he visto cómo luchabas, pero si has sobrevivido a dos hombres frente a ti debes ser un buen espadachín.

—¡El mejor que hayas conocido! He robado la bolsa de un hombre mientras paraba sus estocadas. He luchado de pie sobre un tronco en un río turbulento. He abatido a dos asesinos de Kaldur de una sola estocada, que atravesó el cuello del primero y el ojo del segundo...

—De lo que se deduce que el segundo era muy bajito —le interrumpió Dario.

—¡Oh, no! El primero era un gigante y el segundo estaba encaramado a una silla... pero eso no viene a cuento.

—Cuando hablas de ti mismo tienes una boca tan grande que podrías beberte todo el océano.

—¡Oye, mocoso! ¿Cómo te atreves? ¿Quieres tragarte esas palabras junto con mi acero? —se había detenido y el arma brillaba bajo las estrellas en la mano de Peter Drake, pero en sus ojos había una mirada divertida y no agresividad.

—Eres muy rápido desenvainando, pero morirás pronto si no aprendes a contenerte. Esta noche he tenido que salvarte de una daga traicionera que hubieras podido evitar no jugando.

—Hablas como un viejo, no como un aventurero —mientras decía esto reemprendió la marcha, pero mantuvo el arma en la mano, fintando y jugando con la hoja.

—Prefiero llegar a viejo antes que tener una vida interesante.

—Entonces ¿qué haces aquí? —preguntó Drake—. Estás solo, armado y en tierras salvajes. Si no querías aventuras tendrías que haberte quedado en casa.

—Hubiera sido una gran idea.

—Dime, ¿qué te ha traído hasta aquí?

—Es una larga historia...

—Me gustan las historias.

—Te lo contaré cuando me hayas llevado hasta la costa, pero no antes o me tomarías por loco —se detuvo y le miró fijamente—. Y no quiero que pienses que lo estoy, por extraño que sea lo que diga o lo que haga. ¿De acuerdo?

Drake no respondió, sorprendido por la seriedad con que había dicho estas palabras. Ambos reemprendieron la marcha y pronto llegaron a un caserío con una techumbre de madera a punto de desmoronarse.

Lo que Drake consideraba una habitación era un espacio amplio sobre el establo, que hacía también las veces de granero. La abundante paja ofrecía un buen abrigo y había un pozo a cuatro pasos de la puerta.

—Mañana partiremos a primera hora —dijo Drake—; no me apetece encontrarme con unos cuantos cazadores y labriegos dispuestos a tomarse la revancha —se sentó en el suelo y empezó a quitarse las botas y las armas.

—¿Alguno de estos caballos es tuyo?

—Pues claro, el que tiene la mancha blanca entre los ojos. Oye, tienes caballo, ¿verdad? —Dario negó con la cabeza—. ¿Y pretendes llegar hasta la costa? Lo primero que harás mañana será comprar uno —se quedó pensando un momento antes de preguntar—. ¿Cómo diablos has llegado hasta aquí? No tienes caballo ni conoces los caminos, pero sin duda no eres del valle. Tu acento es el más raro que haya oído jamás.

—He atravesado las montañas, yendo de valle en valle a través de las vaguadas. Fue muy duro.

—Debes de haber tenido algún motivo muy extraño para hacer algo tan imprudente —se acercó a él y le habló en tono más bajo—. Si de verdad quieres que te acompañe, he de saber qué peligros merodean a tu alrededor. No creo que nadie arriesgue su vida subiendo montañas como ésas si no hay algo más peligroso que le espera abajo.

—Estaba de viaje con un grupo de gente —explicó Dario—; nos atacaron unos bandidos y algunos de mis compañeros murieron. Tuve que salir corriendo, un buen amigo murió mientras intentaba darme tiempo para huir... —las lágrimas amenazaron con brotar de sus ojos y tuvo que hacer un esfuerzo para contenerlas—. Es posible que todavía haya alguien tras nuestros pasos, pero no sé cómo encontrar a los supervivientes. Solamente sé que quienes estén vivos tratarán de regresar a la costa por todos los medios.

—Yo nací muy cerca del mar y conozco el camino, pero tú no eres de allí. ¿Acaso te espera una goleta venida de los continentes del sur? —miró a Dario como si lo viera por vez primera, escrutando su rostro y su piel—. A buen seguro que no, son gentes morenas, de piel áspera; he visto algunos esclavos bárbaros en la corte y no se parecen en nada a ti. Podrías pasar por un cortesano del palacio con ese aspecto, aunque nunca había visto un joven tan alto.

Dario se había desinteresado de la conversación y yacía tumbado sobre la paja, envuelto en su capa.

—¿Qué es lo que te llevaste?

El muchacho se volvió a mirarlo.

—¿De qué me hablas?

—Erais varios extranjeros armados; os atacaron y persiguieron los bandidos, por lo tanto algo de valor debíais poseer. Dices que un amigo murió por defender tu huida, luego debes llevarlo tú. ¿Pero de qué se trata? Una joya de incalculable valor tal vez, o un documento importante...

—No tengo nada valioso —dijo Dario de un modo tajante—. Sólo llevo encima el dinero suficiente para pagarte y no sé por qué querría alguien atacarnos. Parecíamos más bien vagabundos que ricos viajeros.

—No me convences, muchacho, pero puedes estar tranquilo. No robaría a quien me ha salvado la vida. Soy de familia noble, y aunque todo lo haya heredado el estúpido de mi hermano yo me quedé con la posesión más preciada de la familia, el honor —le propinó una palmada afectuosa en el hombro y se dispuso a dormir.

Cinco minutos después Dario tuvo que cubrirse la cabeza con todo lo que pudo para amortiguar los ronquidos de su compañero.


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© Eduardo Gallego, Guillem Sánchez, 2003 (3.005 palabras)
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© Eduardo Gallego, Guillem Sánchez, (3.005 palabras) Créditos

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