Caminar por un bosque sombrío bajo la luz de las estrellas y de la luna gibosa podía ser muy romántico, pero a Peter Drake nunca le había gustado. Todo era demasiado silencioso, salvo por los chillidos de las brujas que convertidas en lechuza espiaban a los mortales desde las ramas de los árboles. El aullido de algún mago en su forma de lobo, implorando a la luna que le desvelara los secretos más terribles de la noche, tampoco era de su agrado.
Afortunadamente para él no era un hombre supersticioso. Se reconfortaba con la presencia de sus armas y su medallón de jade protector. Lo había ganado en una partida de cartas a un marino de las islas del sur. Al cabo de unas cuantas horas estaba casi dormido y un relincho de su caballo, que se había parado, le advirtió de que estaban a un tiro de flecha del templo.
Peter Drake se desperezó y aguzó la vista. No se había fijado mucho en el pequeño edificio semiderruido al pasar por allí unos días antes pero estaba seguro de algo: no había una compañía entera de caballería en ese sitio.
El templo había sido circular alguna vez, encerrando un claustro de columnas basálticas dispuestas en espiral. Al lado varias torres circulares, más antiguas, habían caído mucho tiempo atrás y solamente quedaban algunos restos de su parte baja y bastantes bloques de piedra esparcidos a su alrededor. También gran parte del templo estaba derruida, por lo que desde fuera podía verse el interior. Un fuego de buenas dimensiones alumbraba a varios hombres, entre ellos el pequeño envenenador y Dario, que había sido atado a una de las columnas y tenía un centinela con cara de pocos amigos a un lado. También había un hombre alto y delgado que impartía órdenes a los demás. A Drake su aspecto le resultó vagamente familiar, pero a tanta distancia no le resultaba fácil reconocerlo. Su apostura y su andar chulesco le recordaban a alguien. Trató de hacer memoria, pero sin éxito.
La cabeza de Dario le caía sobre el pecho, aunque de vez en cuando trataba de levantarla y mostraba entonces una mirada vacua, sin reconocer lo que veía. Era evidente que lo habían drogado.
El templo se hallaba en una pequeña elevación del terreno. Su perímetro estaba siendo custodiado por varios hombres armados hasta los dientes, y los que dormían lo hacían al lado de sus armas. Un centinela pasaba el rato afilando con esmero una daga de larga y estilizada hoja. Otro, encaramado a un árbol muerto de silueta retorcida, tenía sobre el regazo un arco con una flecha a punto. Daban la impresión de estar más alerta de lo habitual. Tal vez ya habían tenido algún combate poco antes de ahora, pues su aspecto distaba mucho de ser el alegre y relajado de los soldados que hacen una salida por su propio territorio en tiempos de paz. Drake creyó llegado el momento de trazar un plan de rescate si quería devolverle a Dario el favor que le había hecho en la taberna. Se puso cómodo en un buen lugar de observación y empezó a trazar planes.
Varias horas después los planes todavía no habían salido. Le parecía imposible rescatar al muchacho de semejante sitio estando solo. Los romances antiguos hablaban de caballeros que se arrojaban entre cientos de enemigos para rescatar a un amigo. Luego se lo llevaban tras derribar a numerosos oponentes sin sufrir más que unos leves rasguños. Se preguntó si alguna vez algún trovador había estado en una situación semejante. A buen seguro que no dirían tantas estupideces sobre el valor y la fortaleza imbatible de los justos si fueran ellos los que tuvieran que arriesgar el pellejo.
Sumido en sus pensamientos pasó el tiempo, hasta que un ruido no muy lejano le puso en guardia. Escuchó atentamente y oyó un susurro entre los árboles, a pocas yardas de donde él estaba. Se escurrió tras los arbustos para poder ver a los recién llegados y a duras penas logró distinguirlos.
Eran dos hombres altos y fuertes, de piel clara y rasgos afilados. Vestían unas capas largas con capuchas, que ahora estaban abatidas hacia atrás. Se parecían a Dario y hablaban en una lengua ligera y musical; sin duda, el idioma que provocaba que el joven tuviera aquel acento tan peculiar. Uno de los hombres tenía ante los ojos un objeto grande, como dos tubos anchos y cortos. Lo sostenía entre las manos y apuntaba en dirección al templo. El otro hablaba con voz queda a una caja pequeña y rectangular. Cuando dejó de hablar la caja le respondió con una voz profunda y anormal, fruto de la garganta de algún ente maléfico con quien mantenía una insensata conversación.
