
Tradicionalmente, ha sido la mitología una de las principales fuentes de nombres para los objetos celestes. Los planetas del Sistema Solar conocidos desde la antigüedad (Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno) fueron bautizados con los nombres de los principales dioses romanos en la creencia de que estos astros estaban vinculados a ellos y, cuando posteriormente fueron descubiertos Urano, Neptuno y Plutón, se siguió respetando esta tradición, aunque no sin cierta dosis de polémica en algunos casos.
Con los satélites de los planetas del Sistema Solar, en general, se siguió respetando esta tradición, buscando nombres de personajes mitológicos menores vinculados al dios principal. Así, Fobos y Deimos eran los acompañantes de Marte, el dios de la guerra. Los satélites de Júpiter llevan los nombres de varias de las numerosas amantes (en general femeninas, aunque también masculinos como Ganímedes) del rey de los dioses. Los satélites de Saturno recuerdan por lo general a los titanes, la generación de dioses anterior a la de los olímpicos, de la cual formaba parte el propio Saturno; eso sí, con algunas excepciones, ya que Titán, su principal satélite, lleva el nombre genérico de estos dioses y no el de ninguno en concreto, mientras que Jano y Pan son ajenos al ciclo mitológico de Saturno.
Los satélites de Neptuno están dedicados a divinidades acuáticas al ser éste el dios del mar, aunque los nombres de los dos principales (Tritón y Nereida) corresponden, al igual que ocurre con Titán, a denominaciones genéricas y no a nombres de personajes concretos. El único satélite conocido de Plutón, por último, recibe el apropiado nombre de Caronte, el barquero que conducía a las almas de los muertos al infierno a través de la laguna Estigia. La única excepción a esta regla la constituyen los satélites Urano, bautizados todos ellos no con nombres mitológicos, sino con los de personajes de las obras de William Shakespeare, principalmente los procedentes DEL SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO.
Cuando a principios del siglo XIX se comenzaron a descubrir los primeros asteroides, inicialmente se respetó la regla de los nombres mitológicos, recurriendo a divinidades menores (Ceres, Palas, Juno, Vesta...) que estaban libres. Sin embargo, el gran incremento en el número de estos astros hizo que pronto se comenzara a relajar esta costumbre. Conviene recordar que es al descubridor al que le corresponde bautizar el astro, y que el número de astrónomos descubridores de asteroides comenzó a ser muy elevado. Así pues, junto con los nombres mitológicos empezaron a aparecer otros procedentes de otras mitologías, como la egipcia o la germánica, o de la literatura, junto con términos alegóricos o abstractos (Filosofía, Paciencia), geográficos (nombres de países o ciudades) y numerosos nombres propios, por lo general femeninos.
Esta solución tampoco duró mucho tiempo, lo cual no es de extrañar teniendo en cuenta que actualmente están catalogados alrededor de quince mil asteroides junto con muchos más que están a la espera de confirmación. Así pues, en la actualidad los nombres que reciben los asteroides suelen ser muy variados y enormemente pintorescos: Hay algunos dedicados a escritores de ciencia-ficción (Asimov, Clarke y Heinlein tienen sus respectivos asteroides), otros a personajes de ficción (Don Quijote o Sherlock Holmes), otros a músicos (no sólo clásicos, también modernos), escritores... La aparición de astrónomos procedentes de culturas orientales ha motivado la inclusión de nombres exóticos de origen chino o japonés, pero lo más pintoresco (a la par que criticable) es la venta de asteroides al mejor postor realizada por varios observatorios, de manera que cualquiera que esté dispuesto a pagarlo verá a su nombre propio incluido en los catálogos astronómicos... Estúpida, aunque lucrativa, forma de satisfacer la vanidad de algunos, añado.
Aunque por lo general los asteroides no suelen recibir actualmente nombres mitológicos, existen algunas excepciones. Una de ellas es la de los asteroides troyanos, llamados así porque en su día comenzaron a ser bautizados con los nombres de los héroes de la guerra de Troya. Debido a que forman un grupo muy particular y definido de asteroides los nuevos troyanos siguen manteniendo la tradición, aunque todo hace sospechar que si los descubrimientos siguen a este ritmo (actualmente están catalogados más de 500) pueden acabar agotándose los nombres disponibles. Otro grupo particular de asteroides, los centauros, siguen asimismo la tradición mitológica, en este caso con nombres de centauros como Neso, Folos o Quirón, aunque aquí no existe tanto riesgo de agotamiento de los posibles nombres, ya que sólo se conocen diecisiete. Por último, el nutrido grupo (más de 200) de asteroides transneptunianos carece de nombres todavía, aunque el hecho de que estos astros orbiten por las remotas regiones dominadas por Plutón parece sugerir como lógico que fueran bautizados con los nombres de divinidades infernales...
Para los cometas, por el contrario, se sigue un criterio completamente distinto, que es el de bautizarlos con el nombre de su descubridor: Halley, Encke, Hyakutake...
Si abandonamos el Sistema Solar, nos encontramos de nuevo con el reino de la mitología. Gran parte de las constelaciones, en especial las del hemisferio boreal, conservan los nombres mitológicos que recibieron hace milenios y, aunque su origen es babilónico, han llegado hasta nosotros con sus denominaciones grecorromanas: Perseo, Hércules, Casiopea, Andrómeda, Pegaso, Centauro, Erídano, Berenice, las doce del zodíaco... Puesto que entre las constelaciones clásicas conocidas por los antiguos existían huecos, y en especial buena parte del firmamento austral no fue conocido hasta el inicio de los grandes viajes de exploración de los siglos XVI y XVII, surgieron nuevas constelaciones que recibieron, bien nombres relacionados con la ciencia y la técnica del momento (Crisol, Máquina Neumática, Telescopio, Microscopio
), bien nombres de animales exóticos descubiertos en esas nuevas tierras (Tucán, Ave del Paraíso, Pavo).
Aunque algunas de las estrellas más brillantes del firmamento tienen asimismo nombres grecorromanos (Cástor, Pólux, Régulo, Arturo, Sirio, Bellatrix, las Pléyades, las Híades), la mayor parte de ellas fueron rebautizadas por los árabes, y así han llegado hasta nuestros días : Aldebarán, Algol, Rigel, Alamak, Alcor, Mizar, Albireo, Alnitak, Ras Al Jaima
... Poéticas denominaciones que contrastan con la prosaica utilización actual de siglas, del nombre del descubridor (por ejemplo la estrella de Barnard) o, con una suerte no compartida por todas ellas, de la letra griega que las clasifica por importancia seguida del nombre de la constelación a la que pertenecen.
En cuanto a otros objetos lejanos como las nebulosas, aquí es la imaginación de los astrónomos la que campa por sus respetos, haciendo alusión normalmente a alguna característica que singulariza a este objeto celeste : Nebulosas del Cangrejo, Trífida, Saco e Carbón, Norteamericana...