Drake observó con detalle todo lo que hacían. Le costaba verlos, pues vestían ropas verde oscuro que les confundían con la vegetación. Observó cómo sacaban de sus alforjas unos arcos cortos y robustos. Aguzó la vista sorprendido: ¡Poleas, esos arcos llevan poleas
! También les acoplaron unos cilindros pesados en su parte anterior y luego un tubo ligero a través del cual parecían mirar. Aunque no estaba seguro, debido a la distancia, tenía la impresión que tanto de los tubos de los arcos por los que miraban, como de los más anchos que agarraba con ambas manos el primer individuo para vigilar el campamento, salía un leve resplandor verdoso que iluminaba sus ojos dándoles un aspecto más fantasmal si cabe. Se le ocurrió que alguna extraña y perversa magia podía iluminar las escenas nocturnas, viendo a la luz de las estrellas y de las pequeñas lunas como si se hallaran a pleno sol.
Estaba fascinado con los preparativos tan extraordinarios que presenciaba y de repente su mente se iluminó: ¡una cacería humana por parte de elfos nocturnos! ¿Como había podido ser tan estúpido? Confundir al pobre Dario con una de aquellas criaturas... ¡Qué horror! Tal vez había sido criado y educado por ellos. Al fin y al cabo ¿no había personas que habían crecido alimentadas por una loba? ¿Acaso no habían adoptado las sirenas al bello príncipe Albert, enseñándole a vivir bajo el agua y ofreciéndole la mano de una princesa de cola esmeralda? Pero una cosa eran los lobos y las sirenas y otra muy distinta los elfos, esos sanguinarios cazadores de almas humanas, con las cuales forjaban las joyas mágicas que adornaban sus palacios en las altas cumbres nevadas. Por eso el joven había tenido que huir, con gran riesgo para su vida, a través del infierno blanco y helado; escapado de un palacio de los elfos, perseguido por ellos y capturado por los servidores del Oscuro Señor de la noche. Todas las fuerzas malignas se confabulaban contra aquel hijo de los hombres, disputándose su posesión.
Ahora veía claro que los soldados eran huestes del Oscuro y que él iba a presenciar una lucha entre ellos y los feroces cazadores de almas que deseaban recuperar su presa. No iba a permitir que el inocente joven cayera de nuevo en las manos de esos seres sin sentimientos. Su deber como humano era salvar a Dario.
Uno de los elfos señaló con el brazo al templo. Drake miró en esa dirección y vio algo sorprendente y que le confirmó que allí se estaban obrando demasiados prodigios antinaturales: el hombre alto parecía estar interrogando a Dario mientras a su alrededor se movían como luciérnagas unas luces rojas, suspendidas en el aire. El joven estaba semiinconsciente, abotargado todavía por las drogas, pero aun así aquella gentuza disfrutaba atormentándolo con sus preguntas y malos tratos. Las luces rojas revoloteaban alrededor de la escena como si observaran complacidas el espectáculo. Danzaban y trazaban complicadas órbitas en torno a su amo; alguna de ellas desaparecía de vez en cuando y volvía al cabo de un tiempo, quizá para traer noticias que los labios humanos no hubieran sabido contar.
Regresó a su caballo y se preparó, seguro de que pronto habría mucha acción por los alrededores. Apenas había montado sus sospechas se confirmaron. Varias flechas cruzaron silenciosas el aire y se clavaron profundamente en los cuerpos de los centinelas más alejados, quienes expiraron mientras sus almas liberadas de la carne eran capturadas por los sortilegios élficos.
Los elfos corrieron como sombras para acercarse más a sus objetivos mientras uno de los soldados, que había notado algo extraño, llamaba a los centinelas sin obtener más respuesta que una flecha en la garganta. En ese momento se organizó un buen alboroto. Los demás soldados se levantaron alertados por los gritos de sus compañeros y acudieron a los caballos. Muchos cayeron a mitad de camino. Demasiados para pensar que sólo hubiera dos elfos en los alrededores.
Drake se fue acercando a un trote ligero de su montura, tratando de pasar desapercibido para unos y otros, pero contento de ver cómo la compañía de soldados era mermada tan rápidamente. No vio ni una sola flecha que errara el blanco, y cuando cesó su mortal diluvio fue para dar paso a varios elfos que, armados de refulgentes floretes, arremetieron contra los raptores de Dario.
Ése fue el momento que aprovechó Peter Drake para lanzarse a la carga en medio de los perplejos soldados. Tuvo que repartir varios tajos a diestro y siniestro hasta llegar a su objetivo: el muchacho. Para cuando lo consiguió éste ya había sido desatado por uno de los elfos, que lo había subido a su caballo, quien parecía sorprendido de tener que llevar otra vez aquel paquete, esta vez inconsciente por las drogas. El elfo, sin embargo, se entretuvo ensartando a un hombre con su fina hoja de metal con la precisión de un joyero.
Drake aprovechó ese instante para asir las riendas del caballo y llevarse a Dario, que todavía estaba drogado, a galope tendido. Detrás de él, el elfo corría maldiciendo y conminándole a dejar al joven. Por delante, el hombre alto y enjuto que había torturado al chico le esperaba con el arma a punto y una sonrisa torva en el rostro. Sin ningún miramiento Drake hizo saltar a los caballos por encima de tan siniestro individuo y aprovechó la circunstancia para darle una patada en la cara con el estribo. Cuando hubo pasado se volvió para atrás y en ese momento lo reconoció: el Muy Honorable Anderson, Omir del reino y jefe de la guardia real. En la mirada de aquel hombre vio que se volverían a encontrar algún día y deberían dirimir sus diferencias de otro modo. Peter Drake acababa de convertirse en enemigo del hombre más peligroso del país, y también el más poderoso después del propio monarca.
Al menos, las cosas se aclaraban un poco; los encapuchados no eran sirvientes del Oscuro, sino algo mucho más mundano, pero eso no mejoraba la situación. Drake trató de dejar sus reflexiones a un lado; ya se ocuparía de ellas más adelante, en un ambiente adecuado. De momento, tenía que tratar de salir vivo de allí. Espoleó el caballo y corrió hacia el bosque.
Pasaron cerca de un arquero elfo que se alzó apuntándole, pero la velocidad debió de parecerle excesiva para asegurar el tiro y se abstuvo de disparar, sin duda para no herir a Dario.
Continuaron hasta que los caballos no pudieron más y solamente entonces se detuvieron. Drake eligió un lugar recogido, tras unos arces frondosos. Mojó un trapo en el agua de una fuente cercana y refrescó la cara de Dario, pues estaba amaneciendo y debía reanimarlo para proseguir la huida. El muchacho recuperaba poco a poco la consciencia y Drake estaba seguro de que pronto podrían continuar. No le apetecía estar tan cerca de soldados y elfos enfrascados en peleas por la posesión de su amigo.
Mientras ayudaba a Dario a levantarse, una esfera de luz roja acertó a pasar cerca de ellos. Drake la descubrió y sin perder un segundo tomó su arco y disparó una flecha que la luz esquivó sin ningún problema. Trató repetidamente de abatirla, pero terminó por aceptar que sería inútil. Era algo demasiado rápido y pequeño, algo que parecía burlarse de él con su mera presencia. Finalmente la luz se fue por donde había venido y Drake, sin perder más tiempo, ayudó a Dario a subir al caballo.
El joven estaba bastante recuperado como para sostenerse por sí mismo, pero todavía farfullaba de un modo incoherente y no sabía dónde se hallaba. Incluso parecía tener problemas para reconocer a Drake, aunque le resultaba vagamente familiar.
Encontraron un camino en buenas condiciones y Drake espoleó al caballo. Tenía prisa por alejarse de allí. No perdía de vista ambos extremos del sendero por si alguien aparecía en él, pero tampoco quería entretenerse yendo bosque a través.
Salieron a un descampado al cabo de una media hora y se lo pensó dos veces antes de cruzar. Sería demasiado fácil verlos y más aún que les detuviera una flecha. Como no parecía haber otra solución terminó por aceptarlo. Cruzaron siguiendo el mismo camino y pasaron por entre campos labrados, donde crecía una hierba de color verde oscuro profundo, entre los sembrados de adormidera, las azuladas flores de acónito, las blancas umbelas de la cicuta, las bayas negras de la belladona y las acampanadas flores manchadas del beleño negro. Los setos poco cuidados de tejo, salpicados de frutos que parecían gotas de sangre fresca, convivían con las altas matas de la dedalera, cuajadas de flores colgantes. Esa región era famosa precisamente por sus cosechas de narcóticos y estupefacientes, así como por los preparados medicinales que en ella se elaboraban.
Encontraron algunas granjas entre los sembrados, todas con las paredes tapizadas de hiedra, pero no se entretuvieron en ninguna pese a que a Dario le convenía un buen descanso. Finalmente y ante sus súplicas Drake aceptó realizar una breve parada para que se repusiera de los mareos y dolor de cabeza que le atormentaban. También le ofreció un poco de comida.
Mientras descansaban volvió a aparecer la luz roja, pero esta vez desapareció enseguida. Drake tuvo un presentimiento y salió del escondite donde se habían refugiado para descansar. A lo lejos se veía una polvareda. Al cabo de poco distinguió a un par de jinetes que se acercaban al galope.
—¡Dario, quédate donde estás y espérame! —gritó al tiempo que montaba de nuevo y salía al encuentro de los desconocidos.
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